Diners 466 – Marzo 2021.
Por Alexis Serrano Carmona
Fotografía: Alejo Reinoso
¿Qué lleva a un retratista a renegar de su arte? Pablo Maldonado pinta retratos todos los días en un centro comercial. Tiene para dibujar la precisión del cirujano, pero el oficio que le ha dado todo también se lo ha quitado. Descubra de dónde proviene su frustración.

Aquí los villanos son unos ratones.
Lo curioso es que esta es la historia de un retratista que quiso ser Dalí. Que ha pintado veintinueve mil retratos a lo largo de cuarenta años, pero que por momentos siente desprecio por aquello en lo que se convirtió.
Que usará las palabras frustración, vacío, trauma, y dirá: “Todo se fue diluyendo hasta quedar en nada”; y luego me contará lo de los ratones: “No me quedó más remedio que barrerlo todo y echarlo a la basura”.
*
El retratista tiene la cabeza clavada hacia adelante, la espalda encorvada y la mirada fija en su dibujo. Lleva más de una hora sentado en la misma posición, con la actitud de un monje. Ocurre como en las escenas que muestran el paso del tiempo en las películas: mientras todos a su alrededor caminan de prisa, comen y ríen en los restaurantes, o hacen fila para entrar al cine, él permanece quieto, moviendo apenas la mano derecha que sostiene el lápiz.
Tiene 57 años. La boina le cubre toda la calva, pero no las canas a los costados; siempre lleva camisa, siempre pantalón de traje, siempre chompa y lentes gruesos.
Su nombre es Pablo Maldonado.
El retratista está en el hall de la Plaza de las Américas, un exclusivo centro comercial de Quito, en el que arrienda por cien dólares mensuales el pedazo de suelo —menos de un metro cuadrado— donde está su caballete de madera y donde cobra dólares por dibujo, su único trabajo desde hace veintitrés años.
—Lo que más me gusta es captar la mirada. Los ojos son el alma de un dibujo — dice y regresa a verme, apenas, sin levantar la cabeza, con una sonrisa leve.
El problema es que él no quería estar donde está, ni hacer lo que hace ahora. Por eso cada vez que habla de su obra se encorva un poco más, como si aumentara un ladrillo a la mole que carga sobre la espalda.
—Me sentí matado por quienes creyeron que mis ideas eran absurdas —me dijo un día. Agachó la cabeza y me lo contó con ira y con tristeza. Y luego añadió—: Aunque siempre hay una voz que me dice tú puedes hacer algo más que estas tonterías, nunca volví a retomar los dibujos fantásticos.
*
Pablo Maldonado nació en Otavalo. A los nueve años pintó el cielo y el infierno, y puso una escalera que unía a los buenos con los malos. El cura de la escuela quedó tan contento que predijo para él el futuro de un artista.
Sus padres lo inscribieron en el Colegio de Artes Plásticas de San Antonio de Ibarra, donde después de presentar un cuadro, los estudiantes tenían que borrarlo para poder hacer el siguiente; donde usaban tablas o cartones para pintar. Un día, su compañero Efrén Donoso llegó a clases con un libro que había comprado en Quito: la obra de Salvador Dalí. Pablo sintió entonces un sobresalto.
—Me emocioné. Me identifiqué con esas locuras, esas cosas que parecían sueños. Me dije “yo también puedo”. Veía objetos flotando, perros volando y empecé a ensayar cuadros así.
Usaba unas libretas de papel periódico en las que el esfero funcionaba bien, e iba guardándolas en la caja de cartón que años después invadirían los ratones. Pintaba personas esclavizadas por máquinas, armas de guerra, edificios en llamas, carreteras con autos volando.
En la época del colegio están algunos de sus momentos más felices: a los profesores les encantaban esos dibujos; Solimar López, hija del vicerrector de ese entonces recuerda que su padre le solía hablar de él, le decía que era un alumno aplicado. Y él se convirtió en la gran promesa de su generación.
Pablo Maldonado se graduó feliz y con un sueño:
—Hacer historias fantasiosas, crear personajes fuera de foco. Como Dalí. Yo creía que en la universidad iba a ser un genio con las ideas que tenía. Pero cuando llegué, fue todo lo contrario.
