EDICIÓN 485

Gran parte de los libros que leemos a lo largo de la vida son traducciones. Y lo hacemos sin apenas cuestionarnos si la voz que “escuchamos” al pasar las páginas es la del autor o de quien se ha embarcado en la titánica tarea de “ensanchar las fronteras de la lengua”, como decía el célebre filósofo y traductor Walter Benjamin.
Pocas veces nos preguntamos si la oscuridad o la pesadez de ese libro que decidimos dejar a medias se debió a la obra en sí o a una traducción mediocre; o si, por contra, el brillo del autor fue bruñido por la pericia de un buen traductor, ese fantasma en el libro —como lo llama el español Javier Calvo— que para desaparecer de la página tiene que llenarla. ¿Pero qué es, entonces, la traducción literaria?
Como en toda actividad humana con una carga creativa, no existe una definición canónica para esta profesión. En su ensayo La impostora (2022), la escritora Nuria Barros hace un recorrido por buena parte de la literatura escrita sobre traducción y recoge una serie de definiciones con el afán de volverla menos escurridiza.
La traducción —escribe— es una función especializada de la literatura, una escuela de escritura y de lectura y una escuela sobre los recursos de la lengua materna. Es el arte de descifrar, de la aproximación; el oficio invisible en el que conviven el rigor y las ambigüedades; un camino de regreso a la extrañeza original del idioma, un ejercicio de trashumancia, un viaje múltiple a la lengua del autor, a su voz, al mundo que ha creado.
Arte, escuela, oficio, viaje… Se podrían llenar páginas sobre el significado que la práctica de traducir ha tenido desde los tiempos de Babel. Lo que está claro es que la impronta de un traductor es la invisibilidad, que su aspiración es desaparecer y, su ideal, que la traducción se lea como si no lo fuera.
¿Libertad?
La traducción empezó como un oficio de élite entre sabios y nobles. Después como labor exclusiva de poetas y, hasta hace relativamente poco, como una profesión de segunda fila en la escena cultural, desligada de la creación literaria.
“Hasta el siglo XIX —relata Calvo en su ensayo El fantasma en el libro (2015)— el traductor literario, que en el 99 % de los casos también era escritor, no mostraba el respeto que les concedemos hoy a los textos que traducimos. Aquellos poetas-traductores consideraban que su tarea consistía en mejorar a los autores de épocas anteriores y corregir sus errores”.
Los escritores medievales fueron muy proclives a la traducción de excesos creativos. El inglés Geoffrey Chaucer es un claro ejemplo de cómo los traductores de la época se tomaban licencias, a día de hoy, inimaginables: recortó unos seis mil versos de El cuento del caballero de Boccaccio, agregó por su cuenta 245 versos al poema Il Fostrato. En la Francia de los siglos XVII y XVIII a estas traducciones se las conocía como “bellas infieles”, y en ellas los traductores desechaban todo lo que no entendían o juzgaban aburrido, innecesario o inmoral.
Como libérrimas se pueden calificar las traducciones de principios del siglo XX que el escritor chino Lin Shu hizo de clásicos como Defoe, Dumas o Cervantes, sin conocer una sola palabra de inglés, francés o español. El Moxia Zhuan —su adaptación en chino mandarín de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha— fue el resultado de escuchar una versión inglesa del clásico cervantino narrada por su asistente.
En nuestro lado del mundo Jorge Luis Borges y Julio Cortázar se alzaron como los grandes bienhechores de la traducción libre. Ambos pasaron por alto todos los estándares, eliminando elementos que juzgaban superficiales o añadiendo matices y hasta textos propios. Las palmeras salvajes de William Faulkner es quizá la traducción más anacrónica que se le conoce a Borges pues, además de modificar estructuras gramaticales, incluyó diálogos salpicados de voseo y léxico rioplatense. Cortázar, por su parte, mutiló las dos primeras páginas de Robinson Crusoe, realizó supresiones sistemáticas a lo largo de todo el libro y lo dividió en capítulos originalmente inexistentes.
A partir de la década de los sesenta, esta libertad desmesurada se fue restringiendo y el respeto por el original que sí se tenía en la traducción de textos académicos y científicos se extendió hacia el ámbito literario. Apareció, entonces, una figura más técnica y profesional, “con menos cualidades literarias, pero más competencias lingüísticas y filológicas”, recuerda Calvo.
