Por Ángela Meléndez.
Edición 451 – diciembre 2019.
A todos nos ha pasado. Escuchamos una canción y, de repente, se nos eriza la piel. Puede ser una melodía conocida o una nueva, el efecto es el mismo: un escalofrío recorre la piel y hasta dan ganas de llorar.
¿Por qué la música tiene ese efecto? Mucho se ha estudiado al respecto y hoy existen algunas claves para entender cómo y por qué nuestro cuerpo y cerebro reaccionan ante estímulos musicales.
Primero hay que entender que existe escasa evidencia de que otras especies tengan la “maquinaria mental” para decodificar la música de la manera en que los humanos lo hacen, o para disfrutar de ella, pues este ejercicio involucra a regiones del cerebro de “orden superior” más evolucionadas en los humanos.
Es decir, el deleite de la música está reservado para la especie humana. Y así lo ha comprobado Robert Zatorre, el neurocientífico argentino radicado en Canadá, cuyo trabajo se enfoca en la cognición auditiva con especial énfasis en dos habilidades complejas y característicamente humanas: el habla y la música.
En su texto De la percepción al placer: la música y sus sustratos neuronales, Zatorre explica que “los seres humanos utilizamos el sonido para comunicar representaciones cognitivas y estados internos, incluyendo la emoción”, por lo que tanto el habla como la música “constituyen señales específicas de la especie”.
Con esto claro, ¿por qué una canción nos puede hacer llorar? Recientes investigaciones de Zatorre en la Universidad McGill, en Montreal, mostraron que las respuestas emocionales fuertes a la música liberan dopamina en el núcleo accumbens del cerebro, al que se le atribuye una función importante en el placer, incluyendo la risa y la recompensa.
Esa liberación de dopamina genera en la persona emociones similares a las de la comida o el sexo. Todo ello relacionado con las expectativas que genera la música sobre el individuo incluso antes de ser escuchada, pues su poder evocador proviene de la capacidad de generar, provocar, sorprender e incluso traicionar las expectativas del oyente.
En otras palabras, hay emoción cuando las expectativas se cumplen y el siguiente tono de la melodía es precisamente el que nuestro cerebro esperaba, pero lo mismo ocurre cuando la melodía cambia abruptamente, con lo que “las lágrimas que asociamos al placer de una profunda experiencia musical pueden ser causadas al estimular nuestro sistema nervioso y al excitar, frustrar y satisfacer nuestras expectativas”, afirma el profesor John Sloboda, de la Universidad de Keele (Inglaterra), quien experimentó con 83 personas haciéndoles escuchar pasajes musicales y preguntándoles sobre sus emociones.
Sloboda concluyó que las lágrimas eran provocadas sobre todo por las variaciones melódicas, o notas de gracia, es decir, “cuando una nota por encima o por debajo del tono principal que la precede crea una cierta tensión, que luego es liberada al sonar el tono principal”. Esto significa que las respuestas emocionales son causadas “por confirmaciones y violaciones de las expectativas de quien escucha: cuando esperamos que la melodía vuelva a la tónica, tanto el retraso como su efectiva llegada producen una respuesta emocional”.
Además, esto demuestra que únicamente los humanos somos capaces de entender el valor conceptual de un elemento abstracto como la música, pues los experimentos revelan una relación directa entre los índices objetivos de la excitación y los sentimientos subjetivos de placer.
Lo anterior quiere decir que la música es percibida por el cerebro como una recompensa, a pesar de no ser una necesidad biológica, y ahí reside precisamente su magia porque, además, tiene otros efectos corporales como la mejora del ritmo cardiaco, de la respiración o la temperatura.
Por otro lado, tiene relación con la psiquis humana y los recuerdos que almacenamos en nuestra mente por años de años, tanto así que una melodía devuelve emociones pasadas y trae de vuelta en apenas unos segundos a un primer amor, las fiestas de la adolescencia o la primera vez que nos rompieron el corazón.
La profesora Elizabeth Margulis, directora del Laboratorio de Cognición de Música de la Universidad de Arkansas, da cuenta en el estudio “On repeat: how music plays in the mind” (“Cómo la música juega en la mente”) de que ese fenómeno emocional se produce, además, por la repetición, no solo como referencia al número de veces que escuchamos una misma canción, sino a la estructura reiterativa de la música, lo que le permite al cerebro adelantarse a lo que viene y alcanzar los niveles de satisfacción mencionados, que se revelan al escuchar la Quinta Sinfonía de Beethoven, un pasillo de Julio Jaramillo, el himno nacional o incluso —espero que no— un reguetón.