Edición 427 – diciembre 2017.

“Manana, la protagonista, está harta y decide irse a vivir sola. A todos les resulta incomprensible tal decisión por lo que todos buscan el drama, la ofensa que haya podido motivarla… y no, se trata simplemente de que esta señora, profesora de instituto, que se casó joven y lleva toda su vida viviendo en comunidad, desea ir a su aire y a su ritmo, estar, por fin, en medio de su silencio o su música, crearse sus propios ritos, comer lo que quiera y cuando quiera, sembrar sus tomates, si le da por ahí”.
Es la referencia que hace Pilar Aguilar, crítica de cine, escritora y feminista española, en su blog, el 17 de agosto pasado, de la película My Happy Family, un filme georgiano estrenado en julio de este año y dirigido por Nana Ekvtimishvili y Simon Groß, y uno de los tres que la autora del espacio digital recomienda a sus seguidores en este post por sus componentes distintivos: “Mujeres protagonistas, mujeres diversas, historias inteligentes”, según lo titula.
Ejemplos de cambios aparentemente tan simples como comer lo que quieran o cuando quieran que actualmente experimentan miles de mujeres reales —o ficticias como Manana, reflejo de lo real posible—, que se traducen en el uso de su libre albedrío y consecuencia de la disrupción en la forma de mirarse a sí mismas por una parte de la población de este género.
Es, también, parte de la cosecha del proceso de siglos que ha sido la historia del feminismo, uno de los temas globales protagonistas en este 2017.
Este año, tan pronto inició, registró la movilización de cientos de miles de mujeres que alzaron su voz frente a la herencia que había dejado 2016: ciertos avances en las estadísticas por la equidad de género, más mujeres en puestos de poder, y, al mismo tiempo, el sexismo que triunfa en la campaña electoral de un país como Estados Unidos.
El colegio electoral —que no la mayoría de electores— había concedido el triunfo a Donald Trump, un empresario republicano que ante los casos de acoso sexual denunciados en el ejército de su país ha preguntado: “¿Qué otra cosa esperaban, si mezclaron a los hombres con las mujeres?”. Que ha dicho que “las mujeres son, en esencia, objetos estéticamente agradables”. O que uno de los momentos del cine que más le emociona es cuando en el filme Pulp Fiction, de Quentin Tarantino (1994), uno de los personajes obliga a otro a callar a su mujer a punta de pistola.
Una situación binaria, aparentemente desconcertante; o, desde otra perspectiva, absolutamente predecible: ante el terreno ganado por las mujeres, surge un gobernante con un pensamiento que, por sus posturas frente a temas de derechos humanos, es considerado por no pocos como una “amenaza a los derechos de las mujeres”.
Esa idea, ese temor, motivó la gran movilización que significó la marcha del 21 de enero, al día siguiente de la posesión de quien se constituyó en el 45ª presidente estadounidense, que convocó a medio millón de personas —también hombres— en Washington, y a decenas de miles en Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Boston o Atlanta; así como en Europa (Berlín o Londres), y de otros continentes (Sídney o Ciudad del Cabo). Una revolución, según la llamaron algunas de las convocantes y participantes de la Marcha de las Mujeres que empezó a fraguarse modestamente por una convocatoria en Facebook.
La intención de la Marcha de Mujeres fue enviar el mensaje a Trump y al Congreso estadounidense —controlado en las dos cámaras por su Partido Republicano— de que los derechos de las mujeres y de los grupos sociales minoritarios deben ser respetados.

Angela Davis, activista de los derechos humanos, dijo en uno de los discursos que se pronunciaron ese día en el National Mall de la capital estadounidense, que “la historia —la de la lucha de las mujeres y otros grupos históricamente discriminados— no se puede borrar como las páginas web” —en alusión a la desaparición de la versión en español, y de las referencias al cambio climático y la comunidad Lgtbi, del sitio en Internet de la Casa Blanca tras la llegada del republicano— y recalcó que las personas ahí movilizadas estaban “conscientes de ser agentes colectivos de la historia”.
