Por Anamaría Correa Crespo.
Ilustración María José Mesías.
@anamacorrea75
Edición 416 – enero 2017.
“Que la especie humana no es infalible; que sus verdades no son más que medias verdades, en la mayor parte de los casos; que la unidad de opinión no es deseable a menos que resulte de la más libre y más completa comparación de opiniones contrarias, y que la diversidad de opiniones no es un mal sino un bien”.
John Stuart Mill, Sobre la libertad.
Era un día de clase común y corriente. Trataba de despertar literal y filosóficamente a algunos de mis aletargados alumnos con algunas sentencias provocativas sobre la libertad. Para no morir en el intento, decidí transformarme en un híbrido entre profesora de filosofía y payasa, y así intentar removerles un poco la conciencia. Siempre persiguiendo mi consigna interior de que, si al menos uno de ellos empieza a mirar la realidad de forma más crítica, habré conseguido mi objetivo de enseñanza.
Les introducía al pensamiento del clásico John Stuart Mill para explicarles cómo, en la práctica, la libertad de expresión no es un simple enunciado que sirve a unos pocos periodistas o medios de comunicación —cosa que por lo demás nadie parece comprender en este pedazo de tierra andino— sino que es un elemento fundamental de la vida cotidiana, que significa la posibilidad de contrastar o reafirmar nuestras propias creencias e ideas, e incluso de aprender de otras por medio de un simple método de contraste.
Con absoluta vigencia el viejo Mill prescribe que todos debemos estar preparados para someter nuestro sistema de creencias y pensamientos al escrutinio personal y ajeno. Incluso, advierte que esto es lo más sano que podemos hacer pues, si estamos en un error, lo detectaremos. Si andamos por la vida acarreando medias verdades, podremos completar de alguna forma nuestro criterio y hacerlo un tanto más formado a través de este examen de oposición de argumentos, y por último, si es que nos quedamos inamovibles en nuestra posición, entonces la podremos defender con aún más convicción que antes.
Argumentaba yo a mis alumnos que, a este simple ejercicio le tenemos terror, pánico existencial. Como buena sociedad católica y curuchupa en la que vivimos, corre en nuestros códigos sociales la prescripción y el deber de ser individuos sumisos que aceptan las cosas porque así son, dogmas de fe, sin derecho a preguntas ni repreguntas. Tememos poner en duda las verdades que nos vienen de nuestro entorno, las tradiciones, prácticas y creencias. No solo porque eso supone que nos encontraremos en ese espantoso y peligroso terreno de la incertidumbre y lo nuestro es mantener bien resguardado nuestro metro cuadrado de confort, sino porque sabemos que el simple hecho de ponerle signos de interrogación a la práctica normal y normalizante de la sociedad nos tornará ipso facto en las ovejas negras de la tribu, las que se miran raro, las rebeldes de pocos amigos. ¡Y vaya que, en un buen rebaño, nadie quiere ser dejado atrás!
Pero el buen amigo John Stuart Mill nos tenía reservado —a mis estudiantes y a mí— algunas sorpresas más. Nos dio luces críticas sobre nuestro modus operandi en la política y en la sociedad, por medio del cual hacemos y decimos lo que dice la mayoría, siguiendo con pasividad la marea que nos uniformiza. Este correcto señor inglés, quizá el filósofo más influyente de la Inglaterra del siglo XIX, le provocaba un soponcio intelectual pensar en el triste desenlace de una sociedad que vive sometida a lo que dictan los muchos, sin que las minorías puedan hacer escuchar su voz. No es menor que él haya sido el primer legislador del parlamento inglés que haya pedido con vehemencia la inclusión del derecho al voto de las mujeres en 1867. Su canto individualista dedicado a proteger a la persona que disiente de la sociedad, frente a los 99 del consenso unánime, hoy resulta una verdadera canción protesta con plena vigencia.
Vivimos la peor pesadilla de Mill, sometidos a la tiranía de las mayorías y no solo las electorales. Apreciamos y cultivamos poco la diversidad social, intelectual, artística, personal. Preferimos lo familiar y conocido a aquello que es distinto y que nos saca de la conformidad imperante. Más aún, juzgamos a quien se sale del molde del rito dominical, nos inquietamos frente a ese que esboza ideas incómodas y novedosas, y caminamos recelosos cumpliendo con devoción los cánones impuestos. ¿Qué dirá la tribu si nos desviamos?
Todo esto discutíamos mientras la clase continuaba y aparentemente mis esfuerzos histriónicos habían surtido efecto. Los estudiantes estaban enganchados en la discusión. Yo insistía en que estos rasgos de la sociedad en la que vivimos no son inofensivos, sino que marcan la tónica de nuestro desarrollo. Que por algo vivimos en un país mediocre con escasa producción intelectual, artística, literaria. Al tiempo, les incitaba a hablar de cómo en su vida cotidiana podían sufrir las consecuencias de este amodorramiento social.
En la mitad del debate, ella alzó la mano. Las palabras de mi alumna empezaron entrecortadas. Hablaba del acoso de la que es víctima por ser diferente. En ese momento no elaboró en su “diferencia”. Un silencio absoluto se creó en la clase (de más de 50 alumnos). Creo que este sirvió para que ella se sintiera protegida del mundo exterior, acogida en ese espacio de clase que se reunía tres veces cada semana. A medida que avanzaba en su testimonio, empezó a sentirse un poco más cómoda en medio de la extrañeza interior que supongo le generaría revelarse personalmente en un contexto académico. Contó del acoso verbal y físico que sufría en la calle cuando caminaba con su pareja, una mujer. Sus palabras sonaban a rabia cuando se refería a los gritos que recibía y las persecuciones de hombres de las que había sido víctima, porque estos seres no toleraban ver a una pareja de lesbianas caminar por una calle transitada de Quito. Las palabras fluían, el resto escuchaba sin chistar, incluyéndome. No había mucho más que decir. Ella era el retrato vivo de la teoría que yo trataba de esbozar.
Ella desafió la convención tradicional de una clase y nos conmovió a todos. Transpiró autenticidad. La verdad —ella ya lo sabía— no le pertenece a nadie. Había tenido la valentía de cuestionar su sistema de creencias. Ser diferente, original o el que desentona por sus opiniones o modo de vida, tiene un costo alto en nuestra aldea, lo había vivido en carne propia.
La bulla parroquial quiere convencernos —y lo hace con pleno éxito en la mayoría de casos— de que somos y debemos ser solo su propio reflejo. Por suerte van escondidas tras las apariencias algunas ovejas negras que aún van en la búsqueda de su propia verdad.