Profesores muertos de inanición y abandono

Los casos de profesores jubilados que mueren de inanición en Venezuela conmovieron a todo el país. Sus jubilaciones no alcanzan para comer. No han podido migrar y viven un calvario, empeorado por la dolarización informal.

Profesores jubilados en Venezuela
Ilustración: Beto Val

Su hija había emigrado años antes, ni bien se casó. Sus hermanos lo hicieron después, uno tras otro, y se fueron a vivir a México, Estados Unidos, España. Ella se quedó: aún tenía música que componer, libros que editar, niños en quienes sembrar sonidos y cosechar sensibilidad musical. Pero, sobre todo, tenía a su hijo, adulto pero dependiente de ella.

En Venezuela se dice, acerca de esto de irse del país, que no todo el que quiere puede ni todo el que puede quiere. En eso vino la pandemia de la covid-19 y se contagió. Desarrolló neumonía. Debía ir a un hospital, pero no había camas y las pésimas condiciones de atención hospitalaria la recluyeron en su casa. No resistió y falleció en brazos de su hijo, en el ascensor del edificio en el que residía en Los Palos Grandes.

¿Una más de las muertas por covid-19? No. Para mi esposa y para mí, Annely Keller fue nuestra amiga desde el posgrado en Holanda y siempre la recordaremos con cariño. Su muerte, allá lejos, nos conmovió. Lo consideramos una dura pérdida personal. Han pasado casi dos años, pero he vuelto a recordarla al leer un conmovedor reportaje en The New Yorker sobre las extremas condiciones de pobreza y abandono que sufren los profesores universitarios retirados de Venezuela.

Jubilación de miseria

Aunque sucede lo mismo en muchas otras partes de ese país, el reportaje se enfoca en la desesperada situación de los docentes y administrativos jubilados de la Universidad de los Andes, en Mérida, una de las principales universidades públicas del país. Malnutridos, incapaces de pagar el arriendo, tratando, los que pueden, de arrendar cuartos de su departamento o de cultivar su propio huerto para sobrevivir, todos los maestros y administrativos se hallan en una situación catastrófica, con escaso dinero, sin ayuda pública alguna ni ente al cual recurrir.

El reportaje de Stephania Taladrid (“Aging and Abandoned in Venezuela’s Failing State”) se inicia con el estremecedor relato de lo sucedido en enero de este año cuando los bomberos rompieron la cerradura del departamento de Pedro Salinas, un renombrado profesor de ingeniería, jubilado, de 83 años. Lo encontraron tirado en el suelo de la sala, demacrado y sucio, sin poder articular palabra ni moverse, en un estado de desnutrición severa. A su lado estaba el cadáver de su mujer, la también profesora universitaria Isbelia Hernández, muerta de un ataque al corazón.

En las semanas previas los vecinos habían notado la angustia de Isbelia, que había confesado a alguno de ellos que a ella y su marido les era cada vez más difícil procurarse el alimento. No les habían visto dos días, cuando el administrador del edificio llegó para cobrar la factura del gas y golpeó la puerta. Nadie respondió. Volvió al día siguiente y tampoco hubo respuesta. Preocupado, alertó a la hija de Hernández, que dejó Mérida hace algunos años y vive en España. A ella se le clavó una gran preocupación y llamó a los bomberos merideños.

Lo sucedido con el profesor Salinas se conoció de inmediato en toda Venezuela por las redes sociales, pero produjo un impacto especialmente triste en Mérida y en la U. de los Andes, donde Salinas había sido profesor desde finales de los años sesenta. Fue el primer maestro con un doctorado (PhD) que obtuvo en la U. de Londres. En sus cuarenta años de carrera Salinas había ganado numerosos premios, enseñado a miles de ingenieros y asesorado a gobiernos locales, empresas privadas y corporaciones internacionales.

Cuando aparecieron las fotos de Salinas, en la ambulancia que lo llevaba, con los ojos hundidos y el torso desnudo en que solo se ven piel y huesos y un estómago cóncavo y hundido, muchos venezolanos no se preguntaron, porque ya lo saben, cómo un maestro y profesional de su prestigio podía sufrir un destino tan siniestro: su país está destruido y, con él, la vida de todos, incluidos esos académicos de excelencia que dieron honra a la academia venezolana, no han podido huir de su país y están muriendo abandonados, cuando la que fue “Venezuela Saudita” es hoy el más trágico ejemplo de un Estado fallido.

Los profesores y jubilados de la Universidad de los Andes salieron a protestar, a fines de enero, con letreros de “No a los salarios de hambre”. Como es previsible, no obtuvieron nada. En esos días murió, y también de desnutrición, un guardia de seguridad de la universidad, Antonio Suárez. Este vivía en una de las aulas, adonde se había mudado desde 2015 porque no podía pagar el arriendo.

Arrimaba algunos pupitres y dormía encima de ellos, pero a las siete de la mañana, el aula estaba limpia y arreglada, por si acaso la ocupasen para clases. Hasta que una noche se cayó durante el sueño al suelo y así lo encontraron, dormido y moribundo, en la mañana: lo llevaron al hospital, pero murió de desnutrición.