La historia del feminismo —la ideología que defiende que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres, según la definición de la Real Academia de la Lengua Española— encuentra sus inicios en torno a la Revolución francesa (1789), en aquel momento identificado como un hito en la historia de los derechos humanos y la democracia, que planteó como objetivo central la consecución de la igualdad jurídica y de las libertades y derechos políticos.
Un hecho fundamental con una gran contradicción, una que marcó la lucha del primer feminismo: las libertades, los derechos y la igualdad jurídica que habían sido las grandes conquistas de las revoluciones liberales no incluyeron a la mujer.
En 1791 Olimpia de Gouges (1748-1793), escritora y filósofa francesa, denunció que la revolución había olvidado a las mujeres en su proyecto igualitario y liberador. Su pronunciamiento no tuvo mucho eco socialmente, pero fue la razón por la que los revolucionarios la llevaron a la guillotina. Ella demandaba libertad, la igualdad de derechos políticos; especialmente, el derecho al voto para las de su género.
Y fue también en este contexto que la inglesa Mary Wollstonecraft, quien logró abrirse espacio en Londres como escritora y filósofa —algo inusual para la época—, escribió la obra Vindicación de los Derechos de la Mujer (1792), primer clásico del feminismo, en la que condenó la educación que se daba a las mujeres porque las hacía “más artificiales y débiles de carácter de lo que de otra forma podrían haber sido” y porque deformaba sus valores con “nociones equivocadas de la excelencia femenina”.
Años antes, en 1743, el marqués Nicolás de Condorcet, uno de los ilustrados franceses que elaboraron el programa ideológico de la Revolución, había reclamado el reconocimiento del papel social de la mujer en su obra Bosquejo de una tabla histórica de los progresos del Espíritu Humano (1743).
Estos planteamientos, estos intentos de ganar el espacio y los derechos negados por siglos, en Francia, por ejemplo, tuvieron una respuesta en el Código Civil napoleónico de 1804, que recogió los avances sociales de la revolución y negó a las mujeres los derechos civiles reconocidos para los hombres e impuso leyes en las que se definió al hogar ámbito exclusivo de las mujeres; se instituyó un derecho civil en el cual las mujeres eran consideradas menores de edad, esto es, hijas o madres en poder de sus padres, esposos e incluso hijos; y se fijaron delitos específicos como el adulterio o el aborto.
Fue a lo largo del siglo XX cuando ocurrieron los grandes cambios. La mayoría de las legislaciones de los países otorgó el derecho al voto femenino que se había dado por primera vez, a todas las mujeres sin excepción, en Nueva Zelanda, en 1893 —el Ecuador fue el primero en Latinoamérica, en 1929—. Y en la década de los sesenta se activó el quehacer de los movimientos feministas.
En este 2017, Naciones Unidas, al diagnosticar las condiciones de la igualdad de género en el mundo, da cuenta de que la realidad de las mujeres que vivieron sometidas al Código Civil napoleónico no dista mucho de lo que experimentan millones actualmente: el promedio de tiempo dedicado a los cuidados asistenciales y el trabajo doméstico no remunerados supera con creces el triple para las mujeres que para los hombres y los datos disponibles indican que el tiempo que se dedica a tareas domésticas es la causa de una proporción elevada de la brecha entre los géneros en el trabajo no remunerado.
Son datos de la evaluación de los progresos en el cumplimiento del Objetivo 5 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, fijados globalmente para el año 2030 que es “lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas”.
Pero también en este 2017 se registró un hito en la historia del feminismo durante la celebración del Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo: Islandia se convirtió en el primer país del mundo en prohibir la brecha salarial entre hombres y mujeres.
Este país, que ocupa el primer lugar en el ranking mundial de igualdad de género, decidió obligar a sus compañías a demostrar que paga los mismos salarios a sus empleados con independencia de su género, su etnia, su condición sexual o su nacionalidad.
Un hito aún muy lejano en la mayoría de países. Estadísticas del Fondo Monetario Internacional (FMI) que evalúan las condiciones de la igualdad de género en el mundo dan cuenta de que solo en 84 de los 192 países que integran Naciones Unidas se permite a las mujeres realizar el mismo trabajo que los hombres, que en 76 hay legislación sobre igualdad de remuneración por trabajo de igual valor y que únicamente 72 tienen legislación sobre igualdad de oportunidades en prácticas de contratación.
