Quito siglo XX.

Por Milagros Aguirre.

Ilustración: Adn Montalvo E.

Edición 447 – agosto 2019.

Firmas---Aguirre

Dicen que la felicidad es producto de la nostalgia, de eso que recordamos con sonrisa cómplice, de eso que pasó y que nos llenó de gratos momentos. La memoria es selectiva: recordamos con placer esos momentos, lugares, canciones, libros, cuadros o aromas. Y olvidamos  aquello que nos hace sentir dolor o pesar. Menos mal. Eso hace que la vida sea llevadera. Hagamos memoria, entonces, de un tiempo feliz en donde el quehacer cultural no necesitaba de ministerios sino de voluntades. Camine usted por la Juan León Mera. Deténgase en la calle Wilson. ¿Está viendo esa casa grande de la esquina? No. No era un burdel. Ni una casa de fantasmas (aunque tal vez sí, tal vez por ahí se coló alguno). Era la casa de Art Forvm, una de las galerías más importantes de la ciudad.

Quito. Años noventa. Siglo pasado. La Mariscal no era fea y no se necesitaba caminar por ahí mirando a ambos lados con precaución y alerta para no ser asaltado por alguno de esos muchachos que caminan desorientados y agresivos en busca de unas monedas para comprar droga. Al contrario. El barrio estaba de moda. Tiendas y galerías, librerías y anticuarios. En la Veintimilla estaba la Galería Artes, de Iván Cruz y Luce de Perón. En la Juan Rodríguez estaba La Galería de Betty Wappenstein. En la Juan León Mera, LibriMundi, entonces la librería de más prestigio en la ciudad, fundada por Enrique Grosse Luermen en 1971. Y frente a la librería, estaba el Art-Forvm, que Marcela García, heredó luego de la temprana muerte del librero.

Cada vez que había una exposición o un lanzamiento de un libro nuevo, había fiesta porque se encontraban los amigos. Y cuando se encontraban los amigos no solo se ponían al día de asuntos de la politiquería nacional que ahora despierta tantas pasiones, sino que de esos encuentros salían ideas como pompas de jabón. Sí. Ideas: un nuevo libro, el guion de una peli, una antología, un cuento, una novela, un gran reportaje, la entrevista a un pintor, una muestra colectiva, la invitación a un artista extranjero o un museo a lo Guggenheim, pero… en la selva.

Si hoy se viven tiempos de la posverdad, en ese entonces entrábamos en la posmodernidad. Ese Quito del siglo XX era el de los intelectuales. Los artistas contemporáneos proponían instalaciones y alborotaban el avispero con obras audaces, la prensa tenía amplísimos espacios culturales. Los literatos empezaban a publicar en editoriales de fuera del país chiquito y el mundo dejaba de ser ancho y ajeno. A nadie se le ocurría pedir un fondo concursable a instancia alguna para tal empresa: se hacía nomás. Sin likes de por medio. Ni fotos en Instagram. Ni ministerios que digan qué hacer, cómo escribir o qué cosa exponer. Ni gestores culturales con máster, pero sin espacios para gestionar; es decir, sin las paradojas del siglo XXI.

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