*
La primera vez que vio un cuadro de Guayasamín pensó: “qué mal dibujadas esas manos, esa casa está chueca, sin perspectiva”; le sorprendía ver la figura humana dividida en cubos. “¿Así será de pintar?”. Veía las obras abstractas que tanto les gustaban a sus profesores y se preguntaba: “¿qué es eso?”.

Pablo llegó a la Facultad de Artes de la Universidad Central en diciembre de 1981. Llegó cargando esa caja de cartón llena de sus bocetos.
—Yo les mostraba mis dibujos y siempre me decían “esto está mal”.
En esa época los profesores podían ser carniceros. Exponían a sus alumnos frente a toda la clase y si alguien no se ajustaba al estricto molde que sobre el arte tenían, eran como el matarife de un camal, ese que tiene la estaca lista. Y no hubo un solo intento del Pablo Maldonado universitario que lograra complacerlos.
—Me decían que no debía usar pinturas de acríclico, que eran para publicidad, pero yo les explicaba que con eso se podían lograr buenos efectos. Me decían: esto en el arte no funciona y yo les preguntaba quién ha puesto reglas en el arte. ¿Qué pinto? ¿Qué hago? Estaba perdido.
Acenet Pacheco, su esposa, entró a la facultad cuando él empezaba su segundo año. Ella, que ya lo había estudiado en el colegio, le dijo que Guayasamín creó un lenguaje, que de eso se trata el arte. Le fue mostrando el cubismo. “Recuerdo que él sabía estar más en el taller de dibujo y yo le sabía ver. Era muy buen dibujante”, me dice ella. “Como los talleres eran unos galpones gigantes, solo separados por tableros, siempre trabajábamos juntos”, me dice él. No fue amor a primera vista, pero se hicieron novios ese mismo año. Era 1982.
—Si yo quería ser Dalí, mi esposa quería ser Picasso. A ella le gustan más las formas geométricas. Yo siempre fui más soñador.
La cuestión es que el Pablo Maldonado universitario no estaba dispuesto a darse por vencido (todavía). En su tercer año organizó su propia exposición como un acto de rebeldía; creyó que se venderían todos sus cuadros y que lo dejarían en paz. Pero de las cuarenta obras que expuso apenas vendió dos, y una de esas dos la compró un familiar.
—Ahí dije ya no más. Todas esas ideas las deseché, me sentía perdido. Hasta hoy.
Y Pablo pasó el resto de su carrera convertido en un zombi:
—La facultad le puede castrar intelectualmente a uno. Así que fui haciendo lo que la Academia me decía que hiciera: unos cuantos cuadros, simplemente porque había materias que cumplir.
*
Pablo se graduó en 1986 y Acenet en 1987; y ese mismo año, el 7 de marzo, se casaron. Pese a todo, Pablo compartía con ella un plan: dedicarían su tiempo a pintar cuadros con contenido filosófico, de crítica social. “Cuadros estéticos, pero con mensaje”.
Pero llegaron tarde. En esos años, la era de las galerías de la avenida Amazonas, en la que los grandes pintores hicieron fortunas —Guayasamín, Kingman, Endara Crow, Oswaldo Moreno—, estaba llegando a su fin; y las pocas que sobrevivían pretendían cobrar comisiones imposibles por exponer su trabajo. La que ganaba fuerza, en cambio, era la Asociación de Artistas Plásticos del Parque El Ejido, donde Pablo solía dibujar retratos los fines de semana para ayudarse con los gastos de la universidad. Ambos se hicieron miembros y ahí se fueron olvidando de la filosofía y la crítica social, porque en el parque tenían que pintar lo que más se vendía: paisajes, frutas, postales de la ciudad.
—Nos casamos chiros y el arte quedó olvidado por el deseo de sobrevivir.
