Por Milagros Aguirre.
Fotografía: archivo de R. Díaz.
Edición 444 – mayo 2019.
El arte nos lleva de la mano como el río, dice Rafael Díaz cuando se le pregunta por qué decidió dejar el país para buscar suerte y cómo fue que se instaló en Barcelona y decidió ser un migrante, un pintor ecuatoriano en Europa. Cuenta que siendo un niño salió de su pueblo, Urcuquí, un pequeño lugar de Imbabura, porque quería estudiar. Sabía del arado y de la yunta, había sido leñatero, cabuyero, zafrero, pero la verdad, no quería ser un campesino. Con siete hermanos y una hermana, la vida no era fácil. Quería estudiar. Para mantenerse en el colegio siempre debió trabajar y tuvo varios oficios. Quiso estudiar Arquitectura pero la situación no era fácil para una familia humilde y campesina como la suya. Mientras soñaba en eso, rayaba, manchaba y llenaba de dibujos sus cuadernos. Trabajaba como carpintero, oficio que le serviría para hacer los bastidores de sus cuadros.
Díaz pertenece a esa generación militante (nació en 1958) que se hizo en las calles, en el activismo político, pendiente de lo que acontecía en la política desde temprano, curioso del mundillo intelectual de la época, caminando entre los Tzánzicos (nombra a Arias, Granda, Larrea, Murriagui…) y de las grandes discusiones entre los chinos y los cabezones.
En la calle se formó y, mientras algunos amigos pintores de su generación estudiaban en la universidad y esperaban la mesada de sus padres para convertirse en artistas, él armaba sus bastidores en el taller de carpintería y utilizaba fundas de harina como lienzos. Nutría su activismo en las plazas y con la gente. Fui, dice sacando pecho, dirigente estudiantil, campesino, obrero, sindicalista, pero en ningún momento, anfletario, como muchos otros artistas que, en su momento, se enfocaron y quedaron presos en el realismo social”. Él lo experimentó pero tenía sus propias búsquedas estéticas.
Lo dice mientras pasamos una a una las páginas de un libro sobre su obra que es casi una retrospectiva y está escrito en español, inglés y alemán, y que contiene sus dibujos enmarcados en el realismo social, con referentes como Rivera, Egas, Kingman o Guayasamín. Sigue la obra que él llama Procesos de búsqueda, en la que sus referentes son ya los artistas europeos, y en los que integra rostros y retratos y pintura objeto, sobre madera, por ejemplo.


Las duras y las maduras
Sabía que su búsqueda lo llevaría lejos. Alguna vez un profesor le habló de cruzar fronteras y ver el mundo, y él, apenas pudo, no dudó en dejar el nido, la familia y los apegos. Quería abrazar otros espacios y aprendió a competir sin temor, abriéndose a codazos porque así es como se hace la vida un artista cuando tiene que trabajar en Estados Unidos. Para eso también tuvo que confrontar su militancia antiimperialista.
“No huelo a perfume, siempre huelo a óleo y a disolvente”, dice Díaz, mientras cuenta que está reuniendo dinero para volver a Nueva York que es donde quiere estar y para lo que ha trabajado los últimos años. Pinta al óleo y es lo que más le gusta. Pero también dibuja y hace escultura. El dibujo ha sido fundamental para retratar con una mirada burlona, casi cínica, a un mundo que cuestiona y al que siente vacío y banal. Le gusta transgredir las normas con su pintura, desafiar al espectador y desdibujar si considera necesario.
“Se puede vivir del arte”, dice. El artista no ha muerto de hambre aunque ha pasado las duras y las maduras. Ha trabajado en su taller sin sueldo y sin horario, dependiendo de la demanda de sus cuadros, sus personajes, los seres que habitan en sus lienzos y que emergen no por azar sino por constancia. Muchas veces ha hecho trueque y cree en la economía solidaria: alguna vez un amigo lo ayudó con el pasaje a Nueva York; otras, con el tratamiento médico o la mudanza.
Es autodidacta y rehúye la burocracia, esa que maneja el mundo cultural ecuatoriano. Prefiere verla de lejos. Lo suyo es la soledad y las horas de horas en el taller, los óleos y esos personajes con humo en la cabeza que parecen atormentados. Lo suyo es estar siempre contra el sistema, dice. Y se define como un “inconforme, exigente y transgresor”.
Rafael Díaz vivía en Barcelona. Su mujer murió hace doce años, por negligencia médica, dice, mientras señala uno de sus dibujos. Ha disfrutado de ser padre, tiene una hija de treinta años que vive allá.


