Por David Romero.
Fotografías Eduardo Albornoz.
Edición 418 – marzo 2017.
Solo existen dos volcanes habitados en el mundo y uno de ellos, el Pululahua, está en el Ecuador. Sus grandes erupciones pusieron fin a culturas de la Costa como Valdivia y Chorrera. El coloso esconde sorprendentes historias.
“Cayó la noche; después de la niebla se abrió el cielo otra vez, surgieron las estrellas, se veía nítidamente la vía láctea. Es un sitio de una belleza única; se siente auténticamente una magia telúrica, un magnetismo telúrico, usted se siente atraído de una manera inimaginable; siente una fuerza benéfica que lo conecta tanto con la tierra como con las estrellas, incluso con esa niebla que de cuando en cuando pasa como barnizando el paisaje, untándolo a usted también de una humedad misteriosa”.
Así, alucinado ante su hermosura, es como el diplomático y escritor Jaime Marchán Romero describe a Nieblí, un curioso pueblecito ubicado en el interior del volcán Pululahua. Su romance con el coloso empezó hace más de una década, cuando compró allí un pequeño terreno. Construyó en Nieblí una cabaña donde hoy se refugia para escribir. El Pululahua es uno de los dos únicos volcanes habitados en el planeta Tierra. El otro está situado en la pequeña isla de Aogashima en Japón. Pero, además, el Pululahua es el único volcán del mundo con producción agrícola en su caldera. El coloso está ubicado a tan solo veintisiete kilómetros de Quito, en las parroquias Calacalí y San Antonio de Pichincha.
Me pongo en contacto con Eduardo Albornoz, amigo y fotógrafo, y decidimos viajar. En la ciudad Mitad del Mundo hacemos parada obligatoria para desayunar, de allí avanzamos diez minutos más hacia el norte y llegamos hasta el mirador de Ventanillas: un sitio amplio, moderno y cómodo, con una serie de locales comerciales donde indígenas del pueblo Quitu-Cara ofertan artesanías relacionadas con el Pululahua y con su cultura milenaria. Los turistas llegan hasta el mirador para las fotos que tienen como fondo un paisaje impactante, monumental, espléndido. Es un amor a primera vista para todos los visitantes, pues la ubicación privilegiada permite tener una impresionante panorámica del volcán.
Miro hacia abajo y sobre una enorme planicie —que no es otra cosa que un cráter deformado hace cientos de años— están ubicadas pequeñas casas y diversos cultivos. Desde el mirador se puede descender a pie hasta la misma caldera, por un sendero sinuoso pero seguro.
Converso con varios turistas, locales y foráneos, y todos coinciden en algo: “este ya es un volcán apagado”. Sin embargo, resulta que esa información no es tan cierta.
Días más tarde acudo al Instituto Geofísico en busca de una persona que ha dedicado buena parte de su vida al estudio del coloso: se trata del Dr. Daniel Andrade, profesor de la Escuela Politécnica Nacional y quien hizo su tesis de Ingeniería sobre el Pululahua.
—¿El Pululahua debe preocuparnos? —le pregunto.
Me responde que sí, por un hecho esencial:
—Es parte de los volcanes que han tenido erupciones recientes. Cuando digo recientes estoy hablando del tiempo geológico y eso quiere decir que durante los últimos 10 000 años el Pululahua ha tenido una erupción. Es un volcán joven, potencialmente activo.
De acuerdo a Daniel Andrade para que un volcán pueda considerarse apagado deben transcurrir por lo menos 10 000 años después de su última erupción; en el caso del Pululahua, pasaron apenas 2 200. Queda claro entonces que el Pululahua es un volcán dormido, pero no extinto.
—¿Por qué cree que mucha gente lo considera un volcán apagado?
—Tal vez por falta de conocimiento y el hecho de que nunca haya tenido una erupción desde la llegada de los españoles. También influye el hecho de verlo tan diferente de volcanes que para nuestra imaginación son los activos. Por ejemplo, si a un niño le decimos que dibuje un volcán activo, él hace un cono y dice: “es el Cotopaxi o el Tungurahua”; todos van a dibujar una pirámide bien bonita y el Pululahua no se parece a eso.
Entendamos mejor la forma de este complejo volcánico: el Pululahua no es una sola montaña con forma cónica; son varios domos de lava dispersos sobre una caldera de cuatro kilómetros. Hoy, su cráter deformado es una enorme hondonada donde se encuentran varias cúpulas de lava: Sincholahua, El Chivo, Pondoña y Pan de Azúcar; los dos últimos tienen cráteres en sus cumbres.
El descenso hacia el cráter
Si se desea bajar en vehículo al Pululahua para optimizar el tiempo, se debe avanzar diez minutos más desde el mirador por la carretera principal hasta llegar al segundo acceso del volcán. Ingresamos por un camino sin asfalto y empiezan las sorpresas: fincas con vacas y caballos, grupos de ciclistas subiendo la empinada cuesta y hasta publicidades de venta de casas en el volcán.
