¿Qué será de Alemania (y de Europa) sin Angela Merkel?

Edición 444 – mayo 2019.

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Merkel se va en medio del ‘brexit’, la ofensiva rusa y la masiva arremetida.

Cuando fue elegida presidenta de la Unión Demócrata Cristiana, el 10 de abril de 2000, su ubicación parecía ser nada más que una solución de emergencia, aplicada al apuro y muy de paso, para que su partido saliera del bache en el que había caído por unas denuncias sobre financiamiento electoral ilegal. Su-perada la crisis, alguien con mayor peso y mejor proyección tomaría su lugar para emprender la reconquista del poder. Pero diecinueve años más tarde, después de haber gobernado Alemania cuatro períodos consecutivos y de haberse erigido en la figura central de la política europea, Angela Merkel se apresta a retirar de la vida pública dejando tras de sí una incertidumbre capital: ¿qué será de su país (y de toda Europa) cuando ella se haya ido?

Se irá, si antes no hubiera elecciones anticipadas (que no están previstas, aunque son muy probables), en marzo de 2021, al terminar su mandato actual. Pero, alemanes al fin, previsores y prudentes, su transición ya está en marcha para tratar de que el vacío político no sea excesivo: sus camaradas democratacristianos eligieron ya a su sucesora en la dirección del partido: es Annegret Kramp-Karrenbauer, a quien promovió —por supuesto— Angela Merkel. Y el relevo ordenado y silencioso también está siendo organizado en todos los niveles, con meticulosidad y anticipación. La meta es que nada quede librado al azar.

Sí, nada quedará librado al azar, a pesar de lo cual nadie tiene certezas sobre el futuro político alemán: ¿perdurará la coalición de gobierno con la Socialdemocracia?, ¿la Democracia Cristiana se moverá del centro a la derecha para quitarles espacio a las corrientes nacionalistas y populistas que arremeten por ese lado?, ¿se beneficiará la extrema derecha del vacío político que causará el alejamiento de Merkel? y, sobre todo, ¿podrá Alemania mantener la iniciativa y el empuje que la convirtieron en la mayor potencia econó-mica continental, motor y guía de la integración europea?

Entre sus propios socios de la Unión Europea, donde el predominio alemán y el estilo áspero de su canciller no siempre fueron aceptados con entusiasmo, hay líderes dispuestos a aprovechar la salida de Merkel para romper algunas de las políticas comunitarias en vigencia. Como, por ejemplo, la política de cuotas forzosas para la recepción de refugiados. Entre esos líderes están el austríaco Sebastian Kurz, el húngaro Viktor Orbán, el italiano Matteo Salvini y (aunque no preside el gobierno ejerce el poder verdadero) el polaco Jaroslaw Kaczynski. ¿Podrá y querrá quien reemplace a Merkel preservar el orden y la disciplina comunitarios? Y es que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, no podrá hacerlo solo.

Merkel conversa con Barack Obama tras una sesión de la cumbre del G7 en el 2015.
Merkel conversa con Barack Obama tras una sesión de la cumbre del G7 en el 2015.
Merkel da la bienvenida al presidente francés, Emmanuel Macron, en el Fórum Humboldt, en el Berlin Palace, en el 2018.
Merkel da la bienvenida al presidente francés, Emmanuel Macron, en el Fórum Humboldt, en el Berlin Palace, en el 2018.

Una joven comunista

Hija de un pastor luterano y de una profesora de latín, Angela (cuyo segundo nombre es Dorothea y su apellido paterno es Kasner) fue en sus años de estudiante una militante activa, aunque según parece no muy convencida, de la Juventud Libre Alemana, la organización juvenil de los comunistas orientales. Por entonces, años setenta del siglo anterior, su país estaba dividido en dos: la República Federal de Alemania, democrática y capitalista, apoyada por los Estados Unidos y los aliados occidentales, y la República Democrática Alemana, autoritaria y socialista, sostenida por la Unión Soviética y el bloque oriental. Era un legado, acaso el más visible, del desenlace de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría que había estallado en 1949.