Rutas del migrante
La primera exposición colectiva en la que participó fue en 1978, en la galería El Quiteño Libre. Siguió la facultad de Arquitectura. Su primera muestra colectiva fuera del país fue en Colombia, y la primera individual fue en la galería Chuquirahua, en Quito, en 1983. Según su hoja de vida, exponía cada año en las galerías más importantes de Quito (cuando había muchas galerías en Quito como La Manzana Verde, La Posada de las Artes, Exedra, CDX, etc.).
“El arte está en París, Nueva York, Miami, Barcelona… acá como que el arte está enclaustrado, nos miramos el ombligo; afuera el Ecuador es casi nada”, dice. En su itinerario constan varias exposiciones en París, República Dominicana, Barcelona, Rhode Island y Queens. También ha participado en salones en el Ecuador, Bulgaria y Francia, y ha sido premiado (Salón de Diciembre en 1988; Primer Premio Internacionale des Arts Plastiques en dos ocasiones: 2004, 2006; en 2009 el Prix Dagnan-Bouveret Academie Des Beaux Arts de París). Su obra, dice el artista, está en varias colecciones privadas y públicas en el Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Canadá, Estados Unidos, Bélgica, Dinamarca, Alemania, Francia y España.
Entre 1995 y 2000 su obra es más bien humorística y anticlerical. En ese período se enmarcan cuadros como Acuso yo que no es mi culpa por los pecados cometidos, Archivo secreto y Dolor compartido, una sátira al poder eclesial que llegó a ser censurada en la pacata sociedad ecuatoriana.
Al final de ese período comienzan a aparecer personajes surrealistas, sin cabeza, envueltos en humo, y escenas domésticas como Lavando trapos o Maniquí.


Grotesco a flor de piel
Entre 2000 y 2013, Rafael Díaz dice haber alcanzado un período de consolidación de su obra. Los personajes con humo en la cabeza cobran fuerza y transitan por varios de sus lienzos. Algunos que aparecían desde sus primeros dibujos son ahora mucho más elaborados: un hombre que levita sobre nubes de humo o seres sin cabeza con gabardina azul, con bufanda verde, leyendo, con zapatos rojos, con bastón, entre libros viejos o retratando a una modelo. Y humo, mucho humo, envolviéndolo todo. Tanto humo que se puede sentir el olor a nicotina, el aire turbio, empañado, neblinoso en el que se mueven sus personajes.
“Este es un mundo, parece decirnos el artista, que estamos patas arriba, en que el grotesco se halla a flor de piel, en que las gentes, faltas de peso, flotan en el aire; en que muchos otros han convertido sus cabezas en nubes de humo nicotínico y amenazan hacer humo viciado cuanto tocan. De la injusticia hemos pasado a la mentira. De la mentira a la inautenticidad. Esto lo ha mostrado esta trayectoria artística de empecinada e intransigente voluntad de desenmascaramiento”, escribió Hernán Rodríguez Castelo sobre la obra de Rafael Díaz.
Díaz trabaja todos los días. Es riguroso y exigente consigo mismo. Hay obras que le demandan mucho más tiempo y otras que aparecen más rápido sobre su mesa. Pero es un trabajo “que todo el tiempo cuestiona e interpela, que muestra inconformidad frente a los problemas sociales y que denuncia lo que perturba”.
En sus andanzas por el mundo no le ha interesado el arte conceptual. Siente que muchos artistas tomaron ese camino fácil. Cuestiona también los actuales procesos de curaduría. “Esto es como la cocina —dice—, son ejercicios necesarios pero alguien que no cocina y que solo prueba no puede decir cómo hay que cocinar. El gol lo mete quien patea la pelota, quien se enfrenta todos los días al lienzo en blanco, al disolvente, a la textura del óleo en la paleta. Vale”.