Por Diego Araujo Sánchez.
Edición 421 / Junio 2017.
Probablemente usted, como otros lectores, responderán que Faustino Lemus Rayo. Algunos pensarán en Juan Montalvo. Casi nadie desconoce en el Ecuador la exclamación que se pone en boca del escritor ambateño cuando supo que García Moreno había muerto: “¡Mi pluma lo mató!”. Sin embargo, aquello bien puede pasar por un alarde retórico, que se ajusta a la modalidad de la prosa panfletaria de la época, antes que por plena prueba de una autoría intelectual del asesinato. Cuando este acaece, Montalvo permanecía proscrito en Ipiales. Si bien pesaron sus escritos en el ánimo de quienes conspiraron contra el gobernante y lo atacaron junto a Faustino Rayo en el portal del Palacio de Gobierno el 6 de agosto de 1875 —el mismo Montalvo confesó que hubiera querido dar muerte al tirano como los jóvenes liberales que participaron en el magnicidio—, una indagación penal terminaría por excluir al escritor entre los autores del crimen. Desde enero de l875 se conoció en el país La dictadura perpetua, su opúsculo para refutar al diario panameño Star and Herald por la publicación de un artículo en el cual se pronunciaba a favor de la reelección del presidente ecuatoriano. Con la persuasiva retórica de su prosa, Montalvo traza un tenebroso panorama del despotismo y la tiranía garciana, señala algunos de los hechos más nefastos durante los últimos quince años en el país bajo el mando de García Moreno —sus fusilamientos y atropellos a las libertades, los tratos con Castilla y los intentos de entregar la patria a Francia bajo la figura de un protectorado, la preponderante influencia clerical—, y le reprocha haber vuelto imposible la revolución en el país, “matando a unos, expatriando a otros, envileciendo y entorpeciendo a los demás”. Frente a todo ello defiende el derecho a conspirar contra la tiranía. El Ecuador tiene ese derecho porque se ha convertido en un pueblo esclavo. En el mundo se admiran de que los ecuatorianos no conspiren contra el tirano, “que no lo echen a los perros hecho trizas”. Montalvo resume los sentimientos de odio e iracundia de los opositores a García Moreno y anticipa que “el tiranuelo que quiere ser dictador perpetuo (…) se ha de ir cuando menos acordemos y sin ruido: ha de dar dos piruetas en el aire y se ha de desvanecer, dejando un fuerte olor a azufre en torno suyo”.
Los conjurados
Esas explosivas páginas fueron leídas con fervor por un grupo de jóvenes liberales entre los que se cuentan tres que participaron junto a Rayo en la consumación material del magnicidio: Manuel Cornejo Astorga, Abelardo Moncayo y Roberto Andrade. Sin embargo, los grupos de los que conspiraban eran bastante más nutridos. El más numeroso quería deponer al gobernante; otro, más reducido, darle muerte a plena luz del día. Quien estuvo detrás de los dos grupos fue Manuel Polanco, que había apoyado los intentos de conspiración de su hermano, el coronel José Antonio Polanco. Los complotados, según Roberto Andrade, sumaban veinte. Y cada uno de ellos tenía muchos seguidores y estos eran desconocidos por los demás.
¿Quién mató a García Moreno? “La pregunta es, en cierto sentido, fácil de contestar”, responde el historiador Ayala Mora en el novedoso y apasionante libro García Moreno: su proyecto político y su muerte. Viejas cuestiones, nuevas miradas. “García Moreno fue asesinado a mediodía en el centro de la capital”, recuerda, y añade: “A Rayo y los jóvenes los vieron muchos. Pero desde el primer momento se discutió sobre si había otros complotados y autores intelectuales, o si quienes fueron sentenciados eran verdaderamente responsables. Ese debate ha durado más de cien años”.
La respuesta a la pregunta inicial y el juicio sobre García Moreno han estado condicionados por dos perspectivas opuestas: la de quienes lo elevan a los altares o la de quienes lo colocan en los quintos infiernos. García Moreno es un gran héroe de la patria, un forjador de la nación ecuatoriana, o un terrible tirano; es el “vengador y mártir del derecho cristiano”, como lo calificó el sacerdote redentorista francés Auguste Berthe, en la primera extensa biografía laudatoria que apareció en 1888 sobre García Moreno, o “El santo del patíbulo”, de acuerdo con Benjamín Carrión en el libro con ese título publicado en 1959.
