Procrastinar o todo para después

EDICIÓN 486

Fotografías: Shutterstock

Texto: Nicolás Harry Salvarrey / Relatto

Un procrastinador profesional, algo vago y hedonista, disecciona esa postura que consiste en el “acto de aplazar el cumplimiento de una tarea”.

“No dejes nada para el día siguiente, ni para el otro día,
porque el trabajo diferido no llena el granero.
La actividad acrecerá tus riquezas,
porque el hombre que difiere siempre las cosas lucha con la ruina”.

Hesíodo, Trabajos y días

Hace unos días escuché una entrevista que el empresario y podcaster estadounidense Tim Ferriss le hizo al escritor británico Neil Gaiman. Ante la pregunta de cómo hacía para concentrarse y terminar un trabajo cuando no tenía ganas de escribir, Gaiman respondía que había intentado varios métodos sin éxito, entre ellos el de Ian Fleming, autor de la saga de libros de James Bond.

Aparentemente Fleming odiaba el proceso de escritura y, para poder terminar un libro, alquilaba la peor habitación del peor hotel de un pueblo rural en el que no hubiese absolutamente nada atractivo para hacer, y se decía a sí mismo: “No te vas de acá hasta que no termines este libro”.

A Gaiman no le había funcionado ese método y eventualmente había llegado a desarrollar otro: aislado en un lugar sin familia ni distracciones, Gaiman empezó a permitirse la no escritura si no encontraba la motivación. Pero se prohibía hacer otra cosa. Las opciones eran: escribir o no hacer absolutamente nada. En su experiencia, después de veinte minutos de mirar por la ventana, escribir empezaba a ser una alternativa más interesante. Todo esto aprendí mientras postergaba deliberadamente la escritura de este texto.

Se conoce como procrastinación al acto de aplazar el cumplimiento de una tarea y existe desde mucho antes de que se pusiera de moda la palabra.

Hay distintos tipos de procrastinación. La buena, que consiste en aplazar una tarea por la aparición de otra más importante como puede ser un problema de salud o una emergencia familiar. La mala, pero gobernable, que es la que Neil Gaiman convirtió en método: aplazar la tarea y a cambio no hacer nada. Y la peor, la pésima, mi veneno: aplazar la tarea y a cambio consagrarse a cualquier estupidez que aparezca en el camino con intensidad y determinación.

¿Por qué procrastinamos?

Uno de los pioneros en el estudio de la procrastinación es el doctor Joseph Ferrari, de la Universidad de DePaul en Chicago. En una publicación de 1995 junto a Judith Johnson y William McCown, que se centra en la procrastinación académica, postula que en general los estudiantes postergan por cuatro principales distorsiones cognitivas:

  • Sobreestiman el tiempo que les queda para completar una tarea.
  • Sobreestiman la motivación que van a tener en el futuro.
  • Subestiman el tiempo que llevará completar la tarea.
  • Asumen que necesitan estar en el estado mental ideal para trabajar.

Todo el mundo procrastina, la mayoría de la gente de maneras no patológicas. En las variantes más graves puede traer serios problemas personales (laborales, familiares, de salud, financieros), pero en la mayoría de los casos no es más que un contratiempo con el que nos acostumbramos a lidiar. Algunos teóricos categorizan a los procrastinadores en seis tipos:

  • El perfeccionista, que posterga la tarea porque teme no poder concretarla con el estándar de calidad que pretende.
  • El soñador, que tiene problemas para concentrarse y deja que su mente vuele hacia reinos misteriosos cuando debería estar enfocada en hacer la tarea.
  • El desafiante, que se niega a que nadie le diga qué tiene que hacer y cuándo tiene que hacerlo.
  • El preocupado, enamorado de la zona de confort, que teme adentrarse en mundos desconocidos.
  • El fabricante de crisis, convencido de que trabaja mejor bajo presión y, por ende, deja todo para último momento.
  • El exigente, que se embarca en demasiadas tareas y no encuentra tiempo para completarlas.

Leí varias veces esa clasificación antes de plasmarla acá y no me reconozco en ninguno de los tipos. Yo me considero un procrastinador vago, un procrastinador hedonista, un procrastinador negador. Yo postergo porque no me gusta trabajar, prefiero disfrutar de cosas placenteras (dormir una siesta, salir a tomar algo, comer un alfajor, ver una película, escuchar música) y el monstruo de las fechas de entrega no oscurece mi vida hasta que su respiración caliente en la nuca se me hace realmente insoportable. Yo procrastino porque efectivamente me gusta más hacer otra cosa que hacer lo que tengo que hacer.

Hay quienes dicen que la procrastinación es inmune a los libros de autoayuda, porque el que lee un libro de autoayuda no es tan procrastinador, y el verdadero procrastinador no lo leerá jamás. Pero los libros existen y también existen miles de artículos desparramados por Internet, todos llenos de consejos. La mayoría de ellos son parecidos.

