Ray Bradbury: ese abuelo Prometeo

Ray Bradbury

Por Eduardo Varas

Sientes muy de cerca la muerte de Ray Bradbury. Eso pasa porque te acompañó en algún punto de tu vida. En ese momento imprescindible, en el que necesitabas palabras de alguien no solo para guiarte, sino para dejarte en claro el poder de la ficción: ese poder para darte claridad, sosiego y una manera particular de cuestionarte las cosas. Eres un adolescente cuando lees las Crónicas marcianas y de golpe sabes que estás ante un gran autor, que no importa si es de un género como la ciencia ficción, porque ese género no es malo; es gran literatura que te permite experimentar de diversas maneras eso que significa ser humano.

Luego piensas en su vida, en sus palabras, en ese amor interminable por las historias y por la existencia misma y entiendes que algo de esa pasión se ha quedado contigo, solo por leerlo. Celebras eso.

Te enteras de su muerte porque uno de sus nietos da una declaración a un portal. Poco a poco se riega como pólvora el dato y sabes que es cierto, que no es un rumor más de la web. Esperas, sin embargo, que Bradbury siga ahí, con un deseo egoísta de tener ese faro presente, de la forma que sea. El mundo es mejor con Bradbury. Tenía 91 años. Desde los cuatro leía todo lo que le caía a las manos y desde los 12 empezó a escribir. Y eso gracias al Señor Eléctrico, como él solía contar en sus anécdotas. ¿Qué significa eso? Que cuando era un pequeño, en una de las tantas ferias de pueblo que visitaron su natal Waukegan, en Illionois, vio el espectáculo de un hombre que se sentó en una silla eléctrica a recibir un ‘correntazo’ que le puso los pelos de punta y los ojos azules. Luego este individuo se levantó y con su espada tocó la cabeza de los niños que fueron a ver el espectáculo. “Cuando la primera noche se acercó a mí, me golpeó los dos hombros y la punta de la nariz. El rayo saltó a mi cuerpo. El Señor Eléctrico me gritó: ¡Vive para siempre!”, contó alguna vez. Días después habló con él y este le confesó que se habían conocido antes, en otra vida, y que eran buenos amigos. El joven Bradbury cambió desde entonces. Su pasión por Shakespeare, Verne, Poe, Rice Burroughs y H. G. Wells se hizo carne de algo más. “Volví de ese encuentro con el Señor Eléctrico tambaleándome, maravillosamente soliviantado por los dos dones: el don de haber vivido antes (y de que me lo hubieran contado)… y el de intentar, como fuera, vivir para siempre”, confesó el autor.

Escribir sobre otros mundos, sobre lo de adentro

Era 1950 cuando Bradbury publicaba las Crónicas marcianas, había algo que se estaba gestando. Él siempre dijo que no era ciencia ficción, sino fantasía. Hay soledad en estos relatos, que en su conjunto forman una experiencia total. Hay también vacíos mágicos que nos permiten entender la verdadera dimensión de lo que escribía: la atmósfera marciana es respirable y ahí dejamos de lado cualquier elemento de rigor científico y podemos enfrentarnos a un autor que metaforizaba sobre los miedos, la piedad, el egoísmo y el tiempo perdido. Esta fue una obra que lo mostró, que lo volvió un escritor de esos que importan. ¡Hasta Jorge Luis Borges estaba maravillado por lo que Bradbury había conseguido! Tanto que escribió el prólogo de la versión en castellano, en el que puso: “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?”.

Pero fue su siguiente libro el que lo elevó a la estratósfera.

Bradbury no podía creer la cacería de brujas que comandaba el senador Joseph McCarthy en un Estados Unidos que empezaba la década de los cincuenta. Vio con horror cómo en ese ataque a artistas e intelectuales de su país se gestaba aquello que era terrorífico en su memoria. Saltó en él esa imagen de los nazis quemando libros en las grandes hogueras en Berlín. Odió ese acto, tanto como para considerarlo una ofensa personal, una ofensa a la humanidad. Debió escribirlo. Tenía varias ideas. Redactó un par de versiones que se publicaron como cuentos en algunas revistas. Una de ellas se llamó El bombero, en la que esgrimía la figura de esta persona responsable de quemar libros y así suprimir ideas que el régimen consideraba nefastas. Estaba en camino.

Le mostró lo escrito a un amigo, editor de Ballantine Books, quien le aseguró su publicación si escribía más páginas. Le hizo caso. Escribió la novela en el sótano de la Powell Library de UCLA, en una máquina de escribir que alquilaba, a 10 centavos de dólar la media hora, porque no tenía una en casa. Nueve dólares y 50 centavos después, la tuvo lista.

