Dime sinceramente qué piensas de esta hija

Dime sinceramente qué piensas de este hijo
te salió tan extraño.
Renunció a todo aquello que los otros ansiaban 
y se hundió en sí, tanto, que quizá no es el mismo.
Tú dirás “esas cosas que tiene…”
No sé qué le ha pasado. Tal vez esté enfermo.
Tal vez los libros raros…

César Dávila Andrade

ILUSTRACIÓN: MAGGIORINI.

Robo el verso de Dávila Andrade para preguntarle a mi madre qué piensa de mí. Le salí tan extraña. 

Hace poco decidí contarle sobre mi salud mental. Es difícil, muy difícil, salir del armario de la depresión y la bipolaridad con una madre. Ellas sienten que las palabras no son esas, que en lugar de depresión estás diciendo fallaste y en lugar de bipolaridad estás diciendo me enfermaste

Mi madre calla cuando le hablo de la fluoxetina, del escitalopram, del trankimazin, del diazepam, del clonazepam y del lorazepam. Cada uno de esos nombres de fármacos le dicen algo de mí que no quiere oír, que no quiere ni pensar: mi hija está loca. 

Mi hija no es feliz. 

Mi hija es una sombra. 

Mi hija necesita pastillas para vivir. 

¿Dónde está la bebé regordeta y sonriente que enamoraba a todo el mundo con sus mejillas coloradas? ¿Dónde está la niña que se subía a un banquito para verme cocinar? ¿Dónde está la adolescente que me acompañaba al centro a comprar telas y que me ayudaba a elegir las que me quedaban mejor? ¿Dónde está mi hija? ¿Por qué mi hija necesita un psiquiatra?

Dime sinceramente qué piensas de esta hija. Te salió tan extraña. 

La salud mental siempre ha sido un tabú en la familia. Cuando con ocho o nueve años una pediatra recomendó que me llevaran a un sicólogo infantil, mi papá fue tajante: En mi casa no va a haber locos

Un primo de mi papá murió en lo que se llamaba Lorenzo Ponce y ahora es el Instituto de Neurociencias. Yo no lo conocí, lo ingresaron muy jovencito y tardó muchísimos años en morir. Decían de él que era hermoso como un dios. Que tenía unos ojos de un azul caribe y un pelo rubio que le caía en los ojos, coqueto como el príncipe azul. 

Decían también que la droga lo enloqueció.

El loco, mi tío, el loco. 

Desde chiquita he visto a los adultos a mi alrededor ser violentos, ludópatas, iracundos, oscuros, impacientes, infelices, silenciosos, trabajólicos, adictos al cigarrillo, bebedores, infieles, golpeadores, maliciosos, víctimas, verdugos, insensatos, bulímicos, anoréxicos, con trastornos obsesivo-compulsivos, dañinos, malvados. 

Nunca nadie ha usado la palabra locura o loco. Salvo para el tío, el del Lorenzo Ponce. 

Hasta hace poco yo le ocultaba a mi madre mis problemas mentales. No los entendería, sentiría culpa y miedo, pensaría que soy exagerada, que nada más necesito hacer más ejercicio, comer mejor, salir a pasear, tener un hobby, enamorarme otra vez, verle el lado positivo a la vida. 

Llevar la fiesta en paz, su frase favorita. 

Cuando hablo de mi psiquiatra, de mis pastillas, de mi depresión y de mi bipolaridad, ella calla. No tiene idea del esfuerzo que me significa cada cosa, escribir estas palabras, escribir cada palabra. Ser. 

¿Qué estará pasando por su cabeza cuando digo la palabra clonazepam

Solo recibo silencio. 

A veces tengo ganas de gritarle el verso de Dávila Andrade: 

Dime sinceramente qué piensas de esta hija, ¿qué piensas de esta hija, mamá? Te salió tan extraña, ¿verdad? 

Pero esta hija extraña hace lo que puede. 

Y escribe esto.

Y busca la manera de no hundirse tanto hasta no ser nunca más la misma. 

César Dávila Andrade se suicidó con cuarenta y ocho años: me quedan tres. 

Pero yo escribo. Y tomo clonazepam. Y escribo. 

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