La traducción libre quedó circunscrita a la lírica, donde el debate sobre traducción entra en un bucle infinito pues, como escribía Octavio Paz “el traductor no tiene más que inventar el poema que imita” y el riesgo a perder lo taimado, lo incisivo, el doble sentido es aún mayor.
En una entrevista para Mundo Diners, el traductor Benjamín Aguilar-Laguierce, CEO de la agencia de traducción 9h05 Internacional de Quito y traductor al francés de, entre otras obras, los Prepoemas en postespañol de Jorge Enrique Adoum o Complejo de Santiago Vizcaíno, nos cuenta su propia experiencia en este género: “Se trabaja por la intuición de las palabras. El traductor crea un poema que no existe en la lengua de destino, pero parte de una matriz que le va guiando. Tiene que hacer una traducción si no fiel, al menos leal a lo que dice el texto”.
Peligro
Decía Virginia Woolf que traducir es elegir las palabras correctas y colocarlas en el orden correcto, aunque un experimentado traductor añadiría que no basta con encontrar la palabra y el lugar justos, sino también la cadencia, el ritmo, el sonido adecuado para producir efectos emocionales análogos.
Lograr este cruce de conciencias no es en absoluto sencillo y puede, incluso, resultar peligroso: en el siglo XVI, traducir La vulgata —la primera Biblia traducida del hebreo al latín— a una lengua vulgar estaba castigado con la muerte. William Tyndale fue quemado por imprimir la primera versión del libro sagrado en inglés, Casiodoro de Reina tuvo que huir de España para poder traducirlo al castellano —su famosa Biblia del Oso— y fray Luis de León cumplió cinco años de encierro por traducir el libro bíblico el Cantar de los cantares.

Y aunque nos gustaría creer que los riesgos del oficio son anécdotas del pasado, hace poco más de treinta años, la traducción errónea del libro Los versos satánicos (1988)del hindú Salman Rushdie fue, según Mark Polizzotti, una de las causas para que extremistas musulmanes, liderados por el ayatolá Jomeini, atentaran contra la vida de cuatro traductores y pusieran precio a la cabeza del autor.
El título que había elegido el escritor provenía de satanic verses, la traducción que unos orientalistas británicos del siglo XIX hicieron sobre unos versos conocidos como gharaniq (grullas) y que el profeta Mahoma había suprimido al asegurar que los había escrito bajo engaño de Satán. Cuando el libro de Rushdie se editó en el mundo árabe fue traducido como Al-Ayat ash-Shataniya. Ayat son los versos sagrados del Corán y no los suprimidos por Mahoma. El error se convirtió en blasfemia.
Hitoshi Igarashi, traductor al japonés murió degollado; Ettore Capriolo fue herido de gravedad en Italia; el hotel en el que se hospedaba el traductor turco Aziz Nesin en 1993 fue incendiado: él se salvó, pero el fuego se llevó otras 37 vidas. El traductor noruego William Nygaard sobrevivió a tres tiros en la espalda. Rushdie, que permaneció en semiclandestinidad durante una década y que en 2002 decidió correr el riesgo de vivir con normalidad, fue salvajemente apuñalado el pasado 12 de agosto durante un acto literario en la localidad de Chautauqua, Nueva York. Al cierre de esta edición, el autor de Los versos satánicos se encontraba en estado crítico, aunque con un pronóstico favorable al no requerir respiración asistida.
¿Precariedad?
En su discurso de investidura como miembro de la Real Academia Española (RAE) en 2013 —la primera vez, en los trescientos años de historia de la Academia que un traductor es elegido para formar parte—, el español Miguel Sáenz dijo con sorna que la traducción es, junto con otra famosa profesión, la más antigua del mundo, aunque peor pagada que aquella.
Nuria Barros denuncia que tanto traductores como correctores son “las sufridas hormigas de un potente negocio”, con plazos demasiado breves, honorarios exiguos y escaso aprecio a su trabajo.

Al preguntarle sobre el panorama de la traducción literaria en el Ecuador, Benjamín Aguilar señala que es prácticamente inexistente, sobre todo porque el sector editorial en nuestro idioma está dominado por las editoriales españolas: “Hay cierto imaginario entre esas editoriales de la superioridad del español que se habla en España y lo que queda de la traducción editorial en Latinoamérica se divide entre México y Argentina”.