La administración de una lista de pendientes es uno de los más repetidos. Uno no sabe cuánto se puede escribir sobre listas de pendientes hasta que googlea “procrastinación”. Si conviene elaborarlas a mano, si es mejor tener una en un documento de Google Drive, si se recomienda tal o cual aplicación de celular, cómo se deben categorizar las tareas en la lista, si la lista debe contemplar tareas de corto o largo plazo, si se deben subdividir las tareas en subtareas, de qué manera se deben organizar las subtareas, si debe haber una sola lista o distintas según tipos de tareas y de plazos. Yo solo sé que uso las listas de pendientes para mentirme a mí mismo.

Hay infinidad de aplicaciones de celular para administrar pendientes. Cada una tiene pequeñas diferencias, alguna puede funcionar mejor de acuerdo con la cabeza del tipo de procrastinador que la descarga, pero todas operan sobre el mismo principio: intentan calmar el efecto Zeigárnik.

Bliuma Vúlfovna Zeigárnik fue una psicóloga soviética que estudió el fenómeno por el cual la gente tiende a recordar más una tarea incumplida o interrumpida que una completada. No está claro por qué las tareas incompletas se ubican cerca de la superficie de la conciencia, quizás como un recordatorio constante de que hay que hacerlas antes de que desaparezcan de la memoria a corto plazo, pero el efecto Zeigárnik puede ser fuente de una gran ansiedad si los deberes se empiezan a acumular.

¿Existe un método para dejar de procrastinar?

En 2011 otros dos psicólogos, E. J. Masicampo y Roy Baumeister, quisieron probar el efecto de la planificación sobre el efecto Zeigárnik. Asignaron una tarea a un grupo de sujetos y después no los dejaron completarla. Notaron que eso interfería con la habilidad de los sujetos de avanzar sobre otros trabajos. Luego les permitieron planificar por escrito cómo pensaban realizar la tarea.

El solo hecho de descomponerla y bajarla a papel logró eliminar el efecto Zeigárnik, como si planear una actividad fuera un sucedáneo psicológico para concretarla. Eso es lo que hacen las listas de tareas, y eso es lo que hago yo con ellas: redactarlas y después no hacer prácticamente nada de lo que está escrito en ellas.

Walter Chen y Rodrigo Guzman, los fundadores de la app IDoneThis, detectaron según los datos de sus usuarios que, de todas las tareas anotadas como pendientes durante un año, el 41 % nunca eran realizadas. La mayoría de las que sí eran llevadas a cabo eran tareas breves (hacer la cama), la mitad se completaban en el día (dormir la siesta) y el 10 % en solo un minuto (estos días estoy incluyendo “alimentar masa madre”, un ritual que no lleva más de noventa segundos y que no necesita estar en ninguna lista).

Eso los llevó a pensar que muchas de las cosas que la gente escribía en listas y tachaba eran apenas palmaditas en la espalda que los procrastinadores nos damos a nosotros mismos para no sentirnos tan inútiles.

El psicólogo y profesor de la Universidad de Duke Dan Ariely condujo un estudio sobre la relación entre los plazos y la efectividad. Las preguntas eran: ¿qué es mejor para optimizar el rendimiento en una tarea? ¿Tener un solo deadline o tener deadlines intermedios? Y en caso de tener deadlines intermedios, ¿era más efectivo imponerlos de manera externa o dejar que los sujetos se los autoimpusieran? En el estudio tres grupos de voluntarios tenían que hacer una tarea de corrección de texto. A los tres se les daba un plazo de entrega final de tres semanas.

Al primer grupo no se le pedía que cumpliera con plazos intermedios, al segundo se le pedían entregas parciales una vez por semana y al tercero se le pedía la misma cantidad de entregas parciales que al segundo, pero distribuidas como ellos prefirieran. Los participantes eran premiados por la cantidad de errores encontrados en los textos y penalizados por perder deadlines.

La peor performance fue la del primer grupo, que entregó sus trabajos en promedio doce días tarde y con setenta errores detectados. Después vino el tercer grupo, con una demora de 6,5 días y 104 errores. El mejor grupo fue el segundo, el que contaba con plazos impuestos desde afuera: solo medio día de demora y 136 errores encontrados. De esta experiencia parece desprenderse que la mejor forma de completar un trabajo es planificarlo, dividirlo y establecer fechas de entrega rígidos.

El filósofo británico Derek Parfit decía que no tenemos una identidad consistente y continua, sino que somos una larga cadena de yos. El yo presente no percibe al yo futuro como una continuidad de su misma persona, sino como a alguien distinto. Un adolescente que empieza a fumar se comporta con su versión adulta como se comporta con otras personas en el presente. Una persona que se siente identificada con su yo futuro será entonces más propensa a tomar buenas decisiones en el presente, mientras que, si el yo presente y el futuro están muy disociados, se tenderá a actuar como si las decisiones presentes fueran a afectar a otro.

A mi yo presente le gusta escribir, le gusta la idea de escribir, pero no le gusta sentir que está trabajando. Y escribir con plazos siempre se siente como trabajar; como un trabajo que tendrá que hacer el yo futuro, otra persona, quién sabe quién. Entonces lo pongo en una lista: cuando leo la lista siento que estoy leyendo el futuro, algo que le va a suceder a alguien más, algo de lo que no tengo por qué hacerme cargo yo ahora. El trabajo propiamente dicho caerá sobre el escritorio de un Nicolás que verá qué hace con eso. Además de odiarme a mí.

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