Pensó en un título. Nada se le ocurría. Quiso saber en cuántos grados se quemaba un libro, y se dio cuenta de que por ahí estaba la respuesta. Preguntó en laboratorios, en centros de investigación de universidades, a expertos, y nadie supo darle una respuesta. Simplemente era algo que nadie preguntaba. Bradbury tuvo un golpe de sentido común: un bombero. Llamó al Departamento de Bomberos cercano y le dieron el dato que quería. Farenheit 451 es el alegato más hermoso y contundente a favor de la cultura y de la memoria; del amor y de la relación del individuo con el sistema en el que vive.

Bradbury tomó lo que tenía a su alrededor y nos dio a un Guy Montag que en medio de la atrocidad de Farenheit 451 se vuelve consciente. Se trata de eso, de conciencia, de mirar alrededor y buscar. Eso es todo lo que Bradbury nos exige no olvidar con su novela distópica. Y así, su presencia y sus palabras empezaron a volverse importantes.

El hombre que no dejó de amar

Nacido en el seno de una familia de clase trabajadora, Ray Bradbury viajó mucho de niño, huyendo de las necesidades propias de la Gran Depresión. Las bibliotecas eran los sitios que adoraba, a los que entraba y le permitían ser parte de universos que lo sacaban del suyo. Ahí se formó, no tuvo carrera universitaria y no le hizo falta para convertirse en uno de los más grandes humanistas, incluso desde el horror de lo que podía narrar. Porque Bradbury abrazó la ciencia ficción, pero al mismo tiempo se mantuvo distante con muchos de sus escritos. En Nunca la veré, un inmigrante ilegal mexicano está a punto de ser deportado, por lo que llega a la puerta de su casera a despedirse. No hay mayor desolación que ese momento en que ella es consciente de que nunca más verá al inquilino. En El pequeño asesino, tenemos a un bebé que abre el gas de su casa para acabar con los padres. Con Vendrán lluvias suaves, una casa inteligente permanece de pie luego de la catástrofe, sola, sin nada, sin nadie. Esa soledad es parte de la vida que ha querido recrear Bradbury en su obra. ¿Por qué? Porque la entendió como el mecanismo humano del siglo XX y buscó, al hacerla materia de la ficción, desintegrarla.

Viajaba en tren. Odiaba el avión. Nunca aprendió a manejar y conversaba mucho con la persona que tuviera frente a él. Se enamoró de Margarite McClure y se casó con ella en 1947. Estuvieron juntos hasta su muerte en 2003. Tuvieron cuatro hijas y fueron felices, lo que en retrospectiva es la base de un proyecto creativo de importancia. La conoció en una librería, se acercaron y la invitó a un café. Ella leía, él luego la llevó a cenar y se enamoró de esa mujer y de sus libros. Alguna vez lo confesó: “En mis comienzos, yo ganaba 30 dólares por semana, y mi novia era rica, pero le pedí que hiciera voto de pobreza para casarse conmigo. No teníamos ni automóvil ni teléfono, vivíamos en un departamento pequeño en Venice, pero la estación de servicio de enfrente tenía una cabina telefónica. Iba corriendo a atender cuando sonaba y la gente creía que me llamaba a mi oficina. Yo les repito: Rodéense de personas que los quieran, y si no los quieren, échenlos. No hay necesidad de ir a la universidad, donde no se aprende a escribir. Vayan más bien a las bibliotecas”.

Amar y leer. Nada más

Casi una docena de novelas después, 400 historias cortas, más de 20 obras para poner en escena y su incontable trabajo en guiones (sin contar esa fabulosa serie que fue The Ray Bradbury Theater, que con 65 capítulos escritos por él y que se mantuvo por seis temporadas al aire, entre 1988 y 1992), la dirección fue siempre la misma: “Vivimos en un mundo que nos absorbe con sus normas, con sus reglas y la burocracia, que no sirve para nada. Hay que tener mucho cuidado con los intelectuales y los psicólogos, que te intentan decir lo que tienes que leer y lo que no”. ¿Y el remedio antes eso? La imaginación, la ficción, la lectura.

El hombre que vendió más de ocho millones de ejemplares de sus obras (traducidas a 36 idiomas), el joven escritor que fue abrazado por Aldous Huxley, que le confesó, luego de leer Farenheit 451, que era un poeta, el anciano de mirada feliz que repetía que sin libros no se puede vivir en civilización ni en democracia, moría el 5 de junio pasado. Lo veíamos venir. Sigue doliendo y seguirá doliendo. Nos deja solos, pero se ha impregnado en nosotros, sus lectores, como el Señor Eléctrico se quedó en él, aquella tarde en Waukegan: “A lo mejor tenía un hijo muerto, o se sentía solo, o me estaba haciendo una extraña broma. A lo mejor vio la intensidad con la que yo vivía. Lo que sé es que, cuando me fui, me acerqué al carrusel que tocaba Beautiful Ohio y me puse a llorar. Algo importante me había pasado. Me sentí cambiado. Ese hombre me dio importancia, inmortalidad, un regalo místico. Volví a casa y empecé a escribir. Nunca paré”. Hoy estamos todos en deuda con el Señor Eléctrico.

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