Las muertes de Salinas y Suárez me recuerdan la de mi amiga, graduada en Pedagogía Musical y autora de su propio método de introducción a la música, que grabó varios discos y escribió varios libros y que sostuvo durante cuarenta años el Taller de Iniciación Musical Annely Keller, con varias sucursales en Caracas, las que tuvo que cerrar, aferrándose a uno solo hasta el final. Las vidas destrozadas de los jubilados en toda Venezuela se ven en las cifras de la Convite, una organización de derechos humanos que ha comprobado que casi el 90 % de los mayores de sesenta años del país vive bajo la línea de pobreza.

Ochocientos mil de ellos pasan el día solos, con poco o ningún apoyo familiar. Representan una generación olvidada, en un país en que el 20 % de su población ha migrado al exterior en los últimos seis años. Las Naciones Unidas dicen que este año se alcanzará la cifra de ocho millones de emigrantes venezolanos, una de las mayores crisis de movilidad humana desde la Segunda Guerra Mundial (y sin guerra declarada, como la de Ucrania, de donde han salido seis millones).

Dolarización informal

Profesores jubilados en Venezuela

Los ecuatorianos conocemos a los migrantes venezolanos; los que vemos en nuestras calles y barrios son jóvenes o de mediana edad. Casi no hay de la tercera edad. El censo que se está haciendo como parte de la regularización nos lo dirá. Es cierto que la dolarización de hecho y la subida de los precios del petróleo está ayudando a la economía venezolana.

Pero para la gente no hay mejora, aunque se habla de un aumento de diez veces en el salario. Sí, porque después de haberse mantenido por años en dos dólares, ahora ha subido, como gran cosa, a veinte dólares mensuales. “No se ha arreglado un carajo”, me dijo, un amigo académico, que salió hace siete años, indignado por la pregunta de si es verdad que “Venezuela ya se arregló”.

Los emigrantes son de todas las clases sociales: los ricos salieron primero; los profesionales especializados, a continuación; la clase media, después. Y los pobres, que no tienen trabajo ni medios de vida, vinieron luego, y digo vinieron en los dos sentidos: siguieron en el orden pero, además, vinieron a toda América del Sur, y en especial a Colombia, Brasil, Ecuador, Perú y Chile. Y lo hicieron a pie, caminando semanas enteras, hasta encontrar un rincón en el que pudieran rehacer su vida. Obra de Hugo Chávez y de su sucesor Nicolás Maduro, que convirtieron a la nación más rica de América del Sur en la más pobre de la región.

Hoy tres cuartos de los venezolanos viven con menos de 1,20 dólares al día. La dolarización informal no solo que no ayuda a quienes viven de sus pensiones de hambre, sino que ha empeorado su situación. El maestro con mejor sueldo en la Universidad de los Andes, es decir, un profesor titular, con años de antigüedad y paga extra por ser decano o rector, hoy no alcanza a percibir 180 dólares al mes. Y los jubilados, menos de cuarenta.

La destrucción de la economía venezolana también provocó un éxodo de maestros universitarios. La mayoría emigró desde 2015. Casi la mitad de los que lo hicieron tiene título de doctor, pero, según estudios, solo un tercio trabaja ahora en docencia universitaria, aunque en las encuestas señalan que sus condiciones de vida son mejores que las que tenían al momento de migrar.

Producto de la democracia, las universidades venezolanas crecieron, se democratizaron, mejoraron en toda la segunda mitad del siglo XX. Y como pagaban los mejores sueldos de América Latina, atrajeron a profesores de otros países, como Chile, Uruguay y Argentina y el propio Ecuador. Una figura paradigmática es la de Alfonso Rumazo González (1903-2002), el gran intelectual y polígrafo, que fue profesor de la U. Central de Venezuela durante décadas.

Hasta que vino el mesías con su revolución bolivariana y acabó con todo. Lo hizo, como luego su remedón Correa, creando a dedo universidades alineadas con su ideología, a las que prodigó recursos, mientras esquilmaba a las tradicionales, ahogando el pensamiento independiente y sometiéndolas a kafkianas obligaciones de llenar papeles y cumplir requisitos complicados y ridículos, mientras destruía toda la economía.

Así, los salarios de muchos de los empleados administrativos de las universidades cayeron a veinticinco dólares mensuales, pero quienes más sufrieron fueron los que estaban próximos a retirarse o se habían jubilado ya. Como calculó el sitio venezolano de noticias Prodavinci, el profesor que ha contribuido con dieciséis dólares a la seguridad social durante sus 35 o 40 años de docencia, solo recibe trescientos dólares en total a lo largo de todos sus años de retiro.

Tendría que vivir 1500 años para lograr que le devolvieran lo que contribuyó. “Nos robaron nuestro dinero”, dijo Diana Arismendi, una famosa compositora clásica y profesora de la U. Simón Bolívar de Caracas. “Probablemente esa plata está guardada en alguna cuenta en Andorra o Rusia”.

Los sueños de cada educador y de todo el sistema educativo venezolano se esfumaron. Ni siquiera iniciativas como El plato solidario, de los profesores de la U. de los Andes, alcanza para dar de comer a los jubilados. Atendían a cincuenta jubilados con un plato de almuerzo cada día, hasta que la pandemia les obligó a cerrar.

Hay varios que, como el guardia Suárez, hoy viven en las universidades, cuando no en la calle. Si se enferman, no hay remedios ni plata para curarlos. Y, cuando mueren, los maestros en activo tienen que hacer cuota para pagar el funeral. Los sabios de Venezuela son ahora unos mendigos.

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