La novedad del estudio de Ayala Mora radica en desbrozar el camino para salir del atolladero de aquella maniquea interpretación. La trama de la historia no solo se halla tejida por los actores individuales. Detrás de ellos confluyen fuerzas sociales en conflicto, intereses de grupos opuestos. El crimen contra García Moreno estuvo estrechamente vinculado al poder. En ese análisis halla Enrique Ayala el hilo conductor para dar su respuesta a la pregunta de quién mató a García Moreno.
Sin embargo, antes de seguir ese hilo de la mano del notable investigador de la historia, hay varias preguntas que se plantea cualquier lector profano en torno a la muerte de García Moreno.
Cherchez la femme
¿Cuál fue la motivación de Rayo para arremeter a machetazos con tanta furia contra García Moreno? Conocemos que se desempeñó como su colaborador y, en tal función, se le encomendó llevar a los presos políticos a la provincia del Napo. Cinco años antes del crimen, se le había designado gobernador. Allí entró en conflicto con los misioneros jesuitas, que lo acusaron de explotar económicamente a los indígenas, a quienes entregaba dinero a cambio de oro y otros bienes. El funcionario fue removido, retornó a Quito y perdió el derecho a entrar en Napo. Rayo se sintió perjudicado y se tornó enemigo acérrimo de García Moreno. Pero, ¿serían estas motivaciones suficientes para asesinar al presidente?
Otra explicación se difundió solo años después: Roberto Andrade asegura, en su Autobiografía de un perseguido, 1914, que, junto a otros proscritos ecuatorianos, escuchó en Lima de labios del hijo del encargado de Negocios de Francia en Quito, monsieur José de Lapierre, que su padre contaba que García Moreno se había enamorado de la esposa de Rayo y que, por ello, el presidente le había enviado al Oriente. “García Moreno intentó adulterar con la mujer de Rayo, pero no se consumó el acto”, afirma Andrade, que conoció a la señora Mercedes Carpio, “hermosa, sencilla e incorruptible”, según su testimonio.
Décadas más tarde hasta se llegó a propagar la sospecha de que Faustino Rayo Carpio era hijo de García Moreno; este último, ya en su vejez, en entrevista de prensa en los años cincuenta del siglo pasado, negó tal especie. Las fotos de uno y otro que se publicaron entonces —observa Ayala— no muestran parecido alguno, aunque antes se había asegurado lo contrario.
Si hubo alguna relación entre García Moreno y la esposa de Rayo, ¿por qué no se dijo palabra alguna sobre ello durante el juicio penal que se siguió por el asesinato? Por otro lado, tiene fuerza otro argumento que expone Ayala: “si el supuesto adúltero hubiera querido pasar con Mercedes Carpio sin molestias, hubiera hecho lo posible por mantener a Rayo en el Oriente y no lo contrario”. Quizás algún investigador actual debería efectuar unas pruebas de ADN para despejar cualquier duda, si todavía se conservan los restos de Rayo Carpio. Porque los de García Moreno fueron descubiertos en 1975 por Francisco Salazar Alvarado: el corazón en una columna de la capilla del Buen Pastor y los demás despojos en el presbiterio de la iglesia del monasterio de Santa Catalina, en donde habían permanecido escondidos desde 1883.
ESTÁNDARES DE LUCHA
Luchó contra lo que él consideraba el regalismo, el regionalismo, el militarismo, la anarquía, la incultura y el liberalismo ateo. Frenó la demagogia, incentivó la educación en todos los niveles de instrucción, construyó carreteras y reorganizó la hacienda pública. Suscribió un concordato con la Santa Sede en 1862, ratificado en 1863, comenzando de esta manera la reforma del clero.
Fuente: wikiwand.com
Otra mujer, muy poco conocida, tuvo una importancia mayor en el magnicidio. ¿Su nombre? Juana Terrazas. “En aquel tiempo tendría veinte años. Era alta y rozagante y no carecía de atractivos”, recuerda Andrade. Juana era amante de Abelardo Moncayo. Sin embargo, un militar de alta graduación —el comandante Francisco Sánchez— había puesto sus ojos en ella. La mujer sirvió de nexo entre los jóvenes complotados y Sánchez, a quien lo comprometió para la sublevación con el batallón Nº 1, sobre el que tenía segundo mando y estaba junto al Palacio de Gobierno. El requisito puesto por Sánchez era matar a García Moreno. Este militar traicionó a los jóvenes. ¿Los engañó solo para conseguir los favores de Juana Terrazas? ¿Obtuvo información de los conjurados para pasarla al Gobierno? ¿Lo hizo con conocimiento del general Francisco Javier Salazar, ministro de Guerra de García Moreno y político clave en estos años?