Pablo llevaba su caja de cartón llena de bocetos en cada cambio de casa. La veía como un sueño, una especie de recordatorio. Y precisamente en ese momento sucedió lo de los ratones. Un día, le preguntaba a su esposa dónde estaba la caja, ella le contestó que allá, en ese rincón; y entonces vino el puñetazo:
—Eran diez libretas, cada una con unos cincuenta apuntes para cuadros que hice a lo largo de mi vida. Chuta, ¡la sorpresa! El cartón se desfondó y cayeron, como en una escena surrealista, solo los añicos. Los ratones lo pulverizaron todo.
Poco después aceptó un trabajo en una empresa en la que hacía ilustraciones para libros escolares, o sobre animales en peligro de extinción, o sobre las Galápagos. Y, aunque cada vez se alejaba más de lo que había planeado, fue el único momento de su vida en que sintió que le pagaban bien.
*
Era jueves y era 1997. El país vivía una crisis y, aunque nunca tuvieron hijos, en la casa de Pablo y su esposa la comida empezaba a faltar.
—Hacía cuadros, me pedían a crédito y no me pagaban. Venían incluso a devolver después de un tiempo; me decían no tengo cómo pagarle. Los cuadros en El Ejido no se vendían. ¡Estaba en la quiebra!
Ese jueves del 97 tomó todo el dinero que les quedaba, que le alcazaba para dos pasajes de bus: uno hacia el norte de Quito y otro de regreso a su casa, y apostó todo en una última jugada. Recordó que un amigo suyo, que pintaba retratos en un centro comercial, le había ofrecido compartir clientes. Se fue con ese rumbo, pero al llegar le contaron que su amigo ya no estaba.
Entró a escampar en otro centro comercial, el CCI, y aprovechó para preguntar. Una mujer muy amable le contestó que sí, que podría trabajar ahí, pero que regresara el lunes. Y él se puso a contar: para el lunes faltaban cuatro días, ¿qué comerían hasta entonces?
Y se le ocurrió una idea. Le dijo que quería comprobar primero si habría clientes para él. Y le pidió que le permitiera intentar ese día. Ella aceptó. Sin caballete, solo con una carpeta, hojas y un lápiz, se sentó y colocó un letrero que decía: Retratos. No acababa de ponerlo cuando llegó el primer cliente. Le cobró cinco mil sucres. Desde las tres de la tarde hasta las ocho de la noche hizo quince dibujos y ganó 75 mil sucres, cuando se hubiese contentado con diez mil.
—Cuando llegué a mi casa, mi esposa me dijo: cogerás un poquito nomás de sopa, y guardarás para mañana otro poquito. Así me dijo. Yo le contesté: no hay necesidad, aquí traigo compras. ¡Qué bestia, fue el día más feliz!
El retratista se volvió retratista.

*
Han construido esta casa durante treinta años y todavía no la terminan. Son cuatro pisos en obra gris que Pablo me muestra como si me la estuviera vendiendo. Gesticula emocionado, extiende las manos para indicarme las habitaciones vacías, donde irán los baños, los salones donde dictarán talleres de pintura, los de cerámica, los cálculos que ha hecho con tizas de colores sobre las paredes.
—Esta casa es, ¿cómo le digo?, un sueño dorado. Es nuestro sueño dorado.
Estamos en el barrio La Ecuatoriana, extremo sur de la ciudad. Desde el cuarto piso, donde se supone habrá una galería para sus obras, la vista es frondosa: a un lado el cerro Atacazo, verde. Al otro lado, la ciudad, la espalda de la Virgen del Panecillo, a lo lejos, como si fuese una pequeña figura de acción.
—Hace frío, ¿no?, pese al sol.
—Sí, hace friísimo, las orejas se congelan. Y eso que es verano, en invierno esto es el páramo mismo. (Se ríe mucho, mucho de verdad).
Cuando compraron el terreno ya existía la planta baja. El segundo piso lo construyeron entre un maestro albañil y la esposa de Pablo. Pero parte del tercero, el cuarto y la terraza, los construyeron los dos: Pablo y Acenet, mezclando el cemento, colocando bloques, enluciendo paredes. Los dos.
—Al principio, mi esposa me decía que, para estar viendo lo que el maestro hacía, mejor ayudaba también. Ella pasaba la arena, él mezclaba y enlucía; y ella fue aprendiendo. Para el tercer piso el maestro ya solo nos guiaba, luego se fue y seguimos nosotros.
