Por Salvador Izquierdo.
Ilustración: Diego Corrales.
Edición 450 – noviembre 2019.
Afuera del edificio donde vivo había una rata muerta. Echada en posición horizontal sobre la acera, daba la impresión de que había calculado para desfallecer perfectamente alineada con la puerta eléctrica del estacionamiento, en el centro preciso del cuadrilátero de cemento; parte de algún ritual ratil desconocido para el ojo humano.
Retrocedamos un poco y, solo para efectos de un simple ejercicio especulativo, imaginemos que una persona, sin saberlo, se da de bruces contra la magia negra. Imaginemos que hace milenios existía un hechizo para que el cosmos te favoreciera en la caza, en la supervivencia, frente a tus enemigos, etc. Consistía en colocar un roedor muerto en medio de un dibujo geométrico primitivo, pasarlo por encima y recibir de parte de un brujo la hoja de una planta regada a diario con sangre humana; apuntar la hoja al sol tres veces, para taparlo, antes de dirigirse hacia un río en donde se la colocaba y se la dejaba correr.
Después de pasar por encima de la rata, pensando que no había nada que yo pudiera hacer al respecto, que era asunto del conserje, un hombre me entregó una hoja volante recién impresa, anunciando la apertura de un club nocturno. Por instinto, usé la hoja para taparme del sol, lo hice tres veces, levantando la mirada cada vez frente a la imagen genérica de una mujer voluptuosa en ropa interior. Después tiré la hoja en un tacho y seguí mi camino. Pero el camión de la basura que pasó por ahí tenía una falla en el sistema de sus compuertas y vertía partes de su contenido sobre las carreteras y terrenos baldíos en dirección al relleno sanitario. Así, la terca hoja volante se escurrió por una rendija de la alcantarilla y llegó hasta el río, flotando.
Durante años he creído cosas absurdas como esta. He sido supersticioso como lo son muchos católicos, porque, al predicar tan insistentemente en contra de las supersticiones, las terminan atrayendo. Cruzarse con un pájaro muerto en el camino siempre ha sido un mal presagio, así que he vivido preparado para lo peor. Pero toparse con una rata tan bien posicionada parecía señal de lo contrario.
Pensar en el simbolismo de los animales muertos me lleva, además, a la obra del escritor uruguayo Mario Levrero (1940-2004). “La novela luminosa”, publicada un año después de su muerte, es una curiosidad bibliográfica debido a su estructura. La “novela” aludida en el título ocupa apenas las últimas cien páginas de un libro que tiene más de quinientas. Las cuatrocientas restantes corresponden al “Diario de la beca”, un registro que el autor llevó durante el año en que la Fundación Guggenheim le concedió una beca para reescribir su novela. En las diferentes entradas del diario, Levrero genera un ambiente de fragilidad física y mental, múltiples subtramas que atañen a las personas que lo visitan y repetidas peticiones a su mecenas (el señor Guggenheim) para que lo perdone por no avanzar con la novela. Y por ahí, en la azotea de un edificio vecino, asoma una paloma muerta que es objeto de todo tipo de reflexiones, una encarnación del hecho de que postergamos las obligaciones inmediatas; en este caso, la escritura de una novela cuyo objetivo central, dicho sea de paso, es el recuento personal de esas pocas experiencias significativas (luminosas) de la existencia, momentos de certera comunicación con otro/a de nuestra especie; pero también, en el extraño caso de Levrero, con piedras y hasta con un semáforo por el cual, según el autor, ha pasado el Espíritu.
El día de mi encuentro con la rata muerta compré un entero de la lotería. Me persigné al guardarlo en el bolsillo. La cantidad era lo suficiente como para dejar de trabajar por el resto de mi vida. Escribiría esta columna solo por hábito y para no aburrirme demasiado, pero ya no por necesidad. ¿Será que el cosmos conspira a mi favor?