El desierto de Sonora es de los más calurosos y grandes del mundo. Cubre un área de 311.000 kilómetros cuadrados.
1.
Hace poco más de un siglo, Phoenix era un pueblo polvoriento rodeado de granjas de algodón, naranjas y sandías, donde el canto de los gallos marcaba la hora de comenzar a trabajar. Un infierno reseco donde un agricultor debía beber a diario quince litros de agua para no desfallecer. Apenas cinco mil personas ocupaban aquel caserío en el desierto de Sonora.
En Phoenix no había muchas calles pavimentadas ni cine. Las mujeres hohokam vendían joyas de turquesa y canastas de paja tejidas a mano sentadas en las esquinas de su centro de cuatro manzanas. Los mexicanos trabajaban por la mañana en las granjas de leche del sur y por la tarde repartían tamales calientes en las calles. Había un tranvía y gallinas y cabras en casi todos los patios pero pocos vecinos tenían auto. Era una vida con pocas comodidades aunque relajada y siempre obligada a defenderse del porfiado calor del verano. Por ese veneno, que podía matar caballos, ancianos y niños durante cinco meses del año, los pioneros de Phoenix construían sus casas con adobe y ladrillo, dos aislantes naturales, y orientaban las ventanas hacia las brisas más frescas del norte. Familias enteras dormían desnudas en tenderetes o sobre el piso de los porches, y los padres y madres inventaban refrigeradores caseros humedeciendo pacas de heno húmedo que luego colgaban delante de las aspas de los ventiladores. Cada tanto el tren llegaba a la ciudad con bloques de hielo preservados en neveras de madera forradas con metal para que los agricultores pudieran conservar las lechugas y las frutas que venderían a las tiendas de California, siete horas al oeste. En los descuidos de los maquinistas, los niños asaltaban las vías y dormían la siesta dentro de los vagones de hielo.
Clavada en el suroeste de Estados Unidos, sobre la lengua norte del reseco desierto de Sonora, Phoenix no podía hacer más que crecer con lentitud. Los termómetros del estado de Arizona atraviesan un tercio del año sin bajar de 38 grados. Solo Riad y Bagdad suelen superar a Phoenix en la competencia como el mayor caldero urbano y, por eso, la demografía necesitó un siglo para estallar. El cambio llegó poco después de mediados del siglo XX, cuando confluyeron dos grandes obras: las represas del norte de Arizona, que garantizaron agua suficiente para asegurar la vida en todo el estado, y el inicio de la fabricación masiva de aparatos de aire acondicionado. Desde entonces, aclimatada e hidratada, la ciudad no ha parado de estirarse sobre el páramo como un mantel. Cincuenta años después de los acueductos y la ventilación industrial, Phoenix es la capital estatal más poblada de Estados Unidos, propietaria de avenidas inmensas con cinco carriles y el catastro cuadriculado perfecto de las manchas urbanas jóvenes. El desierto es rico. Intel tiene allí un centro de desarrollo, el segundo del país, que costó veinte mil millones de dólares, y Arizona State el mayor número de estudiantes de cualquier universidad pública del país. Los millonarios del norte frío, que buscan el calor para pasar la vejez, y las familias de clase media, han contribuido a estirar su abrazo sobre los arenales. Donde antes estaban los campos agrícolas de los primeros pobladores ahora se levantan barrios de casas bajas idénticas, McMansiones que dan a la ciudad un adormecedor y cómodo espíritu de suburbio. Phoenix ha cumplido el sueño de uno de sus fundadores, el inglés Darren Duppa: erigir un lugar habitable en medio del desierto, levantar una civilización sobre las ruinas de otra.
2.
El desierto es un ser vivo, rodea.
Vivimos donde podemos. La mayoría del planeta es inhabitable: un quinto de las tierras son desérticas y el 60 por ciento de la superficie océanos de agua salada. Byron, que creía que no había estímulo más poderoso que la ambición humana, irreductible hasta para la contemplación de la naturaleza más bella, estaría de acuerdo: conquistar los últimos desiertos posibles —conquistar lo desierto— es la última frontera humanizable: vivir donde pocos podrían o casi nadie querría habitar. Luego resta el espacio vasto: llegar donde no deberíamos porque nuestra biología no fue diseñada para tanta codicia.
