Preferiría no hacerlo

Franco-nuevo

“La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”.

Alejandra Pizarnik

 

Mi cuerpo se inclina naturalmente hacia el cielo. Mis manos cerca del mentón, mis ojos conectados con algo más allá. El cuerpo ligeramente inclinado hacia arriba. Yo no estoy aquí. Habito un espacio-tiempo diferente. Cada tanto, necesito atar un cable a tierra, una soga que un extremo abraza a una piedra y en el otro me abraza la cintura, y me devuelve a la realidad. Soy un globo lleno de helio. Si me sueltas, me voy.

Tal vez sea culpa de la miopía que la geografía externa no me resulte tan atractiva, que entenderme con el mundo exterior sea una complicadísima obligación. Las tareas simples son para mí las menos simples: cortar un pedazo de pan es una empresa inalcanzable, freír un huevo es una hazaña apoteósica. Una se cansa del paisaje impresionista.

Siempre me he sentido atraída por lo que sucede al otro lado de los ojos. De hecho, amo ir al cine —que no es lo mismo que ver películas— porque es el único lugar en el que puedo pensar en paz.

Todo empezó cuando era niña, los domingos por la mañana, cuando mi papá nos llevaba al cine a mi hermana y a mí. La película de mi cabeza corría apenas se apagaban las luces. No ver la pantalla era una reacción deliberada. Prefería no hacerlo. Prefería concentrarme en las imágenes de mi cabeza. Y ahí, con las luces apagadas, en ese lugar en el que nadie me veía, volar sin culpa. El cine es el espacio donde vivo en plena libertad. Es, también, una forma de resistencia. Porque afuera, en el mundo real, está prohibido pensar y estar en una misma. Mientras todos querían correr, bailar, hablar, yo prefería pensar. ¿En qué? En todo. En nada. En una sociedad que paraliza la productividad, pensar está prohibido. Si alguien va a pensar, más vale que sea en algo importante.

Tengo un primo pequeño que es igual a mí: tiende a volar. Una vez, ni bien se disponía a emprender el viaje, sus padres le hicieron la señal de aterrizaje, la misma señal que mis padres me hacían a mí. Él decidió perdonar la abrupta irrupción en su mundo interior. Y dijo: tranquilos, sí estaba pensando en algo real. Inconscientemente sintió la presión de pensar en algo importante. Algo serio.

El capitalismo no me permite soñar. Ni despierta ni dormida. No me permite estar. Ni ser. Me obliga a despertar. Por eso el sistema le tiene tanto miedo a la paz.

¿Qué tal si en vez de trabajar nos dedicamos a contemplar la anatomía de un insecto? O a encontrar el universo en un grano de azúcar. O a filosofar en la peluquería. Me atrevo a considerar mi inutilidad como uno de mis derechos. Me atrevo a lanzar un manifiesto de lo absurdo. Reivindico el derecho a pensar lo inútil. Reivindico el derecho a ver la pared. A volar. A pensar. No en cosas profundas como la existencia inútil del universo (o sí). No en la muerte ni en la geometría o la teología (o sí). No en Sirio y su gemela malvada ni en el mensaje del canto de las ballenas (o sí). No en Rohmer ni en el mar ni en el gato de Schrödinger (o sí). No en la alquimia ni en Platón ni en Deleuze (o sí). No en Toth, Dios de la escritura, contador de estrellas (o sí). Reivindico mi derecho a perder el tiempo. A estar. A consumir dióxido de carbono. A ocupar un lugar. A observar. Reivindico mi derecho a dormir. A callar. A no participar. A no ir a la escuela. ¿No es suficiente ya con mirar todos los días la misma cara, guardar recibos, caminar, respirar? Aunque sea una paradoja, imagino una revolución comandada por Bartleby. Simplemente un día detenerse en media calle, en plena lluvia, así porque sí. Y no hacer nada. Sí, Alejandra, la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos.

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