Rafael Troya. Pintor de la patria chica

La obra de Rafael Troya es la de la patria chica, esa patria que un siglo atrás se empeñaba en marcar diferencias entre sus regiones y urbes.

Pensar en un artista en particular nos lleva casi siempre a volver la memoria a sus obras más destacadas por la crítica o la historia. Aquellas que de una manera u otra se han convertido en elementos visuales que se reiteran impresas por comodidad o falta de conocimiento del corpus artístico al que se deben.
En este caso Rafael Troya, nacido en Ibarra en 1845, es recordado o requerido, si del mercado hablamos, por sus paisajes del Oriente o la serranía ecuatoriana.

Rafael Troya
“La fundación de Ibarra”, 1906. Fotografías: Christoph Hirtz.

Afortunadamente, conocemos que la vida de los artistas está comprometida —además de la propia labor de representar imágenes bajo los parámetros mandatorios del arte y la estética del momento vivido— con procesos políticos o sociológicos que enriquecen sobremanera la posibilidad de “leer” dichas imágenes.

Troya no es una excepción. Para comprender al artista ligado con la historia del país es preciso considerar que su vida en distintos lugares del Ecuador y Colombia estuvo signada por encargos privados y públicos muy diversos; de unos géneros pictóricos sobre otros dependiendo de las particulares encomiendas y momentos.

Troya estuvo muy ligado a la historia de la patria chica, su patria chica. Esta hace referencia a una perspectiva muy propia de una época en la que, más allá de la construcción de la nación como un todo indisoluble y soberano, se buscaba marcar diferencias y distancias entre unas regiones y otras, entre unas urbes y otras.

Es aquí donde nuestro artista encuentra un interesante nicho de acción. El tema central: la refundación simbólica de Ibarra, tras el devastador terremoto de 1868 en el que se perdieron entre quince y veinte mil vidas, pueblos que desaparecieron o quedaron bajo los escombros como la misma Ibarra, empobrecimiento del agro y tantos otros efectos catastróficos que significó este episodio natural.

La destruida ciudad se convertiría en ese lienzo en blanco donde fue rediseñada por el ingeniero Arturo A. Rogers. Y donde el diseño y la construcción de algunos edificios públicos estuvo a cargo del conocido arquitecto de las islas Vírgenes, Thomas Reed.

Fue el conservador Gabriel García Moreno, después de su primera presidencia, quien lideró la reconstrucción bajo la creencia generalizada de que dicho suceso era producto de la “ira divina” inflamada por los aconteceres liberales. Por ello, no es de extrañar que la Iglesia católica local interviniese de manera directa y decidida. La figura visible de esta restauración material y reparación espiritual fue el canónigo Mariano Acosta, a quien Troya pintaría en tres ocasiones.

Pintando la memoria de la ciudad

Rafael Troya
Óleo de Gabriel García Moreno, quien dirigió la reconstrucción en 1868.

Entre el año del terremoto y 1906, año de sonadas conmemoraciones por los trescientos años de la fundación española de Ibarra, la provincia norteña, de forma lenta, fue recuperándose, pero en el imaginario quedaban intactos los recuerdos de las pérdidas de vidas, casas, quintas… No había crónica que no retornase a este cruento momento.

Así se comprende también que el hijo de Troya, el exitoso industrial y político liberal radicado en Ambato, Alfonso R. Troya, le encargase en 1895 un cuadro de grandes dimensiones que representaba en primer plano la destrucción de la ciudad y la angustia de los pocos sobrevivientes alrededor de sus muertos. El gran paisajista dejaba en segundo plano, y entre brumas, a la misma naturaleza. Su ojo estaría puesto en la miseria y la pérdida inmediatas. La obra fue donada por Alfonso a la Municipalidad de Ibarra en 1918, al cumplirse cincuenta años de la tragedia.

En este punto cabe recordar que las conmemoraciones/aniversarios han fungido de notables lugares de la memoria y han servido para construir tanto los altares patrios (incluida la veneración de prohombres y unas pocas mujeres destacadas) como los discursos oficiales, que se van asentando cual elementos “naturales” y consensuados por la población, muchas veces sin serlo.

En el caso de Ibarra tanto las imágenes como los textos escritos y orales estuvieron en buena parte en manos de agentes conservadores, ideología que nuestro artista comulgaba y promovía. Dicho esto, 1906 se convirtió para la municipalidad en el año de presentar ante el Ecuador una urbe recuperada y próspera. A estas fiestas se sumaron políticos, escritores, artistas, terratenientes y tantos otros.