A confesión de parte…
Juana Terrazas tuvo conciencia de su importante papel en la muerte de García Moreno. Años después todavía lo confesaba orgullosa: “Yo lo hice todo con estas polleras y este cuerpo que se han de comer los gusanos”. Ayala Mora señala: “Era deseada por muchos y despreciada por la buena sociedad, a pesar de ser hermana de un canónigo. Pero al parecer tenía claras convicciones liberales, que no solo se expresaban en su vida ‘liviana’, sino en su acción política”.
Quien confesó paladinamente que la idea de matar a García Moreno era de él fue Roberto Andrade. Su testimonio final, recogido en la Autobiografía de un perseguido, es un documento de primera importancia sobre el tiranicidio.
Pese a confesar que la idea del asesinato fue suya y entregar la versión de su participación y los demás conjurados, Andrade enderezó su testimonio al comprobar que la mano oculta del asesinato fue la del general Salazar.
GARCÍA MORENO. SU PROYECTO POLÍTICO Y SU MUERTE.
POR ENRIQUE AYALA MORA.
Gabriel García Moreno (1821-1875) es, sin duda, el personaje más controversial de la historia ecuatoriana. En este libro el autor ofrece a los lectores una visión que es producto de su oficio de casi cuatro décadas como historiador profesional. Intenso y polémico, esta obra es una incitación al diálogo y al mejor conocimiento de nuestra historia.
Ayala Mora reúne tres momentos de sus estudios garcianos. El primero, “Gabriel García Moreno y la gestación del Estado nacional en el Ecuador”, es una explicación pionera del garcianismo con base en los métodos de la Nueva Historia. El segundo, “El asesinato de Gabriel García Moreno”, es una minuciosa y sorprendente reconstrucción histórica del crimen, recurriendo a nuevas fuentes documentales. El tercero, “García Moreno y su régimen en los nuevos estudios históricos”, es una pormenorizada evaluación bibliográfica que pone al lector al día sobre lo publicado acerca del personaje y su época.
García Moreno: su proyecto político y su muerte salda una deuda de la Nueva Historia con una de las figuras claves de la nación ecuatoriana, sobre la cual no aspira a decir la última palabra, sino alentar nuevas preguntas y respuestas.
Extracto del artículo online de uasb.edu.ec/ contenido?Enrique-Ayala-Mora.
Los dos quizás
Hay una contradicción radical en el período garciano que, con mucha exactitud, lo resumen Marie-Danielle Demélas e Yves Saint-Geours, en su libro Jerusalén y Babilonia. Religión y política en el Ecuador 1780-1880: “Por más ligado que esté a la oligarquía conservadora, García mina las bases políticas y (…) económicas. Además, la razón de Estado, el ahondamiento de los métodos de terror y la puesta en vereda al clero, a fin de cuentas, no pudieron sino coligar descontentos dispares que condujeron a una conjura”. En este contexto, Enrique Ayala halla el hilo clave para dar su respuesta: “Salazar fue una de las figuras más notables del siglo XIX. Y si la idea de matar a García Moreno vino desde los círculos del poder, quien tenía la talla y los arrestos para mentalizar la desaparición era él (…). En 1860 García Moreno había sido el hombre necesario de la alianza oligárquica, cuando había cumplido su papel y se volvía incómodo, debía ser puesto de lado”.