Nunca quedaron bien aclarados los motivos por los que se afilió a la Juventud Comunista. Sus explicaciones fueron escasas y difusas. Ella había nacido en 1954 en Hamburgo, Alemania Occidental, pero al poco tiempo su padre fue asignado a una parroquia en Templin, ochenta kilómetros al norte de Berlín, en Alemania Oriental. Y allí Angela creció, se educó, se graduó de doctora en Física, se casó y se divorció. Y también allí descubrió su vocación política. Pero, viviendo en el lado socialista, no tenía opciones: o se afiliaba a la Juventud Comunista o se olvidaba de la política. Y se afilió. Lo cual ocurrió cuando ya todo el mundo socialista, con la Unión Soviética por delante, crujía por los cuatro puntos cardinales, afectado por una crisis económica, política y social irremediable.

Cuando el mundo socialista colapsó, hundido por el peso de su fracaso, Angela Merkel (que había conservado el apellido de su marido) ya estaba alineada con las fuerzas democráticas que propiciaban la incorporación de Alemania Oriental en la República Federal, adoptando a plenitud su modelo de democracia representativa y economía de mercado. Participó, todavía en roles subalternos, en el último gobierno de Alemania Oriental, encabezado por Lothar de Maiziere, quien, cuando la reunificación alemana se concretó, en octubre de 1990, ingresó con su gente en la Unión Demócrata Cristiana. Merkel se encontró, así, vinculada al partido que gobernaba Alemania, por el que dos meses más tarde, en diciembre de 1990, fue elegida diputada federal. Un año después, en enero de 1991, fue designada ministra de la Mujer y la Juventud. De ahí en adelante su ascenso político fue meteórico.

Pero cuando le encargaron las riendas de su partido, en plena crisis de abril del año 2000, la sospecha generalizada era que ese encargo sería corto, hasta salir del bache, para que después asumiera el liderazgo democratacristiano un político de mayor significación y con mejores expectativas electorales. Merkel no compartía esos planes. Moviéndose con arrojo y talento, puso el partido bajo su control y en las elecciones de noviembre de 2005 fue la candidata a la jefatura del gobierno alemán. Y, contra todos los pronósticos, ganó. Después fue elegida tres veces más, hasta que a finales de 2018 anunció que dejaba de inmediato el liderazgo de su partido y que se retirará del gobierno y de la política cuando concluya su cuarto mandato como canciller federal, en 2021.

Cuando era ministra de Medio Ambiente de Alemania, habla con el excanciller Helmut Kohl durante un debate en el Parlamento, 1995.
Cuando era ministra de Medio Ambiente de Alemania, habla con el excanciller Helmut Kohl durante un debate en el Parlamento, 1995.
Angela Merkel, junto al entonces presidente del partido, Wolfgang Schäuble, tras un discurso en una convención del partido, 2000.
Angela Merkel, junto al entonces presidente del partido, Wolfgang Schäuble, tras un discurso en una convención del partido, 2000.

Una economía robusta

Nadie descarta, por cierto, que Angela Merkel se vaya, o tenga que irse, antes de 2021: los vaivenes de la política son abruptos y constantes en la Europa actual, por la convergencia de una serie de factores. El primero es el ‘brexit’, una decisión británica torpe y visceral que no termina de resolverse y que, en todo caso, no beneficiará a nadie y perjudicará a todos. Después está la arremetida rusa contra las mayores democracias occidentales, en busca de desestabilizarlas para hacer realidad las ensoñaciones imperiales del presidente Vladímir Putin y su afán de revancha por la derrota que sufrió su país en la Guerra Fría. Por último está la ofensiva feroz de los nacionalismos y los populismos, que están ganando influencia y espacios con una celeridad escalofriante. Y todo esto ocurre con el telón de fondo del desconcierto en que está sumido el mundo occidental por los desvaríos diarios y la carencia de visión estratégica de Donald Trump, el tan peligroso presidente de los Estados Unidos.

Ese panorama de tensiones y conflictos está ya afectando, en un grado u otro, a toda Europa. Incluso a Alemania, que a pesar de su economía robusta y abierta al mundo, en que las exportaciones aportan casi la mitad de su producto interno bruto, no está libre por completo de los sobresaltos económicos internacionales. Más aún, el riesgo de una guerra comercial global, con estadounidenses y chinos en la primera línea de combate, ya está empezando a enfriar la economía alemana, afectada también por la inminente salida británica de la Unión Europea y por las dificultades de China para mantener sus niveles previos de importaciones.

