¿Qué hubiera sido de mí?

Por María Fernanda Ampuero

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Agradezco que mi abuela fuera cruel conmigo, que prefiriera explícitamente a mi prima, que le diera a ella el vestido, la muñeca de moda, su anillo, su mirada de amor, de aprobación, sus caricias, o sea, todo lo que yo anhelaba.

Para mí eran las palabras duras —“a las gordas nadie las quiere”—; las miradas de desaprobación cuando comía, cuando reía, cuando hablaba; el tocar mi pelo como si fuera una esponja de aluminio y decir: “ay, hazte una trenza o algo”.

Pero sí, lo agradezco.

Mi prima, en cambio, representaba lo hermoso, lo etéreo, lo que, en definitiva, yo no era. Una muñequita dibujada en una porcelana china, esa era ella. Agradezco su belleza oriental y que mi pelo —“de negra”— sacara de quicio a mi abuela y que mi estampa regordeta le resultara insoportable al punto de no quererme, de no quererme nunca.

Quiero decir, agradezco haber crecido cerca de una niña tan preciosa que acaparaba la atención aun cuando no estaba presente.

Pero yo siempre estaba presente.

Agradezco mi pelo rizado, mis dientes chuecos, mi gordura siempre regresando como un bumerán, mis ojos miopes, mi piel tostada, imperfecta. Agradezco ser peluda, haberme comido las uñas hasta la universidad, que a veces me salgan unos lunares de carne en el cuello, reírme como un animal de la jungla, cada carie, cada estría, mi torpeza, mi tremenda y absoluta torpeza.

Agradezco no haber sido, ni de lejos, la más guapa de ningún lado. Jamás.

Agradezco a cada chico que me gustó y me rechazó, a todos esos que miré con ojos de cordero degollado desde una silla en una fiesta, muerta de ganas de bailar, y nunca, nunca, nunca, me sacaban porque, como también me dijo mi abuela: “las gordas no bailan”. Agradezco que mi ñaño Francisco, muerto de pena y de amor y seguramente de vergüenza ajena, me sacara de vez en cuando porque sabía que la que sonaba era mi canción favorita, aunque eso significara dejar de bailar con la chica que le gustaba. Y sí, agradezco que dijera entre risas la frase “más feo que bailar con la hermana”.

Agradezco que me pusieran en un colegio de chicos con padres que hacían más plata en un día que la que mi papá haría en su vida, que de pronto las marcas, los apellidos —otro tipo de marca— y viajar a Miami fueran un tema de conversación importantísimo. Agradezco que algunas niñas me miraran como a una basura.

Agradezco haber sido la marginada de los marginados, que el más tonto de la clase me tildara de tonta y me siguiera por todo el colegio burlándose de quién sabe qué cosa que yo dije. Doy gracias a que, a veces, se me acercara el chico gay en los recreos, mientras los otros se mataban en el fútbol, nada más porque, supongo, pensaba que así dejarían de meterse con él.

Agradezco que nadie me defendiera.

Agradezco que mis padres no se dieran cuenta.

Y el no haber tenido enamorado ni pretendientes ni nada que se le pareciera, de modo que el papá de una amiga le advirtió una vez de “esa amiga lesbiana”: eso también lo agradezco, que la profecía de mi abuela se hubiera cumplido, que ningún chico me quisiera, no gustarle a nadie.

Agradezco el malgenio de mi papá, la sobrealimentación de mi mamá, las formas ridículas de envolver los problemas para no tener que resolverlos, el obviar que la niña no es feliz, el daño que me infringí a mí misma.

Agradezco la autocompasión.

Si todo eso no hubiera pasado, es decir: si mi abuela hubiera sido una persona sana mentalmente o si alguien hubiese dicho que eso que hacía conmigo se llama maltrato infantil —sí, cuando no hay golpes físicos también se llama así—, si me hubiesen hecho una dieta o inscrito en alguna actividad deportiva (y no servirme un plato como para un luchador de sumo y no para una niña), si me hubiesen puesto en un colegio de gente como nosotros, purita clase media, si hubiera sido delgada y los chicos se hubiesen fijado en mí, sería otra persona.

Y no quiero ser otra persona.

Sin las horas —las horas, las horas, mis horas— metida en un libro porque no me llamaban los chicos como a las otras, sin todo el tiempo que me pasé sentada en las fiestas observando a los demás, siendo invisible, aprendiendo cómo es la gente y el mundo que transforman y los transforma, sin el deseo profundísimo de ser alguien diferente, interesante, gracioso, no estaría, no sería, no sonreiría.

Y quiero estar, quiero ser, quiero sonreír. Con diente chueco y todo.

Sin todo lo que me ha pasado en la vida: mi abuela, mi prima hermosa, la gordura, el bobo que se burlaba, la soledad, mi ñaño bailando conmigo, el colegio de las millonarias, los libros, el miedo, este momento no hubiera llegado y entonces, ¿qué hubiera sido de mí?

¿Qué hubiera sido de mí sin mí?

Sin la infinita capacidad de reírme de mí misma para que no empezaran los demás a reírse, no hubiera podido dedicarme a lo que me dedico y no hubiera pasado esto:

Un día, en la redacción de El Universo, el día que se publicó mi primera crónica —y casi mi primer artículo periodístico— sobre un viaje en una buseta guayaquileña, un viejo cronista se acercó a mi puesto perdido por allí en la redacción de ciudad —cuando pienso que él, admiradísimo, preguntó por mí, una novata en esto, se me sale el corazón— me puso la mano en el hombro y me dijo: “María Fernanda, espero la segunda parte”.

Todos estos años, mi vida ha sido escribir esa segunda parte.

Y soy, con lo que hago, pecaminosamente feliz.

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