A un costado de la vía está el área de recreación Moraspungo, ideal para un paseo familiar. Caminamos 700 metros por un sendero que brinda todas las facilidades incluso para personas en sillas de ruedas. Al final, junto a un bello mirador, una zona de picnic donde están a disposición tres cabañas con sus respectivas parrillas.
Retornamos al vehículo. Después de recorrer veinte minutos finalmente llegamos a la planicie: allí se levanta imponente el cerro Pondoña, uno de los grandes domos que dejó la última erupción. Nos detenemos. Eduardo me dice que es el lugar preciso para tomarle una fotografía, aunque en ese instante, intempestivamente, mueve la cámara hacia arriba porque una majestuosa águila surca un cielo azulísimo.
El 17 de febrero de 1978, el Pululahua fue declarado Reserva Geobotánica, debido a su enorme riqueza en flora y fauna. Aquí existen más de 2 000 especies de flora andina, dentro de las que destacan hermosísimas orquídeas y bromelias. El botánico y científico ambateño Misael Acosta Solís fue quien gestionó la creación de la reserva de 3 383 hectáreas, al investigar la riqueza biológica de la zona.
Por la tarde el clima cambia y casi siempre está nublado; de hecho, pululahua es un término kichwa que significa “nube de agua” o “niebla”. Este nombre es una perfecta descripción de cómo luce la caldera pasado el mediodía.
El coloso es un lugar con múltiples opciones para el turista: caminatas, observación de aves, cabalgatas, ciclismo de montaña y hasta clases de rapel son parte de la oferta en este singular destino, donde la temperatura oscila entre los trece y quince grados centígrados. El Pululahua fue el primer Parque Nacional, creado en territorio continental ecuatoriano, el 28 de enero de 1966.
Converso con Raúl Santillán, nativo de este lugar y guardabosque del Ministerio del Ambiente. Me muestra dos áreas recreativas con todas las seguridades para que los turistas puedan acampar. También hay dos hosterías; una de ellas tiene huerta orgánica, en la que se produce la mayoría de los frutos que utilizan en su restaurante.
Me llama la atención una construcción en ruinas, abandonada. Es una casa colonial, sumamente antigua, evidencia de que los españoles también dejaron su huella en este complejo volcánico. Resulta que, a inicios del siglo XIX, exactamente 1825, muchas tierras fueron entregadas a la orden de los padres dominicos y fueron ellos quienes establecieron la hacienda Pululahua. Pusieron en marcha una importante producción agrícola y, años más tarde, se implementó una actividad que terminaría por convertirse en el sustento de la comunidad: la extracción y venta de cal. En la reserva aún quedan los vestigios de doce hornos de piedra, en los que se produjo cal suficiente para la construcción de muchas casas en Quito.
El viajero francés
Estoy en casa del escritor Jaime Marchán, en Quito. Me cuenta que, después de conocer por primera vez el Pululahua y quedar deslumbrado por sus encantos, empezó a investigar todo lo relacionado con el volcán. “Entonces me encontré con esto”, me dice, y pone sobre la mesa fotocopias de un artículo rarísimo. Lo primero que me llama la atención es un grabado a plumilla en la que dos hombres, literalmente, le caen a culetazos a una bandada de cóndores.
—¿Y esto? —le pregunto asombrado.
—Es algo insólito: es una caza del cóndor en el Pululahua. Este artículo es de un viajero francés de nombre Édouard André. Él tiene un libro que se llama Viaje a la América equinoccial, de 1884. Cuenta que, al dar la vuelta por un camino polvoriento, de una repisa de roca salen dos cóndores gigantescos de cuatros metros de largo, de punta a punta del ala, y que estos cóndores los atacan, una cosa impresionante.
Reviso el artículo con atención y leo lo que narra el francés: “Al verme tienden el vuelo ruidosamente sobre mi cabeza; apunto con rapidez, disparo los dos tiros y uno de los cóndores cae palpitante a mis pies, al borde del precipicio, era la hembra. Apenas me acerco a ella para rematarla, cuando veo proyectarse sobre la roca una sombra inmensa; levanto los ojos y me encuentro con el macho, que se lanza sobre mí como un rayo con el pico y las garras apercibidas. Coger el fusil por el cañón y asestar un vigoroso culatazo al agresor, fue obra de un instante; pero lejos de desanimarse intenta sacudirme un violento aletazo, que hubiera podido dar conmigo en el abismo, cuando por fortuna mi compañero que me seguía de cerca, dispara dos tiros a otro cóndor que a su vez le atacaba, y ante ese inesperado refuerzo nuestros enemigos huyen a vuelo tendido”.
Estoy de regreso en el Pululahua. Encuentro a una indígena acostada sobre el pasto. Me acerco y me cuenta que se llama María Chipantasi Aniloa y que se dedica a cuidar a sus vaquitas, que van allí a pastar.
Me dice que es tierra fértil para sembrar habas, fréjol, mote, papa, mellocos, zambo, zapallo, tomate de árbol, alfalfa. Añade que en el sector todos se conocen y en general son gente honesta…
—Solo una vez robaron ganado.