El ambiente de estabilidad política sólida y de manejo económico prudente que creaba la canciller Merkel no se ha disipado todavía, pero corre el peligro de deteriorarse si persisten las malas noticias. Por ahora, Alemania sigue logrando sin contratiempos su objetivo fiscal invariable de ‘Schwarze Null’, ‘déficit cero’, pero ante la constatación de que las políticas de austeridad propiciaron la aparición en varios países europeos de movimientos populistas extremos, Alemania está cuidando que el mantenimiento de su disciplina en el gasto no enturbie el clima social y favorezca a los grupos radicales. Mientras tanto, su superávit comercial sigue siendo asombroso: llegó a 227.800 millones de euros al terminar 2018.

En ese superávit comercial la industria automovilística ha sido, desde hace ya casi un siglo, uno de los pilares inconmovibles. En 2018, sin embargo, hubo un tropezón significativo. Y es que al escándalo por las mediciones falsificadas de los niveles de emisión de gases de algunas de sus marcas emblemáticas, se sumó —y esto fue más grave que el “dieselgate”— la lenta adaptación de la industria alemana de automóviles a las nuevas normativas de certificaciones. No fue un problema de calidad (la calidad de los autos alemanes está fuera de cualquier discusión), sino de la variedad de sus modelos, que es tan amplia que hizo que el proceso de pasar los tests de emisiones fuera difícil y demorado. Y, claro, la fabricación y la exportación se afectaron y, con ellas, toda la economía alemana. Pero le queda por delante un desafío apremiante e impostergable: la carrera —que ya arrancó— por el liderazgo mundial en los autos eléctricos y autónomos.

En 2015, durante la crisis de refugiados y desplazados más grave vivida en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Merkel ordenó que Alemania abriera sus puertas a cientos de miles de personas que se agolpaban en sus fronteras. Aquella medida —que siempre ha calificado como “excepcional” y no ha vuelto a repetir— le costó la retirada de confianza del electorado más conservador. La decisión sorprendió, por el contrario, a sectores políticos en toda Europa, muchos de ellos críticos con la canciller, que lo interpretaron correctamente como un claro mensaje de que hay situaciones donde hay que hacer lo correcto aunque políticamente sea perjudicial. Fuente: www.elpais.com
En 2015, durante la crisis de refugiados y desplazados más grave vivida en Europa desde
el final de la Segunda Guerra Mundial, Merkel ordenó que Alemania abriera sus puertas
a cientos de miles de personas que se agolpaban en sus fronteras. Aquella medida —que
siempre ha calificado como “excepcional” y no ha vuelto a repetir— le costó la retirada
de confianza del electorado más conservador. La decisión sorprendió, por el contrario, a
sectores políticos en toda Europa, muchos de ellos críticos con la canciller, que lo interpretaron
correctamente como un claro mensaje de que hay situaciones donde hay que hacer
lo correcto aunque políticamente sea perjudicial.
Fuente: www.elpais.com

Frutos de la estabilidad

Nada enturbió tanto el liderazgo de la canciller Merkel desde su llegada al poder, en 2005, como la crisis de los refugiados: cuando en 2015 legiones de seres humanos desesperados, que escapaban de las guerras, las dictaduras y las hambrunas de sus países tercermundistas, empezaron a llegar a sus costas, los prósperos y estables países de Europa no supieron cómo reaccionar. Y, enredados en el debate sobre las soluciones posibles, se ofuscaron y se dividieron: unos quisieron bajar las barreras y abrir los refugios, otros plantearon blindarse a hierro y fuego y, por último, otros se declararon estremecidos y pasmados. Alemania optó por abrirse.

Al abrirse, la estabilidad política alemana se complicó por las críticas indignadas de algunos sectores, incluidos los socialcristianos bávaros, integrantes del partido de gobierno, que llegaron a amenazar con desprenderse de Angela Merkel y pasarse a la oposición. Peor aún, algunos socios de Alemania en la Unión Europea, empezando por Hungría, resolvieron desacatar de plano el sistema comunitario de cuotas de refugiados y alambrar sus fronteras, una rebelión que se mantiene y que es hasta hoy el germen de grandes discordias e incomprensiones.

