Fue ya entrada la pandemia. Capaz ya en junio o julio del 2020. Había limitado mis visitas al supermercado, que entonces tomaban entre dos y tres horas de fila más compras, a una sola y golosa jornada mensual en la que me armaba de provisiones: todo lo necesario para no volver a buscar alimentos en los siguientes treinta días de encierro. Eran días extraños, en los supermercados se llenaban los carritos de metal y en la calle los que no podían quedarse en casa extendían el brazo, la mano abierta, y pedían algo de comer para ellos y sus hijos.
Por esos días aprendí a cocinar siguiendo las instrucciones que me dio una amiga por teléfono. Pero estoy exagerando, hasta mintiendo. No aprendí a cocinar. Aprendí que el pollo hay que descongelarlo la noche anterior, freírlo con poco aceite o cortarlo en pedazos y cocinarlos durante quince o veinte minutos, ese tipo de cosas; y que la salsa de soja y el limón exprimido pueden salvar casi cualquier plato que haya nacido defectuoso de las manos de su creador. Era suficiente para pasarla bien sin complicarme la vida. Nunca se me ocurrió aprender a hacer pan, digamos.
Llevaba varios meses teletrabajando en las mejores circunstancias, quiero decir que no me bajaron el sueldo ni me retrasaron los pagos ni me pusieron reuniones en Zoom a las dos de la mañana. Al contrario de muchos colegas, que buscaban ingresos adicionales corrigiendo tesis universitarias o vendiendo galletas en redes sociales, yo viví el primer año de pandemia volcado en mi oficio, en mis obligaciones, tan ocupado que al final de la noche, cuando quedan el tiempo y la energía libres para las preocupaciones, caía muerto de cansancio y dormía hasta la mañana siguiente.
Pero sí, claro que sí, yo también pensaba en eso. ¿Acaso tú no? Pensaba en que me podía enfermar, en que las cosas podían complicarse, en que tal vez me llevarían a una clínica, en que quizás una vez internado las cosas de hecho se complicarían y terminaría en la Unidad de Cuidados Intensivos, boca abajo o con un tubo en la boca, en que la muerte más tranquila sería la inconsciente, dejarse caer en un sueño del que ya no se volverá. Y pensaba, me preguntaba, ¿y si me muero ahora mismo?, ¿ahorita? ¿Cómo habría pasado mis últimos días sobre la tierra?

No vivía con miedo, vivía con precaución y persiguiendo cada día una serie de pequeños placeres: leer, escribir, comer rico y abundante (ante la pereza de cocinar, nada mejor que una lata de frijoles con tocino rebozada de Doritos; o ya de plano una llamada a la pizzería y sí, gracias, quiero la promoción, dos pizzas familiares por el precio de una mediana).
De lunes a jueves, me acuerdo, vivía ensimismado, haciendo lo mío mientras el mundo afuera cambiaba o desaparecía; el viernes, tipo seis de la tarde, llegaba una chica linda (la conocí en un Live) que se quedaba conmigo hasta el domingo por la noche o el lunes por la mañana. La relación era perfecta y por eso mismo insostenible a largo plazo. A ella le preparaba una pasta con mantequilla y alcaparras a la que coronaba con un algún marisco enlatado. Una vez, mientras comíamos, me dijo: me siento bien, no siempre me siento así.
La relación terminó, la pandemia se endureció, pero mis hábitos alimenticios se mantuvieron. Y ante la posibilidad de la muerte, mi respuesta siempre fue el exceso. Por ejemplo: si cada vez que pido un sánduche me quedo con hambre y con ganas de otro, ¿por qué no pido dos cada vez? Si
quiero tomarme una cerveza, ¿por qué no me la tomo?, si quiero besarla, ¿por qué no lo hago? Y así, diciendo que sí a todo lo posible, fui subiendo de peso hasta que quienes no me habían visto en cuestión de meses dejaron de reconocerme. Por ahora sólo diré que los entiendo: de la misma forma en la que uno se puede perder en las drogas o en el amor, a la misma velocidad y con el mismo esfuerzo, haciendo quizás parte del mismo delirio, se le puede entregar cuerpo y alma a la comida. Ahora lo entiendo. Ahora los entiendo y los abrazo. Sólo queríamos ser gordos y felices, sólo eso.