El mayor acto de trascendencia del hombre es vencer la idea de dios, demostrar que ha reservado para sí la omnipotencia. Hegel defendía que allí, afuera, había una fuerza sobrenatural moviendo el mundo hacia el progreso, pero él, al igual que Schelling y Descartes, era un idealista que creía en dios como una posible explicación del hombre, la naturaleza y el significado de la vida. El hombre mundano, en cambio, es víscera y tiento firme, y piensa la existencia con las manos. Según el psicólogo austríaco Alfred Adler, quien vivió ocupado por el peso vital del complejo de inferioridad en nuestra psique, la meta del alma humana no radica en rozar la nobleza de espíritu sino en alcanzar la perfección así sea por el concurso del sometimiento, en la peligrosa —peregrina y desafiante— idea de ser superior a todo.
Fue en África donde el periodista Ryszard Kapuściński aprendió de un vendedor subsahariano que, en el mundo elemental de arena y piedra, no hay lugar para extravagancias: “El desierto te enseñará una cosa”, le dijo el hombre en Niamey, “hay algo que no se puede desear y amar más que una mujer: el agua”. Las limitaciones han impuesto a la humanidad sus mayores proezas —el descubrimiento de mundos o planetas, desiertos ajenos a la civilización del pionero— y mantienen el fuego para tensar la frontera. El mismo espíritu que empujó a Roald Amundsen a los polos lleva ahora a atletas de todo el mundo a recorrer a pie 800 kilómetros por los desiertos de Gobi, Atacama, el Sahara y la Antártica: descubrir los límites propios, buscar aventura sobre comodidad y encarar con temple el viaje allende las fronteras, un salto de fe ciego en el hueco desconocido.
Desierto de los mil arcos gigantes. Utah, Estados Unidos.
Poseer toda naturaleza, entonces.
Llenar el vacío con humanidad.
Crear. Civilizar.
Ser dioses.
3.
Por siglos, la humanidad convivió en un tironeo gruñón con los desiertos. Dos historias clásicas mayores, La Ilíada y La Eneida, reseñan la proeza de atravesar aguas tramposas e inagotables, donde no hay otra frontera que la línea móvil del horizonte y cada viajero debe tener presente el lugar de cada estrella y mantener fría la cabeza para evitar extravíos: en ambas se juega la enjundia humana. También en la literatura de Joseph Conrad, donde el hombre prueba su voluntad en el más vasto páramo, el mar, el desierto actúa de escenario y articulador de la trama. Ha sido y es una página en blanco, la tabula rasa donde el hombre puede escribir, como si fuera por primera vez, la historia que quiere para su vida. Por eso las películas del Oeste están tan llenas de promesas: el desierto confronta y realza la figura humana, obliga al hombre a mirarse.
La primera definición de la palabra es antropocentrismo religioso: se llama desierto a un lugar despoblado, solo e inhabitado. Cuanto caracteriza a un desierto no son tanto sus animales y plantas extravagantes, una conjunción de vidas frágiles en peligro perpetuo, sino la ausencia del hombre. El sitio está —tal vez por muy buenas razones— deshumanizado. En el pasado, si no se nacía en él —los primeros árabes llamaron sahara a su bruto arenal, la única tierra que conocían—, el desierto era un territorio de paso, jamás de estadía. Pero hoy vamos a apoderarnos de esas tierras por las buenas o por las malas. Después de controlar llanuras y estepas, cruzar los mares y poblar continentes, solo queda lo inhóspito por descubrir. La condición de soledad que define al desierto es reemplazada por conquista y población.