Se lanzaría la primera serie de postales de la ciudad; se crearían documentos técnicos para su delimitación y manejo; muchos fotógrafos ilustrarían a vuelo de pájaro esta restituida urbe cuyo trazado guardaba los límites del damero colonial tardío, aunque las nuevas ordenanzas y normas cuidarían la seguridad de sus ciudadanos en caso de algún suceso similar.

De entre las fotografías más celebradas se encuentra una en la Casa de la Ibarreñidad tomada el mismo año de 1906 desde el Alto de Reyes, que muestra a la ciudad con el río Tahuando en primer plano y la montaña Cotacachi al fondo. Con seguridad esta imagen fue usada como apoyo visual al óleo de grandes dimensiones “Vista general de Ibarra” (1906), encargada a Troya por la municipalidad.

Rafael Troya
“Erupción del Tungurahua”, 1906.

Conservadores vs. liberales

A esta primera encomienda municipal le siguieron varias más: lienzos alegóricos e históricos de la fundación, personajes destacados, eventos militares, paisajes, que se colocaron en lugares destacados: el Salón de la Ciudad, la Biblioteca Municipal y otras dependencias públicas. La “Fundación de Ibarra” (1906), por ejemplo, reproduce casi exactamente la descripción de este momento realizada por el religioso Federico González Suárez en su Historia general de la República del Ecuador (1890-1903).

El mismo año la municipalidad le contrató una “Alegoría de la fundación de Ibarra”, de gran formato al igual que las dos anteriores. Hay un deseo expreso de fijar en espacios públicos la presencia de una urbe en plena recuperación y con historia propia. Las alegorías suelen usarse para representar en imágenes algo que no es visible ni tangible, con el fin de que un evento sea entendido y cimentado en el imaginario de un pueblo. En cierto sentido suelen también realizarse para “elevar” una situación y dotarla de una noción de eternidad.

Rafael Troya
4 “Confluencia del Pastaza con el Palora”, óleo, 1909.

En este mentado año de 1906, Eloy Alfaro, el líder de la Revolución Liberal, se proclamaría jefe supremo y en la décimo segunda Constitución se consagrarían los principios liberales. Durante estos mismos años el papa Pío X estratégicamente nombraría a González Suárez arzobispo de Quito.

En este contexto de duros enfrentamientos políticos la obra de Troya, encargada por la conservadora Municipalidad de Ibarra, resultaba una especie de declaración de principios con la que se intentaría enfrentar simbólicamente, si cabe el término, la arremetida liberal “nacional”.

La obra de conjunto del municipio contratada a Troya no termina allí, con obras portables, sino que pocos años más tarde se le encarga la pintura mural del testero del Salón Máximo. En esta obra confluyen el retrato, la alegoría y la historia. La escena central es la “Batalla de Ibarra de 1823”; sobre la misma, los bustos de Bolívar y Sucre; dos escudos a sus costados; dos ángeles portan banderas que se descuelgan en un cuadro dentro de otro que representa la mentada batalla. Es decir, una obra que conmemora ya no la fundación española de la ciudad sino su liberación.

Los rostros civiles y los cuerpos religiosos también sirvieron para identificar y proclamar la importancia de las patrias chicas. Reconocer a sus héroes y prohombres significaba la continuidad y validación de una tradición de poder patriarcal y se lo hacía, y se lo hace hasta hoy, con la creación de galerías de retratos.
Dos en el municipio fueron pintados por Troya: Pedro Moncayo y Mariano Acosta. Este, como vimos, fue el autor espiritual de la reconstrucción. Moncayo, en cambio, fue un periodista combatiente contra el general Flores, desde la Legislatura y las asambleas constituyentes en las que defendió los principios liberales. Su patria, Ibarra, recibió de él una gran dotación de libros para incentivar la formación de una biblioteca pública.

Rafael Troya
“Terremoto de Ibarra de 1868”, 1895.

La creación de la Biblioteca Municipal, en el antiguo colegio Teodoro Gómez de la Torre, también supuso el establecimiento de una galería de personajes de cuerpo entero pintados por el mismo Troya, entre otros, Gabriel García Moreno, Juan Montalvo, Antonio José de Sucre.

Desde 2021 el Municipio de Ibarra ha dado pasos fundamentales para reconocer la amplia labor de Troya. Por el centenario de su fallecimiento se trasladaron sus restos a la catedral de Ibarra, donde se encuentra la serie de Los apóstoles y evangelistas del mismo artista.

También se abrió un salón permanente dedicado a su obra en el Antiguo Cuartel, una colección magnífica. Y, con la Corporación Imbabura, se publicó Rafael Troya, refundación simbólica de Ibarra (2021) con muchas fotos de sus obras —algunas de las cuales aparecen aquí— y con un ensayo sobre la labor del artista en torno a su última fase de vida y su estrecha relación con la ciudad.

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