Por Milagros Aguirre.
Ilustración ADN Montalvo E.
Edición 424 – septiembre 2017.
Hace unas semanas en el patio de comidas de un centro comercial quiteño, le pidieron a una famosa ajedrecista que dejara de jugar, que son las normas del lugar, que no se admiten juegos de salón en el lugar, que ese era el reglamento. Ante las quejas y comentarios en redes sociales el centro comercial no solo que pidió disculpas, sino que organizó un juego de ajedrez en sus instalaciones. Si la ajedrecista no era famosa, seguramente hubiese tenido que abandonar sin chistar el lugar, obedeciendo al reglamento. Reglamento… normativa… pena… sanción… prohibición…
Esa manía actual de burocratizar la vida íntima nos va a matar. ¡Si vivíamos felices cuando el lema era “aquí está prohibido prohibir”! Y cuando la mayor norma a respetar, que no consta en ningún reglamento ni ley ni ordenanza, era decir buenos días, buenas tardes, buenas noches y muchas gracias o, a lo mucho, perdón y permiso. Bastaba con el uso de esas palabras clave de las normas de convivencia mínimas. Ahora han sido reemplazadas por los reglamentos, las leyes y las normativas y, por supuesto, por las sanciones, ¡nos encantan las sanciones! ¡Qué afición!
En un edificio de tres pisos y apenas seis vecinos, cuando hay discusión o inconveniente —normal dentro de la convivencia diaria— todos citan la necesidad de un reglamento interno que diga claramente: que se cierre la puerta a tal hora, que las fiestas duren hasta tal hora, que se prohíban las mascotas incluso las más silenciosas, que no arrastren las mesas los vecinos que viven arriba, que usen sandalias al entrar para que no se ensucie el piso… falta que regulen también que las camas deban tener los tornillos bien apretados para que no suene cuando las parejas se desatan en pasión, que muerdan la almohada para evitar que los demás vecinos escuchen sus gemidos de emoción; o que la señorita se quite los tacos y entre en puntillas cuando ha entrado a la madrugada, después de disfrutar de la discoteca o el karaoke; o que el vecino que fuma deje de hacerlo incluso en la vereda de enfrente, que es el único sitio donde puede fumar, porque da mal ejemplo a los transeúntes. Porque, además, la sociedad se ha vuelto más curuchupa y no tolera ni el humo del tabaco. Pero eso sí, ¡piden reglamentos! Y severas sanciones. Y multas, por supuesto, aunque los mismos que las piden suelen ser los que no pagan las cuotas mensuales con las que se pagan los servicios básicos.
La vida sería más simple solo cumpliendo unas pocas normas, que no forman parte de reglamento alguno: saludar y despedirse, agradecer, dejar de arrimar la basura contra el pobre arbolito de la esquina (y no orinarse junto a él, por supuesto), barrer la vereda, limpiar aquello que se ha ensuciado. Vivir y dejar vivir. Eso de prohibido prohibir, que tanto gustaba a los de mi generación, nos hacía libres. Y, creo, más educados.