Otro hecho jamás aclarado con certeza es el de quién decidió la muerte de Rayo: ni siquiera se enjuició al que la dio. Después del furibundo ataque a machetazos contra García Moreno, el asesino, que había resultado lesionado por una de las balas de las manos inexpertas de los jóvenes que dispararon contra el mandatario, se dirige en dirección hacia la pila que entonces se hallaba en donde hoy se levanta el monumento a la Independencia. Pese a que se escuchan los disparos y se pasa la voz de que han asesinado a García Moreno, los guardias no acuden de inmediato. El general Salazar confiesa que oyó los tiros, salió hacia la plaza y escuchó que habían matado al presidente; pero en lugar de ir al lugar y ordenar que fueran soldados hacia allá, piensa que está en marcha una sublevación y se dirige al cuartel a pocos pasos del Palacio para arengar a los soldados y asegurar la adhesión militar al régimen. Tras la sospechosa demora inicial, el oficial de guardia del Palacio envía a un grupo hacia el lugar, pero llevan armas sin municiones. Sin embargo, a punta de bayonetas doblegan a Rayo y lo apresan. Cuando lo llevan hacia el cuartel, llega el cabo Manuel López, al que se le ha ordenado cargar su arma, le señalan al asesino, pide a los guardias abrir paso y de un disparo a corta distancia mata a Faustino Rayo. Roberto Andrade asegura que la orden provino del general Salazar. Y en su libro se empeña en probar que el ministro de la Guerra buscó deshacerse de quienes podían dar testimonio contra él. Supuestamente el general estaba detrás de la acción del asesino y actuaba en connivencia con el comandante Sánchez. El primero del que se deshizo es del capitán Gregorio Campuzano, amigo y confidente de Rayo, al que un tribunal militar condenó a muerte el 9 de agosto. Después, fue fusilado Manuel Cornejo. Polanco se salvó de la pena máxima, pero fue sentenciado a diez años de cárcel. Moncayo y Andrade vivieron muchos años prófugos y solo se cerraron sus causas penales con el triunfo de la Revolución liberal.
El historiador Wilfrido Loor, en el estudio más amplio sobre el tema, García Moreno y sus asesinos, llega a confesar lo siguiente: “En nosotros existe por lo menos la duda sobre la culpabilidad de Salazar en el crimen del 6 de agosto”. Y Ayala Mora concluye: “Por mi parte, habiendo analizado con detenimiento el tema, me parece que el encubrimiento de Salazar a Sánchez es evidente. Y eso da pie para pensar que también pudo ser responsable del crimen”. Sin embargo, a quien lea las cartas de García Moreno a Salazar, que muestran una relación tan próxima y de tanta confianza entre los dos, se le hará difícil aceptar esa conclusión.
Otras sospechas recaen sobre la masonería. La versión de la participación de las logias masónicas en el asesinato tiene como antecedente las palabras del propio García Moreno, cuando escribe al papa Pío Nono una misiva pocos días antes del 6 de agosto, en la que le dice: “Hoy las logias de los países vecinos, instigadas por Alemania, vomitan contra mí toda clase de injurias atroces y de terribles calumnias, procurando secretamente los medios de asesinarme, tengo más que nunca la necesidad de la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra santa Religión y de esta querida República cuyo gobierno Dios me ha confiado”.
Ayala observa que probablemente las logias masónicas, que conocían el talante ideológico de García Moreno y lo combatieron, estuvieran complacidas de su muerte, pero que aquello no prueba que maquinaran y financiaran el asesinato.
Roberto Andrade niega que la masonería haya tenido algún papel en el magnicidio: argumenta que muy poco conocían de ella en el país y que entre los jóvenes de su generación nombrar a los masones era mencionar al diablo. Sin embargo, ¿por qué creer a Andrade y no a García Moreno? ¿No es interesada y sospechosa su vehemencia en negar la participación masónica? Cuando Polanco les menciona a los jóvenes complotados que contarían con un apoyo de pastusos para la conjura, Andrade lo rechaza: consideraba una afrenta una participación extranjera. La nobleza que él invoca para el tiranicidio se venía con mayor razón al suelo al evidenciarse una intervención de las logias masónicas desde el exterior.
Para Wilfrido Loor, la masonería instigó y financió el crimen y este historiador da por hecho el funcionamiento de un grupo masónico en Quito, en el que habría participado Manuel Polanco. Sin embargo, Ayala, con ironía, apunta que Loor solo llega a afirmar que tiene la “casi certeza” de que “quizá” la masonería mató a García Moreno. Sí, es cierto aquello, pero no creo que debe desecharse esa posibilidad bajo el argumento de que se trata de una tesis esgrimida por los conservadores para glorificar al mandatario asesinado. ¿No había también detrás de la expansión de la masonería los intereses de grupos que se disputaban el poder?
El propio Enrique Ayala, que tanto aporta a desentrañar los entresijos del crimen con esa mirada nueva al considerar que el magnicidio fue una idea urdida por los círculos del poder, también concluye con otra incertidumbre: “Quizá sus partidarios llegaron a pensar que García Moreno había cumplido su misión y había que sacarlo del poder”. A pesar de que su “Memoria del gran tiranicidio” es un estudio imprescindible para conocer y explicar con coherencia el asesinato de García Moreno, quedan todavía muchas oscuridades y dudas para dar una respuesta sobre quién mató a este personaje extraordinario de la historia ecuatoriana.