Cuando comenzaron a construir, hace treinta años, el sector era el monte, ahora está poblado de casas construidas con la plata de los migrantes. Nunca pudieron hacer un préstamo, así que cada vez que han tenido algo de dinero, lo han invertido aquí. En estos cuatro pisos está el trabajo de todas sus vidas.
—A veces nos dicen mejor vendan eso y vivan bien, cómprense un carro.
Tiempo después, cuando les pregunté a ambos si creen que la van a terminar algún día, se miraron de frente, se rieron cómplices, como si se hubieran acordado de un chiste viejo y ella contestó: No sé.
*
El último sol de la tarde se sumerge por la ventana y enciende el taller con luz anaranjada. Sobre el escritorio lucen regados, sin orden alguno, lápices, pinceles, latas de pintura, estiletes, marcadores. Ahí está Pablo Maldonado, el retratista. Sobre su silla negra sin espaldar y un asiento cuyas rajaduras dejan ver la esponja.
Los cajones del escritorio están abiertos y ahí se asienta una tabla con la hoja en la que dibuja un rostro de mujer. Un rostro bello, de modelo, como esos que le encantan pintar, me confiesa con una risita timorata.
El retratista saca muchas carpetas de colores —el taller está repleto de cajas y carpetas de colores—. “Esto que usted ve aquí son proyectos”, dice. “Y este es el más grande proyecto secreto que tengo”. Me muestra un personaje que se llama Marcito y es un pez. Me cuenta que creó un cómic en cuyo final los humanos desaparecemos y las especies marinas pueden vuelven a habitar el planeta.
Y de entre todas esas carpetas saca algunas para probar una confesión que me había hecho días atrás: en sus ratos libres, ha vuelto a sus fantasías. Puedo ver unos labios saliendo de una copa, la Tierra enferma en un hospital, un carro con patas de tortuga, una niña durmiendo con su cabeza llena de celulares, árboles con metralletas en lugar de ramas.
—Hago esos bocetos mientras espero algún cliente y hasta yo mismo me río, me digo: qué chistoso me salió. Pero los veo de lejos, nomás, como algo que tal vez un día haré. O quizás no.
—¿Y por qué no? Ya no hay profesores que le digan que no.
—(Ríe nervioso). Yo mismo me digo que no.
*
Trabaja en la Plaza de las Américas desde 2004 y, por primera vez en todos estos años, por causa de la pandemia, se vio obligado a dejar de ir por unos meses. Durante ese tiempo, dejó pegado sobre el caballete un papel que decía: “Estimados clientes, será un gusto atender sus pedidos por mi WhatsApp y, si es necesario, entregarlos a domicilio. La atención en vivo será una vez que el semáforo esté en verde. Gracias por su comprensión”.
Ahora está yendo al menos tres días por semana y agradece que los clientes no hayan dejado de llegar. Esta noche de sábado Pablo trabaja en un retrato en vivo, que le toma media hora hacer. Está de nuevo en su ambiente: el caballete de madera iluminado por dos lámparas, él rodeado de sus dibujos y la cartuchera donde guarda sus materiales.
Dibuja el cabello y me cuenta que ya le dieron de alta en un tratamiento que tuvo que hacer en el hospital. Dibuja la boca y me cuenta que una vez un niño se cayó por jugar a la resbaladera en uno de los pasamanos que hay en el hall del centro comercial.
—A veces, cuando dibujo en vivo, los clientes no tienen paciencia, me dice. Una vez un señor me dijo: Ya tiene dibujado a lápiz, ahora me voy, repásele nomás. No, le dije, es que no es así. Toca estar viendo hasta el final. Un retrato es prácticamente una expresión de veinte o treinta minutos en un solo dibujo.
Cuando termina se asusta. El último bus que lo lleva a su casa pasa a las 20:00 y son las 19:33. En cinco minutos guarda las lámparas entre el caballete, mete todos sus materiales en su mochila y pone los dibujos en los que está trabajando en una especie de carpeta gigante hecha con dos hojas de tabla. El retratista se despide desde lejos, caminando apurado. Lo veo subir las gradas y al fondo veo la noche.