Rebaños.

Por Anamaría Correa Crespo.

@anamacorrea75

Edición 433 – junio 2018.

Muchos filósofos a lo largo de la historia del mundo occidental se han preguntado acerca de la innata bondad o maldad del ser humano. Unos, como Rousseau, estaban convencidos de que el ser humano era bueno mientras estaba en estado de naturaleza; es decir, antes de que existiera ninguna forma de sociedad. Luego, a medida que se tejieron las relaciones humanas, unos empezaron a alegar propiedad sobre los objetos que les rodeaban, y con ello vino la corrupción, el pecado original, por así decirlo: la envidia, la codicia y otras prácticas de Adán.

En cambio, otros como Thomas Hobbes creían con firmeza en la innata maldad del ser humano: el hombre o el lobo, daba igual. Hobbes creía que llevamos la maldad en el ADN —aunque este hubiera sido descubierto mucho después—, y era la sociedad la que nos hacía abandonar nuestros deseos más bajos. El rol de los grupos y la vida social aún eran inciertos.

Bondad o maldad intrínseca, hay algo que continúa inquietando a filósofos y psicólogos, y esto es el grado de autonomía que mantienen los seres humanos con respecto a los grupos de los que forman parte. A lo que me refiero es hasta qué punto el ser humano es influenciable por el entorno en el que vive y qué nos puede decir este grado de maleabilidad sobre la posibilidad de que el ser humano se resista ante situaciones de injusticia u opresión; es decir, exhiba su bondad o su maldad. Porque, reconozcámoslo, demasiados seres humanos mantuvieron silencio ante diversas situaciones de oprobio e injusticias en el pasado.

En 1972 Irving Janis desarrolló el concepto de pensamiento grupal (group think) en su libro del mismo nombre, para describir el peligroso comportamiento que los seres humanos pueden adoptar cuando están en grupo y la influencia del colectivo se vuelve más fuerte que la determinación individual.

El pensamiento grupal es un mecanismo potente y persistente que incrementa la polarización extrema y lleva al desconocimiento de opiniones, ideas y estrategias disidentes, porque son silenciadas. Según James Mortimer hay ocho elementos que son sintomáticos del pensamiento grupal: la ilusión de invulnerabilidad, que hace que el grupo exhiba un excesivo optimismo y que se aventure a tomar riesgos que no han sido lo suficientemente sopesados. La racionalización colectiva mediante la cual los miembros del grupo desconocen las advertencias, conjeturan explicaciones para todo y no deliberan críticamente acerca de sus presupuestos. Otra alerta de la ocurrencia del pensamiento grupal es la creencia en la inherente superioridad moral del grupo, que hace que sus miembros crean en la venialidad de su causa e ignoren las consecuencias morales y éticas de sus decisiones. Además, cuando los colectivos han caído presos del pensamiento grupal desarrollan visiones estereotipadas del resto. La caricaturización del “enemigo” y las visiones muy simplificadas hacen que se desestimen las respuestas necesarias al conflicto. Perciben al resto de la gente como desinformada, que no ha sintonizado con el “momento histórico”, “que son parte del pasado”, distribuyen “fake news” o cualquier otra excusa rápida para minimizarlos. El pensamiento grupal puede ocasionar que miembros del grupo presionen directamente a otros para que no expresen visiones que contradigan la del grupo o que los miembros simplemente decidan autocensurarse para no incomodarlo.

El pensamiento grupal es más común de lo que pensamos. Basta que haya una figura con un liderazgo potente dentro de cualquier agrupación, para que los individuos empiecen a ceder su autonomía individual de pensamiento y expresión, y se pongan en modo grupal a trabajar en pos de una unidad ilusoria. Sucede en las aulas universitarias, en los regímenes políticos personalistas, en las empresas, en los grupos religiosos, en los colegios, en fin, la lista es innumerable. Y como podemos colegir, es peligroso. Procesos políticos sanguinarios fueron posibles porque millones de individuos buenos prefirieron callar que incomodar al grupo, perdieron su palabra crítica por la inercia normalizadora de su entorno. Miles de injusticias se cometieron en el mundo gracias al fácil silencio de individuos que estaban actuando bajo la influencia potente pero sutil de los entornos en los que se desenvolvían. Muchas decisiones de guerra se tomaron porque en el cuarto estratégico no se podía realizar una visión objetiva de la realidad y el grupo estaba imbuido de un vigoroso espíritu de cuerpo.

Hay que reconocerlo, las sociedades y los grupos se regodean en la homogeneidad. La heterogeneidad y la pluralidad de visiones no se llevan bien con la idea de controlar y cohesionar a un grupo. La alteridad es incómoda para cualquier agrupación y los seres humanos aún no hemos encontrado la forma de vacunarnos en contra de esta enfermedad hereditaria que cargamos. No hace falta demasiado para que los seres humanos, que en otras ocasiones nos hubiésemos considerado bondadosos, empecemos a ser crueles y actuemos en contra de nuestra conciencia, cuando estamos imbuidos de un entorno  que precia el consenso y no el pensamiento crítico.

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