“Hemos observado un avance significativo en la reducción de las disparidades de género en las últimas dos décadas, especialmente en los ámbitos de la educación y la salud. Sin embargo, persisten algunas brechas cruciales: las mujeres tienen un acceso limitado a las oportunidades económicas, y su capacidad de tomar decisiones acerca de sus vidas y actuar en consecuencia —su capacidad de acción y decisión— está restringida en muchos aspectos”, se concluye en el documento del FMI que analiza el terreno ganado por las mujeres.
Y el último Informe Mujer, Empresa y el Derecho del Banco Mundial (2016) identifica varias limitaciones que tienen las mujeres casadas en las economías de determinados países frente a los derechos que tienen los hombres casados, entre esas, el que en 32 países, las mujeres casadas no pueden solicitar un pasaporte, que en treinta no pueden ser jefas de hogar ni elegir dónde vivir, en dieciocho no pueden obtener un empleo sin permiso—entre ellos Bolivia—, en diez no pueden obtener un documento de identidad, o que en dos no pueden abrir una cuenta bancaria —República Democrática del Congo y Níger— o firmar contratos —República Democrática del Congo y Guinea Ecuatorial—.
Desconocer los logros de las mujeres es una forma contemporánea de anularla —consciente o inconsciente— y es una práctica que alcanza también a los países desarrollados.
A manera de Condorcet del siglo XXI, el tenista británico Andy Murray —quien ha sido, sin proponérselo, un aliado del movimiento feminista— este año, en julio, entonces número uno del mundo, durante una rueda de prensa, aún cabizbajo tras una derrota en los cuartos de final en Wimbledon, corrigió a un periodista que le planteó que su oponente, Sam Querrey “es el primer tenista estadounidense en alcanzar las semifinales de un Grand Slam desde 2009”. Él aclaró: “tenista hombre”.
La intervención de Murray sirvió para corregir lo que se consideró un desliz sexista debido a que en la formulación de la pregunta no se tomó en cuenta el éxito de las tenistas estadounidenses Serena y Venus Williams. La primera ha ganado trece Grand Slams y Venus estaba en la final de Wimbledon cuando ocurrió el incidente.
“¿Me he convertido en feminista? Bueno, si ser feminista es sobre la lucha para que las mujeres sean tratadas como hombres, entonces sí, supongo que lo soy”, dijo quien fue el primer jugador del más alto nivel en tener como entrenadora a una mujer, la excampeona francesa Amélie Mauresmo.
La revista estadounidense Times celebró los logros de 46 mujeres en la lucha por la igualdad y presentó en septiembre un especial digital

denominado Pioneras (Firsts), en el que detalla la trayectoria de quienes lograron romper barreras y “el cielo de cristal”, como se conoce a las limitaciones de esta parte de la población en las actividades económicas. Existen mujeres pioneras en la ciencia, en la biología, en las matemáticas y en otras materias que han aportado importantes avances y que incluso cambiaron el rumbo de la historia; pero a la mayoría de ellas el mundo no las conoce.

Las discusiones sobre el feminismo en 2017 también vinieron de la mano del estreno de una película basada en un cómic de superhéroes: La Mujer Maravilla, de DC Comics, que ha hecho historia como la más taquillera (800 millones de dólares hasta agosto), dirigida por una mujer, Patty Jenkins, logrando, además, el respaldo de la crítica. Y es, también, uno que pone a una mujer como protagonista y heroína, algo poco común en este tipo de películas.
El debate surgió tras expresiones como las del galardonado director James Cameron, quien dijo en una entrevista que el personaje protagónico de Mujer Maravilla representa “un paso atrás para los roles femeninos” y que era, además, un “ícono objetivizado”. Ante tal aseveración Patty Jenkins, respondió en su cuenta de Twitter que “Cameron es incapaz de entender qué es Wonder Woman… eso no es sorprendente, pues aunque es un gran director, no es una mujer”.