Para los editores españoles esa superioridad de la que habla Aguilar es simple neutralidad. Javier Calvo cuenta que, con la llegada de la democracia a España, los sellos editoriales rechazaron la hispanoamericanidad en las ediciones y que en los ochenta una de las tareas de los correctores era purgar los textos de cualquier americanismo: “Por culpa de este blanqueamiento —reflexiona—, de esta aspiración absurda de neutralidad, gran parte de la literatura extranjera que leemos suena demasiado parecida”.
Los traductólogos se esfuerzan cada vez más por revertir esta tendencia buscando estrategias para traducir, con la menor pérdida posible, los fenómenos lingüísticos e idiomáticos propios de cada cultura sin tener que recurrir a infinitas notas del traductor. Benjamín Aguilar dedica gran parte de su tiempo al estudio de los culturemas ecuatorianos y cómo traducirlos para que lleguen lo más intactos posible a la lengua de destino. Un verdadero trabajo de orfebrería que requiere mucho tiempo y que la mayoría de las editoriales, atadas a la imparable rueda del mercado, no están dispuestas a conceder.
Otra anomalía que denuncian es el hecho de que el mundo de las traducciones está dominado aplastantemente por el idioma inglés. El resultado, concluye Calvo, es una forma de ignorancia global que compartimos todos.
Los escritores anglosajones son las estrellas indiscutibles desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En 2008 la organización Cultural Transfers publicó el primer Informe para la diversidad con el fin de recopilar datos sobre los flujos de traducción después de la Guerra Fría. El último reporte, publicado en 2020, refleja que, pese a que el dominio del inglés se ha debilitado a partir de 2015, el 59 % de las traducciones son en ese idioma. Los libros en español solo representan 3 % del total de traducciones.
A todas estas circunstancias se suma la universalización de la enseñanza de idiomas que hace que el trabajo del traductor se cotice aún más a la baja y la irrupción cada vez más sofisticada de herramientas de traducción automática como Global Link, DeepL o Google Translate.
¿La nueva inquisición?
Junto a estas amenazas se cierne una mucho más reciente: la del discurso identitario. El 20 de enero de 2021, durante la ceremonia de investidura de Joe Biden como presidente de Estados Unidos, la poeta Amanda Gorman realizó una vibrante declamación de su texto The Hill We Climb (La colina que ascendemos) que conmovió y corrió como la pólvora en las redes sociales. El fenómeno Gorman se convirtió en objeto de deseo para editoriales de todo el mundo.
En los Países Bajos se encargó la traducción a Marieke Lucas Rijneveld, la ganadora más joven del International Booker Price de novela. Poco después la activista Janice Deul escribió en un diario neerlandés: “Nada en contra de la calidad del trabajo de Rijneveld pero, ¿por qué no elegir una autora que, exactamente como Gorman, sea una poeta joven, mujer y negra y sin disculparse por ello? (…) Ella es blanca, no binaria, no tiene experiencia en este campo”.
El revuelo levantado por Deul obligó a Rijneveld a renunciar y la editorial hizo pública su disposición a encontrar una traductora que encajara mejor con el perfil de la autora. El debate llegó también a España, donde los representantes de Gorman rechazaron al traductor Victor Obiols, propuesto por el sello catalán Univers, solicitando una traductora, de preferencia negra y activista. Obiols respondió que, igual que Rijneveld, había sido víctima de la nueva Inquisición.
Traductores de todo el mundo se sumaron a la queja “inquisidora” de Obiols y otros más moderados, como Benjamín Aguilar, entendieron la postura de Deul de dar mayor visibilidad a las minorías dentro de la profesión, aunque puntualizando que el concepto de “minorías” se contrapone a la figura del traductor, pues este “es el otro que permite hacer el puente entre culturas y unir dos mundos que no tienen necesariamente mucho que ver. Si para eso hace falta ser exactamente como el autor, la traducción se vuelve imposible”.
Aguilar considera más realista y necesaria la reivindicación de Jennifer Croft, quien en 2021 publicó en Twitter su decisión de no traducir ni un solo libro más si no llevaba su nombre en la cubierta.
Un mes más tarde, en el Día Internacional de la Traducción que se conmemora cada 30 de septiembre, Croft viralizó su campaña #traductoresenlaportada. A un año de su exigencia, se siguen editando miles de traducciones sin el nombre del artífice en la portada, aunque cada vez son más las editoriales, sobre todo independientes, decididas a reparar esta omisión histórica.