—Y eso que arriba está la gente del ministerio —le contesto.
—Pero mientras “menestereo” cuida entrada, ladrón se va por el chaquiñán.
Suelto la carcajada. María me informa que es descendiente de la cultura Cotocollao, precisamente un grupo humano severamente afectado por el proceso eruptivo del Pululahua y que debió abandonar esta zona durante siglos.
Hace 4 000 años hubo un intenso comercio entre los habitantes de la Costa y de la Sierra, como una suerte de gran feria manejada en buena medida por los yumbos (antes conocidos como caras y cuyos descendientes son los actuales tsáchilas). Este pueblo de comerciantes se encargaba de llevar hacia la Costa hojas de coca y piedras de obsidiana, y de regreso traía a la Sierra ají y concha Spondylus. Los yumbos, dedicados por completo a la actividad del trueque, tomaban productos de la cultura Cotocollao y los llevaban a los señoríos costeños de Chorrera y Machalilla. El centro de operaciones de los yumbos fue Tulipe, cuyos vestigios arqueológicos están situados a 60 kilómetros del Pululahua.
Pero cuando estos pueblos se encontraban en la cúspide de su florecimiento ocurrió algo inesperado y aterrador: el Pululahua despertó. Hace 2 200 años se produjo una gran explosión; el volcán vació su cámara de magma, se debilitó su estructura y se derrumbó. La explosión fue de tal magnitud que muchos indígenas cotocollaos murieron, y los demás huyeron hacia otras zonas debido a que sus asentamientos fueron devastados y sus fuentes de agua contaminadas por la emisión de seis kilómetros de lava. Incluso existen evidencias de que la furia del coloso puso fin al desarrollo social de las culturas Valdivia, Chorrera y Machalilla, debido a que una gran cantidad de ceniza cubrió buena parte de la costa suroeste ecuatoriana.
Tiempo más tarde cotocollaos y yumbos regresaron a las cercanías del volcán y recibieron la visita inesperada de los incas, quienes consideraron al Pululahua un sitio estratégico y construyeron de inmediato fortalezas militares conocidas como pucaraes; entre las más importantes, Rumicucho.
La verdad oculta
Pero, ¿podemos comprobar que el Pululahua provocó esos desastres en el pasado? ¿Actualmente existen evidencias de que el volcán está vivo?
El Pululahua tiene su propia estación de monitoreo en la zona llamada Moraspungo. Allí me encuentro con el ingeniero Francisco Vásconez, quien tiene experticia en fenómenos volcánicos y elaboración de mapas de amenaza. Le pido ir hacia un sitio enigmático del que me hablaron tiempo atrás: las aguas termales.
Hacia allá nos dirigimos; pero de pronto, en mitad del trayecto, aparece un paisaje rarísimo: es como un desierto blanco en mitad del verde montañoso; una especie de hermoso paréntesis cromático. Francisco Vásconez me explica:
—Estamos en la zona que le llaman el reventazón del Pululahua, donde hay un deslizamiento bastante grande, de aproximadamente un kilómetro de longitud que se debe a una alteración hidrotermal, lo que quiere decir que hay calor debajo de la tierra ya que estamos hablando de un volcán potencialmente activo. Este calor se transporta a zonas más superficiales y entra en contacto con el agua. Al entrar en contacto con el agua forma un sistema geotérmico o un sistema de aguas termales. Las rocas son dacitas, el típico ripio que sirvió para construir Quito. Pero si aquí vemos a la roca bastante destruida, como podrida, se debe a la alteración hidrotermal.
Avanzamos cinco minutos y Francisco me dice que hasta allí se puede llegar en auto. Bajamos. Caminamos quince minutos hasta descender por un angosto sendero; finalmente llegamos hasta una laguna pequeña que burbujea.
—Estamos en una de las fuentes termales que tiene el Pululahua, esta se encuentra al margen derecho del río Blanco que es uno de los principales drenajes que tiene este volcán. Esta fuente termal se caracteriza porque tiene mucha emisión de CO2. La existencia de una fuente termal es una evidencia tangible de que tenemos un volcán bastante joven.
De todas maneras, la existencia de estos gases no evidencia una reactivación del volcán sino más bien su dinámica normal, porque tiene obviamente una cámara magmática todavía en profundidad.
Fue por estos y muchos otros encantos que el diplomático y escritor Jaime Marchán escogió al Pululahua como escenario de su última novela, Volcán de niebla, publicada en 2012 y catalogada por críticos como un gran thriller político. Le pregunto:
—¿Por qué decidió que la verdad de su novela se oculte en el Pululahua?
—A la verdad hay que buscarla y la verdad normalmente está oculta, y me pareció que un ocultamiento metafórico de esa verdad se daba con la veladura de la niebla en el volcán, porque es un paisaje maravilloso, cambiante, que pasa de la luz resplandeciente a la más tenebrosa oscuridad.