Por Jorge Ortiz.
Edición 427 – diciembre 2017.
Alemania, Francia, Austria, los países nórdicos…
La lista de sus derrotas es cada año más nutrida.
El desconcierto cundía una vez más: la socialdemocracia, que decenio tras decenio había sido la línea política predominante en Europa, había llegado —y a duras penas— a un escuálido 20,5 por ciento de los votos, el peor resultado que jamás hubiera tenido en Alemania. El peor de todos, a pesar de lo respetable de su candidato, Martin Schultz, y de la tenacidad de su campaña. Por eso cundía el desconcierto la noche del 25 de septiembre: ¿qué les está ocurriendo a los socialdemócratas europeos?, ¿por qué pierden una elección tras otra?, ¿por qué esa declinación tan rápida y constante, sin que al menos vislumbren una luz al final del túnel?, ¿será, tal vez, que su ideología agoniza?

Y es que la debacle en Alemania, al cabo de una campaña electoral que la canciller democratacristiana Angela Merkel la asumió como una estimulante marcha de la victoria, fue para los socialdemócratas europeos la confirmación de que van cuesta abajo, confundidos, desconectados de sus votantes, sin encontrar su lugar en el mundo y con una imagen cada día más visible de agobio y soledad. Ya habían perdido en Francia, en abril, cuando el Partido Socialista se quedó en un insignificante 6,36 por ciento, y en la Gran Bretaña, en junio, cuando los conservadores volvieron a ganarles a pesar de los constantes errores de cálculo político de sus líderes. Pero la derrota en Alemania, en septiembre, sin duda fue la más dolorosa.
Se entiende que así haya sido: después de los años terribles del nacionalsocialismo y de la Segunda Guerra Mundial, en la primera mitad del siglo anterior, los alemanes han demostrado con claridad y persistencia que ahora son alérgicos a los extremos. 80,1 por ciento de ellos se identifican con el centro, según un estudio de la Fundación Bertelsmann. Cuatro de cada cinco. Bastantes más que los franceses, con 51 por ciento que se consideran centristas, o que los españoles, con 56 por ciento. Más aún, parece claro que la enorme mayoría de los alemanes comparte, a grandes rasgos, un modelo de sociedad basado en la economía de mercado, el pluralismo político, las libertades democráticas y la dispersión del poder. Que es, ni más ni menos, lo que les dio una sociedad próspera, libre y segura.
No obstante esa preferencia rotunda por el centro (el centro-derecha de los democratacristianos y el centro-izquierda de los

socialdemócratas), los votantes alemanes mantienen desde comienzos de este siglo una tendencia a alejarse cada vez más de su viejo Partido Socialdemócrata, que fue fundado en 1875 con una ideología marxista y revolucionaria pero que en 1959 abandonó los conceptos de lucha de clases y dictadura del proletariado para convertirse en una organización moderada, abierta y democrática, cuya participación ha sido decisiva en la modernización, liberalización y prosperidad de Alemania. Y, así, su país es hoy el motor de la Unión Europea y una potencia económica mundial. Pero en la actualidad, por motivos todavía en debate, la socialdemocracia retrocede sin pausa en Alemania. Y el resto de Europa le sigue en ese rumbo.

A los socialdemócratas europeos les queda tan sólo un consuelo: Portugal. Allí, en las elecciones municipales de octubre, el Partido Socialista alcanzó el mejor resultado de su historia, con 38,1 por ciento de los votos, una cifra significativa en un país con una cantidad desconcertante de opciones políticas. Fue, por cierto, una victoria de su líder, el primer ministro António Costa, que gobierna desde 2015 al frente de una coalición de izquierda. Pero fue, también, la consecuencia de haber adoptado una posición política clara, en contra de las más duras medidas de austeridad fiscal y de recortes de gastos que adoptó el gobierno anterior, de centro-derecha, tras el rescate que tuvo que pedirle a la Unión Europea para evitar la cesación de pagos y la salida de la ‘zona euro’. Pero, habiendo sido un alivio, el resultado portugués no fue suficiente para calmar los nervios en punta de la abatida socialdemocracia europea.