La argumentación de la cineasta también cuestionó las palabras de Cameron que refirió a Sarah Connor, de su filme Terminator, como ejemplo de la mujer “fuerte” y alejada de los “íconos de belleza” que según él deberían sobresalir en Hollywood.
En la 70 edición del Festival de Cannes de cine, que se desarrolló en mayo, las integrantes del jurado también lanzaron un alegato en favor de una mayor presencia femenina en la industria cinematográfica con la intención de que el cine sea un reflejo de la sociedad actual. “Nos estamos perdiendo muchas historias”, lamentó la directora, guionista y productora alemana Maren Ade, para quien que el negocio sea tan predominantemente masculino hace tener la sensación de que no es un mundo para las mujeres.
Y fue el protagonismo de las mujeres lo que también se defendió en el glamuroso y acaudalado foro de la entrega de los Premios Emmy, el 19 de septiembre pasado.

Reese Witherspoon, una de las actrices y productoras de la miniserie Big Little Lies —que junto con Nicole Kidman ganó el premio a mejor producción—, dijo al recibir el galardón: “Pongan a las mujeres al frente de sus propias historias y dejen que sean las heroínas”.
Mientras que Nicole Kidman, que ganó el premio como mejor actriz de reparto en esta miniserie que aborda la vida de unas madres burguesas y los secretos que esconden sus vidas llenas de lujo, habló de la violencia de género: “Hemos puesto bajo el foco la violencia contra las mujeres en el hogar. Es una enfermedad complicada y traicionera, que existe mucho más allá de lo que nos permitimos ver. Llena de vergüenza y secretismo, y con este premio lo sacamos a la luz todavía más”.
La violencia de género ha sido el motor de múltiples manifestaciones y expresiones relacionadas con el movimiento feminista en este año en un mundo en el que, según datos de Naciones Unidas, el 19% de las mujeres de entre 15 y 49 años de edad dijeron que habían experimentado violencia física o sexual, o ambas, a manos de su pareja en los doce meses anteriores, al ser preguntadas sobre este asunto.
“¿Me he convertido en feminista? (…) supongo que lo soy”
Andy Murray no levantó la voz, no cambió la faz triste de su rostro ni ondeó una bandera activista, pero su reacción sirvió para exponer un problema que sigue existiendo en el tenis y en el deporte en general: la desigualdad de género.
El hecho ocurrió durante la rueda de prensa posterior al partido, cuando el periodista cuestionó a Murray sobre el hecho que Querrey “es el primer tenista estadounidense en alcanzar las semifinales de un Grand Slam desde 2009”.
“Tenista hombre”, interrumpió el número uno del mundo.
También este año se celebró, por ejemplo, el que entre las reglas que rigieron el cese del fuego y de las hostilidades para el Acuerdo de Paz en Colombia, las partes se comprometieran a no “ejecutar actos de violencia o cualquier amenaza que ponga en riesgo la vida y la integridad personal contra la población civil, especialmente aquellos por razón de género”. Y se considera un logro el que, por el Acuerdo, no se hayan presentado “tantos abusos sexuales”.

El año pasado empezó a tomar cuerpo la expresión digital #NiUnaMenos en rechazo a los feminicidios que se multiplican en el mundo. Cecilia Griffa, cantante argentina, difundió en junio, en YouTube, el video de su tema Nos Queremos Fuertes, que lleva ya 21 750 vistas y que dice en su primera parte:
“Me duele en el cuerpo ser ya tantas menos, la bronca me brota por fuera, la rabia me ahoga por dentro. No quiero quedarme callada, aunque el silencio insiste, al patriarcado le convengo temerosa y triste. Basta de matarnos, no somos objetos, no son propietarios de nuestros cuerpos. Nos creen propiedades, siento su desprecio, piensan que pueden ponernos un precio. Nos tratan de putas, de brujas, de locas; nos violan, nos echan la culpa, nos quieren hacer callar la boca. Me duele que sea una cada veinte horas, me duele porque esa una somos todas”.
Una canción que nace, dice su autora, de la bronca porque están matando a las mujeres, pero también que crece con la confianza y la esperanza en el encuentro, y en que son muchas voces diciendo lo mismo: que están juntas, acompañadas y “que el mundo se puede cambiar”.