No obstante las críticas y las disensiones, parecería que, al menos en lo inmediato, la política de inmigración de la canciller Merkel no fue desatinada: los refugiados, cerca de un millón y cuarto desde 2015, se han integrado en el mercado laboral alemán (aunque todavía no en la sociedad alemana) mucho mejor y con mayor rapidez de la que se esperaba, a pesar de la escasa calificación de la mayoría de ellos. Según datos oficiales, el veinticinco por ciento de los refugiados recientes ya tiene trabajo, una cifra que tiende al alza sostenida, porque, y también son datos oficiales, en Alemania hay 1,2 millones de puestos vacantes.

El milagro económico alemán, cuyo tramo mayor ocurrió en los primeros años de la segunda posguerra mundial, desde 1949, bajo la conducción del canciller Konrad Adenauer y su ministro de Economía Ludwig Erhard, ha sido posible a lo largo de siete décadas en gran medida gracias a la estabilidad política apuntalada por dos partidos cercanos al centro, uno por la derecha y el otro por la izquierda, que se han disputado el poder con fiereza pero con lealtad y que incluso se han coaligado —como ahora— cuando las circunstancias políticas, económicas o sociales lo han exigido. Esa estabilidad permitió, además, desde 1989, en la posguerra fría, que el sector oriental, devastado por cuatro decenios de régimen socialista, fuera absorbido sin estremecimientos por el sector occidental, en una reunificación más apacible e indolora de lo que nadie hubiera imaginado.

Pero por el ‘brexit’, la arremetida rusa, las disputas comerciales, la escalada nacionalista y populista y los rumbos erráticos del presidente Trump, en una época de avances tecnológicos que están transformando año tras año las formas de vida y de relación en todo el planeta, en Europa se difunde una sensación de desconcierto e incertidumbre, agudizada ante la inminente partida de Angela Merkel, con todas las incógnitas políticas que eso implica para Alemania y, desde allí, para el continente entero. Ella ha sido, sacando las cuentas finales, la protagonista mayor de la política europea desde 2005, una era sin liderazgos fuertes e inspiradores y con retos complejos e inesperados, en los que —para bien o para mal, la historia lo dirá— la canciller Merkel ha sido la imagen visible y la voz templada de su país y, también, de su continente. ¿Qué sucederá cuando ella ya no esté? He ahí la gran pregunta.

Hace cien años…

Eran, para Alemania, días aciagos: la ofensiva final de los aliados estaba en marcha y, exhausto y desmoralizado, el ejército imperial había llegado al borde del colapso. Ya no tenía sentido resistir. Y, en efecto, el 14 de agosto el alto mando militar reconoció la inutilidad de seguir combatiendo y el 27 de septiembre pidió un armisticio inmediato. La Primera Guerra Mundial terminó un mes y medio más tarde, el 11 de noviembre, con la capitulación incondicional de alemanes, austro-húngaros y otomanos.

Pero a principios de noviembre, mientras los términos de la rendición eran discutidos por británicos, franceses y estadounidenses, vencedores en la guerra, el mando de la marina alemana tomó una decisión asombrosa: librar una batalla final, una sola, con la Royal Navy, “tan sólo por el honor”. En Kiel, a orillas del mar Báltico, fue preparada la operación bajo la conducción del almirante Reinhard Scheer. Cuando la flota recibió la orden de zarpar, el 1° de noviembre, los marineros se amotinaron. Y los acontecimientos se precipitaron.

Ante la intensidad de la rebelión, Scheer resolvió cancelar la operación y llevar a los amo-tinados a una corte marcial. Fue peor: la sublevación se extendió a toda la marina, estallaron los enfrentamientos, hubo diez muertos, los marineros liberaron a los líderes del motín, se apo-deraron de la base naval y ocuparon los barcos. Los trabajadores metalúrgicos les apoyaron con una huelga indefinida. Y el día 4, mientras la agitación se extendía por toda Alemania, surgió un “consejo de obreros y soldados”, con el modelo de los soviets rusos, que asumió el control de los cuarteles y copó la ciudad. La Internacional se volvió el himno de la revolución que había empezado, la ‘Revolución de Noviembre’.