Partidos “para gobernar”
La socialdemocracia nació, en efecto, como un movimiento revolucionario, de inspiración marxista, que en la segunda mitad del siglo XIX se levantó en contra de los niveles extremos de opresión e inequidad que había causado la industrialización voraz de los países centrales (Alemania e Inglaterra, sobre todo, pero también Francia, Bélgica, Holanda…), sin que el todavía naciente proletariado urbano tuviera alguna forma de protección legal. La Revolución Industrial, cuya primera fase ocurrió entre 1790 y 1850, había lanzado a la economía hacia el progreso incesante, pues por primera vez dejó de depender de los ciclos incontrolables de lluvias y sequías, pero también había profundizado la brecha entre los dueños del capital y quienes tenían que vender su fuerza de trabajo a cambio de salarios miserables.
En sus primeras décadas, cuando terminaba el siglo XIX y empezaba el XX, la socialdemocracia irrumpió como una fuerza obrera, de actitud tumultuosa y presencia callejera, que fue ganando fuerza y adhesiones. El socialismo, surgido de los escritos de Marx, Engels y, después, Lenin, era por entonces una ideología que deslumbraba e ilusionaba: con ella parecía asomar en el horizonte un porvenir de fraternidad y justicia, sin opresores ni oprimidos, llamado a incluir a toda la humanidad. Pero la Primera Guerra Mundial, que devastó gran parte del planeta entre 1914 y 1918, derivó en una postguerra en que todo se radicalizó y encrespó.
Fue tan deficiente el diseño de la primera postguerra mundial, efectuado por británicos y franceses, que en la práctica el centro político, es decir la equidistancia y la moderación, fue arrasado por las posiciones extremas, de derecha y de izquierda, que se dedicaron a la conspiración y la violencia. Y los años veinte se convirtieron en la época tormentosa de nazis y comunistas luchando por el control de las calles en las mayores ciudades europeas. Y los socialdemócratas, adscritos al marxismo, también estuvieron envueltos en los tumultos feroces de aquellos tiempos. Alemania se aprestaba a desafiar el predominio de Gran Bretaña y Francia, mientras Rusia —donde los leninistas ya habían tomado el poder— se expandía y se convertía en la Unión Soviética. La Segunda Guerra Mundial estaba próxima.
En 1945, después de causar cincuenta y cinco millones de muertos, la guerra terminó, dejando el panorama sin precedente de un planeta dividido en dos visiones del mundo enfrentadas e incompatibles: las democracias liberales, en el un lado, con el sistema capitalista y el liderazgo de Estados Unidos, y los países socialistas, en el otro lado, basados en la teoría marxista y bajo la égida de la Unión Soviética. Fue entonces cuando los socialdemócratas europeos tuvieron que definirse: o se mantenían en el marxismo (cuando ya empezaban a saberse las atrocidades masivas cometidas por Lenin y Stalin durante la implantación del socialismo y eran evidentes sus afanes de conquista a cualquier costo) o evolucionaban hacia posiciones democráticas, con sus correspondientes derechos, garantías y libertades.
La decisión no fue tan difícil como pudo haber parecido: al cabo de tres décadas de vigencia, el socialismo ya se había revelado como un sistema cuya implantación exigía la centralización total del poder, la vigencia de una dictadura férrea, la supresión de los derechos civiles y el funcionamiento de organismos de represión implacable, al peor estilo de los estados policiales profetizados por algunos de los más visionarios autores del siglo XX, como George Orwell y Aldous Huxley, que temían que el mundo se desplomara hacia sistemas políticos de control absoluto, dispuestos a eliminar hasta el último rasgo de individualidad e iniciativa. Y, claro, la socialdemocracia renunció al marxismo, asumió los principios del liberalismo político y se encarnó en partidos modernos, “para gobernar”, dispuestos no a trastornar la sociedad, sino a mejorarla. El caso emblemático fue el de los socialdemócratas alemanes, que con su declaración de Bad Godesberg, en 1959, enviaron al mundo el mensaje de que la izquierda podía —y debía— ser transversal, es decir capaz de desbordar su ámbito natural, que era el sindicalismo obrero, para representar también a los sectores medios. El concepto de “clase” dio paso, entonces, al de “pueblo”.