En el siglo XIX, de viaje por Estados Unidos, Alexis de Tocqueville comprendió de primera mano la magnitud de las mayores campañas de la historia. En Quince días en el desierto americano, recuerda cómo la avanzada europea usurpó los territorios indios, arrasó bosques y secó pantanos, y opuso una desenfrenada y devota marcha triunfal contra la inútil oposición de lagos y ríos, sabanas y picos. En esa maravillosa destrucción que es la civilización, decía Tocqueville, el hombre no ve más que el curso lógico de los acontecimientos: “Se acostumbra a ello como al orden inmutable de la naturaleza”.
Desierto de Namib, el más alien del mundo.
4.
Antes de ser otro barrio más, el desierto fue espacio de recogimiento, una forma de melancolía. Parece normal que quien busque encontrar su lugar en el mundo se aleje de la civilización para sentir que la inmediatez con la naturaleza puede provocar un salto espiritual. Las principales religiones modernas nacieron en la hostilidad. En el desierto Moisés escribió los mandamientos del dios cristiano y Mahoma encontró a Alá. Tal vez la aridez sea el templo más propicio para la revelación: enfrentado a un paisaje lunar, al hombre no parece quedarle más que la abstracción por encima de su existencia. Al decir de los pensadores de la Ilustración, en el desierto el hombre está sediento de agua pero necesitado de creencia. Por eso el Jesús sometido a las tentaciones del diablo en el erial de Judea es esencial a la idea de la fe: ante la falta de todo y la posibilidad de desmoronamiento, el hombre halla la esencia, fe, centro, ganancia espiritual. Los anacoretas cristianos del siglo III, que abandonaron el mundo material para refugiarse a orar en comunidades del interior de Egipto, crearon los principios de la monástica sobre la idea de que, en ese espacio oscuro donde los demonios se crían, el hombre podía enfrentar sus tentaciones sin posibilidad de esconderse, sometiendo el cuerpo y el espíritu a la naturaleza extrema. “La sequía que quema es el clima por excelencia para la purificación espiritual y el ascetismo”, escribió J. E. Cirlot en A Dictionary of Symbolism. “Para el cuerpo que se consume para salvar el alma”.
Excluidos los fanáticos —y los hippies—, el hombre moderno va al desierto sin ánimo de martirio a recrear sus ciudades de costa y llanura. El mar yermo del desierto de arena y tierra ya casi no opone resistencia a la inteligencia técnica del mono mayor. Desde mediados del siglo XX, hay planes para mudar una porción de los habitantes de las caóticas ciudades del Nilo a barrios planificados en arenales reverdecidos con riego computarizado. Los asentamientos israelíes y los viñedos australianos son un triunfo de la ingeniería de aguas como la transformación de la costa arenosa de Dubái en la polis más moderna del planeta.
El placer de la seguridad, decía el poeta Lucrecio, es consecuencia de saberse a salvo, por el momento, del mal.
Desierto de Pináculos de Australia.
5.
Y aquí estamos: miles de años después de algún inicio aprendimos a aprovecharnos de pero seguimos sin saber vivir con el desierto, abrumados por la incertidumbre del desconocimiento. La tirantez y la dicotomía dibujando el campo: T. E. Lawrence creía que los desiertos son lugares sin matices, apenas hechos de luz y oscuridad, en opuesto contraste a la riqueza de los bosques, pero Antoine de Saint-Exupéry veía en ellos uno de los pocos destinos esenciales. Saint-Exupéry escribiría un libro melancólico, Tierra de hombres, a modo de homenaje a las arenas del Sahara. La circunstancia en que fue producido elevó ese texto: el escritor que más había volado cayó con su avión al final de la pista, en Nueva York, cuando iba rumbo a Tierra del Fuego y acabó cinco días en coma. Cuando volvió a la vida consciente, pidió pluma y hojas, y arremetió con el texto que homenajea a uno de los lugares de la Tierra donde más fácilmente puedes perderla. Saint-Exupéry fallecería en otro desierto —las aguas abiertas del mar, su avión ametrallado en la guerra— y es posible que ya entonces entendiera que el coma y el desierto, ambas antesalas del ocaso, comparten alguna profundidad abismal idéntica, solitaria y finalista. “El imperio del hombre es interior”, escribió en aquel tomo el hombre que regaló a un príncipe un planeta apenas habitado por una rosa. “[En el desierto] yo no poseía nada, sólo era un mortal, perdido entre la arena y las estrellas, al que sólo le quedaba el consuelo de respirar. Y, sin embargo, me descubrí repleto de sueños”.
