Posteo, luego existo.

Por Anamaría Correa Crespo.

@anamacorrea75

Ilustración María José Mesías.

Edición 428 – enero 2018.

Firma---Ana-maría-Correa-1Selfis publicados con intensidad, videos sin objeto que repiten gestos, fotos del plato ingerido del día, imágenes del encuentro de amigos semanal (posteado con obediencia re­ligiosa cada semana), de la cerveza consumi­da como proeza a mitad de semana, registro del lugar al que se llegó a comer, de la 10k, del vuelo que se tomó, del aeropuerto al que se arribó, en fin, la lista en las redes es infinita y, además, está repleta de banalidades que a nadie realmente le interesan y, sin embar­go, generan presencia de nuestra “marca” individual. Parece que todos andamos empe­ñados en la tarea de autopromovernos con cierta furia. Da la impresión de que las redes sociales nos han convertido en un grupo de narcisos, con vocación exhibicionista que ne­cesitan una constante validación del mundo exterior. Seres que no nos conformamos con la experiencia vivida, sino que tenemos que reafirmarla a través de la anuencia del públi­co expresada en decenas, cientos de likes, comentarios, emoticones, etc. Necesitamos el aplauso y la admiración ante nuestra vida. Posteo, luego existo. Ese es el lema.

El incremento del trastorno de persona­lidad narcisista es un hecho. En países como Estados Unidos, donde se han realizado me­diciones de esta naturaleza, se observa que la prevalencia del fenómeno se ha incremen­tado en alrededor de 30% desde 1980. En el año 2010 un estudio del Journal Social Psychological and Personality Science deter­minó esa alza, basada en un test diagnóstico aplicado a una muestra de estudiantes uni­versitarios.

Sospecho que la situación no es muy dis­tinta por este lado del planeta. Vivimos en un mundo que sufre una epidemia de narcicis­mo, con nuestros egos dedicados a engordar. Entonces cabe preguntarse: ¿el huevo o la gallina? ¿Las redes sociales nos trastornaron en seres absorbidos por nosotros mismos y nuestro reflejo virtual, o Mark Zuckerberg tuvo una iluminación extrema sobre la nece­sidad de construir una megaplataforma de difusión del vacío existencial del alma narcisa para que esta se reproduzca y profundice?

El reflejo del Narciso en el agua, que se desvanecía a medida que él se acercaba es parecido a la banalización del instante que encontramos en las redes. ¿Quiénes son real­mente las personas que aparecen en las imá­genes? ¿Con qué intención se exhiben y exhi­ben su intimidad? No son los seres humanos de carne y hueso que nosotros conocemos en nuestra vida no virtual. Son versiones cura­das y sanitizadas de sí mismos que muestran solo lo que ellos quieren mostrar… o quizás no. Las más de las veces pienso que quizá sus momentos de tedio o soledad, sus carencias son más y por eso quieren convencerse y con­vencernos de lo contrario.

A medida que nos hemos dejado hipno­tizar por la práctica de exponer nuestras vidas en vitrinas virtuales como si fueran especia­lísimas y dignas de admiración y a hurgar la vida ajena en similar proporción, nos hemos vuelto más solitarios y depresivos. Por eso yo me pregunto si es que habrá alguna correla­ción —de esas que sí establecen causalidad necesaria— entre la actividad de un ser hu­mano en las redes y el estado de satisfacción de esa persona con su vida.

El narciso no es un ser ajustado que pue­de funcionar en relaciones emocionales sanas y tampoco lo hace virtualmente. Es un adic­to a la gratificación. Las redes sociales solo perpetúan su comportamiento, pues la satis­facción se desvanece tan pronto otro narciso hace lo suyo y la atención corta del público se traslada a un foco distinto.

La pandemia del narcicismo es en realidad la epidemia del monólogo social. ¿Han visto alguna vez a dos narcisos dialogando? No existe tal cosa, pues el narciso por su constitu­ción emocional no es un ser apto para la escu­cha atenta. La red, entonces, se ha convertido en un conjunto de monólogos de sordos que logra expulsarte, así como está ocurriendo con otras esferas de la vida, como la política, en la que la negación del otro es la regla ge­neralizada. Probablemente nos iría mejor en el mundo, si abandonáramos la autopromo­ción y nos avocáramos a la comunicación real y el aprendizaje.

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