Los estados de bienestar
Superadas las viejas exclusiones del socialismo marxista, la socialdemocracia se erigió en un partido fundamental para la reconstrucción de Europa y su adaptación a las nuevas realidades planetarias. La segunda postguerra mundial, a diferencia de la primera, había sido diseñada con sensibilidad y prudencia, en especial en el Occidente, para asegurar que las sociedades democráticas estuvieran en capacidad de procesar por sí solas, mediante el diálogo y la negociación, sus conflictos políticos internos. Había que dejar atrás los turbios tiempos de los tumultos callejeros y las conspiraciones que habían derivado en la irrupción de regímenes totalitarios que llevaron el mundo a la guerra. Empezó, entonces, una época larga y fructífera de paz y progreso, en que la mayoría de los países europeos alternaron el poder entre dos partidos, uno de centro-derecha, que podía ser democratacristiano o conservador, y otro de centro-izquierda, por lo general socialdemócrata.
Fue ese sistema democrático, basado en la economía capitalista y el liberalismo político, el que triunfó en el conflicto que tuvo al mundo en vilo durante cuarenta años, entre 1949 y 1989: la Guerra Fría. El sistema antagónico, el socialismo, fue derrotado por su inoperancia económica, su autoritarismo político y sus contradicciones sociales. La paradoja fue, sin embargo, que varios de los partidos socialdemócratas europeos (el francés, por ejemplo, o el español, el portugués, los nórdicos…) siguieron llamándose ‘socialistas’, en unos casos por nostalgia histórica y en otros por aprovechar un nombre que había mantenido algún prestigio en ciertos sectores intelectuales.
La idea era que los dos partidos predominantes (pues siempre subsistieron grupos marginales, por lo general testimoniales, que solían ser de la izquierda marxista, de la derecha nacionalista o de grupos minoritarios) fueran rivales y adversarios, por supuesto, pero compartiendo los principios fundacionales de una sociedad democrática y, por lo tanto, aportando el uno lo que le faltaba al otro. De esa manera, los votantes tuvieron opciones genuinas cada vez que fueron a las urnas. Y casi siempre el ganador fue el partido que se posicionó mejor en el centro, que era donde se ubicaba la mayoría del electorado. Pero todo eso se derrumbó en este siglo, con la crisis económica de 2008 y el drama de los refugiados asiáticos y africanos que empezaron a llegar por cientos de miles de las costas europeas.
Y es que la crisis obligó, en especial a los países que tenían déficits, deudas y exceso de gasto público, a ajustes económicos súbitos y dramáticos, incluso en sectores como la salud y la educación, lo que tuvo repercusiones políticas inmediatas, que afectaron sobre todo a los partidos que habían creado los estados de bienestar, es decir los socialdemócratas. Después, con los refugiados, la socialdemocracia no logró diseñar una propuesta creíble y factible, lo que también dañó su aceptación entre los votantes. Al contrario, el centro-derecha supo reaccionar con rapidez y, claro, sus lastimaduras políticas fueron menores. Ese fue el caso de los democratacristianos alemanes, que, en una decisión valiente de la canciller Ángela Merkel, decidieron abrir las fronteras a los refugiados, e incluso presionar a sus socios europeos para que hicieran lo mismo.

La falta de propuestas atractivas a los dos temas más inquietantes, la economía y los refugiados, hizo que colapsara la confianza de los europeos en sus gobiernos: tan sólo uno de cada tres habitantes de Europa, 36 por ciento, considera hoy en día que su respectivo país va en la dirección correcta. La satisfacción es especialmente baja en Italia, con 13 por ciento, España, con 27, y Gran Bretaña, con 31. Esas cifras explicarían en gran medida el alejamiento de los votantes de los partidos tradicionales. Y explicaría, sobre todo, el crecimiento explosivo de los grupos populistas más irresponsables, incluyendo algunos nacionalistas radicales. También en Alemania, donde la satisfacción por el rumbo del país es de 58 por ciento, el giro hacia el radicalismo es notorio: Alternativa para Alemania, el partido ultranacionalista, ya es la tercera fuerza política, con 12,6 por ciento de los votos en septiembre pasado.
