En la España de 1551 se empezó a fabricar el real de ocho, una moneda de veinticinco gramos y medio de plata, que marcó el inicio de una revolución económica que puede considerarse como la primera gran globalización.
La moneda del imperio donde no se ponía el sol
Con la caída de la Taifa de Granada en 1492, Castilla y Aragón unificaron España y, solo cinco años después, los reyes católicos dictaron la Pragmática de Medina del Campo con la que cambiaban los sistemas monetarios de ambos reinos por uno solo.
Hasta entonces, Castilla usaba la dobla y Aragón, el florín. Con la reforma, los sustituyeron por una moneda de oro llamada excelente o ducado y otra de plata: el real. Mientras el excelente tuvo vigencia apenas hasta 1535, el otro perduró por siglos.
La Pragmática solo había contemplado dos fracciones para esa divisa, el medio y el cuarto, y ningún múltiplo mayor. Con el tiempo, la demanda de dinero hizo imposible que las casas de la moneda produjeran pronto y en abundancia nuevas piezas para surtirlas en todo el imperio.
Por ello, en 1551, desde Sevilla se propuso acuñar un real grande con valor de ocho. Su fabricación era mucho más sencilla y rápida. Además, la cantidad de plata llegada de América permitía hacerlo con una pureza que nadie había visto en Europa hasta ese tiempo.
El real de ocho o peso duro se fabricó en esa ciudad, pero también en Segovia, Lima, México, Potosí y seis cecas más. Los galeones zarpaban a Filipinas cargados de esas monedas que, gracias a los comerciantes chinos, entraron en Asia y, a los piratas, en Europa.
Exportando dinero e importando inflación
Desde 1566 hasta 1790, dos veces por año un galeón zarpaba de Acapulco y atravesaba el océano Pacífico hasta las Filipinas, llevando mercancías costosas, soldados y hasta colonos. Pero lo más importante eran los reales de ocho que, pese a tener Manila como destino, terminaban en China.
En aquel país preferían la moneda española para vender sus productos, sobre todo porque la propia era de cobre y fiduciaria. El emperador no dejaba ingresar casi nada de otras regiones, aunque estimulaba la exportación. Así obtenía dinero para sus campañas militares y construcciones.
Paradojas aparte, el mayor competidor de España, el Imperio británico, se había resignado a entregar pesos españoles a cambio de té, porcelana y especias. Lo hacían también los portugueses y, por supuesto, los holandeses.
De modo oficial, la monarquía española impedía el libre comercio entre sus territorios y el resto del mundo, así que el mejor modo de acceder a su divisa era a través del robo y del contrabando. Gracias al proteccionismo aquel fue un tiempo dorado para la piratería.
Las piezas españolas llegaban a territorios lejanos donde sufrían toda clase de vejámenes: las resellaban con símbolos de la localidad, las dividían en cuatro partes con el fin de obtener cambio de menor denominación y hasta se las perforaba.
Miles de toneladas de plata que España introdujo en China se unieron a las que los japoneses ya habían estado exportando desde mucho tiempo atrás; todo con el empeño de satisfacer la voracidad de un imperio, convertido en el mayor consumidor en los siglos XVI, XVII y XVIII.
En cualquier caso era un negocio redondo: mercancías exóticas se compraban a precio cómodo con una moneda poderosa y se vendían en Europa a dos, tres o cuatro veces el costo original. Pero, con el tiempo, la sobreproducción de plata, alimentada por el ansia china, hizo que su valor y poder adquisitivo cayeran.
Enseguida, la inflación arrastró al resto de las materias primas dependientes del precio de la plata, al tiempo que los productos exóticos se encarecían. El torbellino devastó las economías de España y China.
El real de ocho, que había sido uno de los responsables del auge español, terminó por empujarlo a su colapso.
Un dólar… ¿español?
Con la declaratoria de Independencia de las Trece Colonias inglesas en 1776, uno de los problemas que se presentaron fue la falta de moneda. Muy cerca, en México, se acuñaban hasta quinientas toneladas de plata al año, así que los revolucionarios decidieron surtirse de esa fuente para romper el bloqueo impuesto por el Imperio británico.






Por años el real español circuló junto con el talero de Bohemia y la gente pronto empezó a llamarlos indistintamente thaller y spanish thaller. Sin embargo, en 1792 el Congreso de Estados Unidos aprobó la creación de una divisa propia, inspirado en esos dos sistemas.
Por error o comodidad, los hablantes transformaron la palabra thaller en daller o dólar, y se optó por esa misma denominación para la nueva moneda americana, evitando dudas y el rechazo del público. Por otra parte, el real de ocho oficialmente se transformó en spanish daller.
El pueblo estadounidense no estaba muy convencido del valor de su nueva divisa y prefería el peso duro, cuyo porcentaje de plata era mayor.
Al mismo tiempo, en Estados Unidos, se imprimieron billetes que, para conseguir la confianza del público, incluían ilustraciones de reales de ocho y leyendas con la explicación de que aquel trozo de papel equivalía a veinticinco gramos y medio de plata española.
Esta competencia desleal terminó en 1857: el valor en metálico del dólar español estaba superando el valor teórico del estadounidense y el Congreso decidió que había que evitar el fracaso de su moneda.
De todas formas, el real de ocho había dejado para la posteridad un nombre, un sistema y un símbolo que hasta hoy están en el imaginario del mundo. El origen de este último se cree que provino de una corrupción de la abreviatura del peso (ps) que terminó por transformar la pe en una simple raya sobre la ese ($).
Además, su prestigio hizo que distintos países se inspirasen no solo en su nombre, sino en su sistema bimetalista (oro y plata) para monedas de mayor y menor denominación. El yen, el yuan y los pesos de México y otras partes de América son ejemplos notables.
Con el seudónimo de dólar español, la divisa del imperio en declive siguió circulando por Asia y algunas regiones del mundo hasta entrado el siglo XX.
Las medallas del sol en el Ecuador
En el actual Ecuador también circuló el real o peso desde la Colonia hasta 1871. No tenía subdivisiones, pero sí una moneda superior: el escudo de oro. Durante las guerras independentistas, Bolívar decretó la creación de la Casa de la Moneda en Quito, que realmente solo se puso en marcha en 1833.
La escasez de metales preciosos derivada de la guerra, así como la necesidad de dinero para sufragar los gastos militares hizo que se fabricasen reales de baja calidad. En todo caso, el escudo seguramente era mejor, pues Melville lo citó en su Moby Dick: “moneda noble (…) como medallas del sol”.
Desde 1862 se emitieron pesos en billete que oficialmente se convirtieron en la divisa del país en 1871 y, trece años después, se los renombró como sucres.
La conquista europea no solo se tradujo en nuevos dibujos en el mapamundi o guerras por líneas imaginarias, sino en una concepción completamente distinta de la economía, lejana al feudalismo y donde nada podía frenar el contacto entre las naciones, ni siquiera la guerra.
Las distancias, geográficamente enormes, se contrajeron por el flujo de una moneda capaz de unificar a la actual Bolivia con Mongolia o Zanzíbar. De hecho, reales de ocho acuñados en Potosí o México se han encontrado en los cuatro continentes, a menudo resellados y con sinogramas kanji o palabras en árabe.
El mundo no volvió a ser el mismo de la Edad Media ―gigantesco y aislado―: enrollado sobre sí mismo, hoy sobrevive a una globalización generada, para bien o para mal, por menos de treinta gramos de plata hace cinco siglos.