La revolución se extendió sin pausa: repúblicas socialistas fueron proclamadas desde Prusia hasta Baviera, por lo que el 9, desbordado por las masas, el emperador Guillermo II abdicó y se fue. La Liga Espartaquista, la organización marxista encabezada por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, tomó Berlín y anunció el nacimiento de la República Libre y Socialista de Alemania. Pero, con el poder en las manos, los socialistas se fraccionaron y, débiles, les transfirieron el mando a los socialdemócratas. Y de común acuerdo convocaron una asamblea constituyente.

Siete meses después, 31 de julio de 1919, en la pequeña ciudad de Weimar, a orillas del Ilm, fue aprobada la nueva constitución alemana, con la que la república suplantó al imperio. Fue la ‘República de Weimar’, nacida del trauma terrible de la derrota en la Primera Guerra Mundial y del sobresalto profundo de la ‘Revolución de Noviembre’. Se trataba de una república democrática avanzada, muy descentralizada, parlamentaria y federal, cuya constitución pro-clamaba que la finalidad del Estado es alcanzar la democracia y la libertad, pero también la justicia social. Un concepto que, para su época, era muy novedoso.

Para entonces, sin embargo, ya estaba vigente el Tratado de Versalles, uno de los diseños políticos más monstruosos jamás concebidos. Alemania había sido obligada por los ganadores de la Gran Guerra a asumir toda la responsabilidad del conflicto y condenada a desindustrializarse y pagar unas compensaciones asfixiantes. Con el pueblo alemán vencido y humillado, la República de Weimar nació muerta. Nadie se hizo cargo de ella, por lo que, de inmediato, las calles se llenaron de violencia política, los grupos radicales de derecha e izquierda se multiplicaron y fortalecieron, el separatismo cundió, los intentos golpistas se sucedieron unos a otros y, de pronto, el ambiente revolucionario se había convertido en ambiente de terror y anarquía.

Al desorden le siguió la hiperinflación: en menos de doce meses, en 1923, el valor de la moneda alemana se evaporó, al extremo de que el marco dejó de funcionar como instrumento de pago. La equivalencia con el dólar estadounidense pasó de 17.900 en junio a 350.000 en julio, 4’000.000 en agosto, 160’000.000 en septiembre y 4.200’000.000 en octubre. El 1° de noviembre (y hay, incluso, una medalla conmemorativa para que nadie se olvide), una libra de pan costaba 3.000’000.000 de marcos, 36.000’000.000 una libra de carne y 4.000’000.000 un vaso de cerveza. Nadie cumplió con los impuestos ese año: con diferir el pago bastaba para que la depreciación de la moneda los volviera insignificantes. Pero, además de los impuestos, la devaluación también devastó los ahorros. La pobreza cundió.

El gobierno no tuvo otra respuesta que seguir imprimiendo billetes sin respaldo, que al final de 1923 ya nadie aceptaba: no servían para nada. Por entonces, el 99 por ciento de los ingresos fiscales provenían de la emisión de nueva moneda. La inflación dejó su secuela habitual: unos pocos ricos se volvieron millonarios comprando bienes a precios irrisorios y pagando sus créditos con billetes inservibles, mientras los ríos de pobres se convirtieron en mares de menesterosos. La República de Weimar sucumbió. En ese ambiente de desolación y catástrofe, el populismo se propagó y se volvió multitudinario. Desesperadas, las masas se dedicaron a buscar un caudillo redentor. Y lo encontraron: el 30 de enero de 1933, Adolfo Hitler asumió la cancillería alemana. Lo demás es historia conocida.

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Soldados revolucionarios ondeando la bandera roja frente a la Puerta de Brandeburgo en Berlín (9 noviembre 1918).

La revolución de noviembre de 1918 en Alemania, hacia el final de la Primera Guerra Mundial, llevó al cambio desde la monarquía constitucional del Kaiserreich alemán a una república parlamentaria y democrática.

Las causas de la revolución se encontraban en las cargas extremas sufridas por la po-blación durante los cuatro años de guerra, el fuerte impacto que tuvo la derrota en el Imperio alemán y las tensiones sociales entre las clases populares y la élite de aristócratas y burgueses que detentaban el poder y acababan de perder la guerra.

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