Lo peor de todo es que hay síntomas evidentes de que el populismo ha dejado de ser un acontecimiento efímero, que ocurre en situaciones momentáneas de confusión y desaliento, para convertirse en una tendencia. Es que la globalización, que es el telón de fondo de los grandes acontecimientos mundiales contemporáneos, ya no es percibida como una oportunidad para el progreso, sino como una amenaza inminente, en especial para los países periféricos, no sólo del Tercer Mundo, sino incluso del mundo desarrollado. Y las corrientes ideológicas predominantes desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en especial la socialdemocracia, no parecen tener respuestas y propuestas frente a los dilemas actuales.
En ese ambiente, el discurso populista de soluciones simples, rápidas y gratuitas para problemas de enorme complejidad es un imán irresistible para los sectores poblacionales más desprevenidos. Pero, como se vio con diafanidad en la Grecia del primer ministro Alexis Tsipras (y también, desde luego, en muchos otros países), el populismo no resuelve nada y, a mediano plazo, lo agrava todo. ¿Le espera eso a Europa o, antes de la debacle, la socialdemocracia resurgirá, terminará su racha actual de derrotas y volverá a ser una alternativa cercana de poder, como lo sigue siendo —aunque también debilitada— la democracia cristiana? Tiempo hay: 2018 es un año escaso de elecciones en Europa (tan sólo en Suecia, en septiembre). Pero el tiempo siempre apremia, en especial cuando está en juego el porvenir de cientos de millones de seres humanos. Nada menos.
Mientras tanto, por estos rumbos…
Cuando el colapso final del socialismo ya era inocultable, a mediados de los años ochenta (en 1985 llegó Mikaíl Gorbachov al poder en la Unión Soviética y, tratando de salvar el sistema, emprendió la ‘perestroika’, la ‘reconstrucción’), los marxistas latinoamericanos iniciaron un giro doloroso pero pragmático e inevitable hacia la socialdemocracia o sus afines, incluyendo los partidos verdes. Defender —y, peor aún, postular— el marxismo después de la tragedia política, económica y social que había causado en medio mundo ya era imposible, a pesar de dogmas y manuales. Cuba, ya sin el soporte soviético, no podía ser un referente para nadie. Para nadie, excepto para un impetuoso coronel golpista venezolano.
Hugo Chávez, en efecto, seguía creyendo en el modelo cubano, a pesar de las evidencias irrefutables de su fracaso. Y cuando tomó el poder, en febrero de 1999, se dedicó a financiar caudalosamente al régimen castrista, que recobró su energía cuando ya agonizaba. Con lo que legiones de marxistas reformados, que estaban evolucionando hacia posiciones democráticas, involucionaron de golpe y porrazo y volvieron a sus viejas consignas radicales y revolucionarias.
Chávez convirtió su rescate del viejo leninismo en toda una corriente política, el ‘socialismo del siglo 21’, que irrumpió en América Latina con un bien estudiado y sagaz discurso populista, distanciado del marxismo ortodoxo para no espantar a las clases medias y, más bien, para atraerlas con promesas de modernización productiva, ruptura con el pasado y democratización del poder, la riqueza y, sobre todo, las oportunidades. El engaño llegó a consumarse en varios países. Entre ellos el Ecuador.
Por lo que ocurrió en esos países (concentración del poder, autoritarismo, coartación de los derechos y las libertades, estados de propaganda, corrupción inmensa, desaprovechamiento de la bonanza económica proveniente de los precios astronómicos de las materias primas…) sus respectivos pueblos están reaccionando poco a poco. Pero sus estragos serán duraderos.
Tal vez el menos visible, por ahora, de esos estragos es el desperdicio de la oportunidad inmejorable que tuvo la izquierda latinoamericana de superar para siempre el castrismo, como refugio final del marxismo, y avanzar hacia posturas democráticas y modernas, acordes con los tiempos y con las realidades de la era del conocimiento, es decir del mundo globalizado, tecnologizado e interconectado. Y, así, por estos rumbos no prendió con fuerza la socialdemocracia (ni tampoco, por cierto, la democracia cristiana), con lo que sus pueblos quedaron indefensos frente al populismo. ¡Qué desgracia…!