Queremos conocer el desierto para dominarlo: hacerlo de y con nosotros. Lo batallamos en un ajedrez intenso sin asumir que la naturaleza es un crótalo acorralado. Cada año los agricultores ganan acres al Sahara rodeando sus cultivos con cortinas de árboles solo para ver cómo doce meses después las dunas devoran su esfuerzo. La Amazonía brasileña cede la desertificación con la tala indiscriminada y otro tanto sucede con los sembradíos saturados por siglos de cultivo. Si algo será este mundo, dice Cormack McCarthy en The Road, eso es un baldío y el terror solitario de sus sobrevivientes. El desierto es el ejército más efectivo de la naturaleza: su triunfo sobre la civilización, su más recio enemigo, será definitivo.
Oasis de ensueño en Libia.
6.
A mediados de 1998, me monté a una camioneta en Damasco y crucé la meseta del centro de Siria hasta Palmira, una antiquísima ciudad aramea junto a un oasis. Palmira fue una posta de caravanas, condición que llenó su vida de infortunio: todos quienes pasaron por allí —Babilonia, los árabes, los persas, los israelíes, el Imperio otomano, Grecia, Roma— violaron con hierro, fuego y sangre a la llamada Novia del Desierto. Los romanos, sus últimos bárbaros civilizados, acabaron por apisonar los restos de la caliza del templo de Salomón y, como siglo después los pioneros con Phoenix, irguieron una ciudad de palacios y un circo encima del talco de la historia.
El lugar, aun derruido, era imponente. Palmira conservaba su extenso camino de acceso con columnas de treinta metros clavadas como pinchos de Pantagruel en ambas aceras. Los restos del templo de Baal aún provocaban cosquillas en el estómago con su entrada a cuatro columnas y un portal que parecía preanunciar el ingreso a otro planeta. El anfiteatro, una herradura cavada en la arena, era un arcón de sentidos. En el silencio de la tarde podía suponer el rugido de la grada en los combates de leones y gladiadores. Cada ruina evocaba un pasado monumental: el hombre triunfando otra vez sobre el desierto o sobre sí mismo.
A un kilómetro de la ciudad y en medio de la planicie, había decenas de oteros desperdigados como hormigueros de termitas. En la cima rocosa de cada cerro los cristianos cavaron hace mil años unas casamatas cuadradas, macizas y oscuras: son sepulcros, y alguna vez cada uno guardó 500 cadáveres. Los mausoleos se conocen como El Valle de las Tumbas de Palmira y su propietario no es un rey sino el viento, que entra a las tumbas por diminutas ventanas agujereadas en la roca y gira en el interior con un ulular envolvente. Es una sensación desconsoladora e inquietante, más intensa que la caminata solitaria por las ruinas de Palmira. Es curioso que, en medio del desierto, el gatillo del miedo no sea la vastedad del espacio yermo sino su opuesto, un lugar cerrado y habitable como una casa común y corriente.
Nunca volví allí, pero guardé el recuerdo de esa soledad perturbadora como imagen de la posesión del desierto por el hombre como lobo del hombre. Entonces, hace no mucho, la magnífica Palmira fue ocupada por los brigadistas criminales de ISIS para montar allí un circo televisado de degüellos en nombre, otra vez, de un dios. Fue como incendiar la última foto de mi pasado. El desierto —arenoso o blanco, blando o rocoso y de picos afilados— mata por naturaleza porque no está en su naturaleza decidir. Solo los bárbaros de cualquier civilización —nosotros, tan humanos— elegimos conquistar mundos y acabar con una vida en nombre de alguna idea superior.
El desierto —nuestra soledad inhabitable— es interior.