¿Por qué siempre yo?

Por qué siempre yoEs el primer jugador de raza negra que ha vestido la camiseta de la selección italiana de fútbol. Es el deportista cuyas faltas disciplinarias y extravagancias fuera de la cancha provocan más cobertura mediática que sus goles. Es un delantero de 1,89 metros de estatura que puede decidir el destino de un partido marcando para su equipo o golpeando a sus compañeros. Es Súper Mario. Pero, ¿quién es Mario Balotelli?

Por Andrés Cárdenas Matute

Mario Balotelli es el único niño que juega en la primera división italiana de fútbol y se fuga todos los días de clases. Con las incorporaciones al AC Milan de Niang, de 18 años de edad, y El Shaarawy, de 20, para el ataque titular, el equipo se está convirtiendo en una guardería especializada en criaturas superdotadas. En general, los alumnos avanzan más o menos bien, pero desde que llegó al estadio Giuseppe Meazza, Balotelli dejó claro que él no venía a aprender sino a enseñar.

Mario Balotelli vio el horario de clases, lo tiró al basurero del despacho de quien le paga medio millón de euros mensuales y salió sin despedirse. No le interesa ningún tipo de instrucción y menos si le van a prohibir hacer berrinches a las barras cuando lo critican, si le van a decir que los goles no son caprichos sino una obligación de su trabajo o si le van a mostrar los beneficios de no irse a golpes con sus compañeros en las prácticas. Él no quiere crecer: los niños necesitan más atención de esos aburridos adultos instalados en las salas de redacción o sentados frente a YouTube, hartos de las poses de Cristiano Ronaldo y de los récords que Messi vence semana a semana.

Supermario ha construido inocentemente a un futbolista que se destaca más por no poder ponerse un chaleco de entrenamiento o por incendiar su departamento con fuegos artificiales que por su fútbol. Sin embargo, su carrera no conoce el fracaso. Desde los 16 años militó en el Inter de Milán, donde rompió marcas de goleo en ligas inferiores y firmó el contrato más caro jamás hecho por un juvenil. A los 18 años ya jugaba con la selección italiana de mayores y los ojos de los equipos más ambiciosos de Europa se posaban sobre este gigante delantero, aunque nadie supiera muy bien quién era.

Con el equipo interino ganó, entre 2007 y 2010, la Serie A italiana, la Copa de Italia y la Champions League al mando de José Mourinho, con quien nunca tuvo ni buenas relaciones ni titularidad: era suplente, la sombra de figuras como Ibrahimovic, Milito o Eto’o.

Es septiembre y no hace demasiado frío en el antes llamado estadio Lenin, muy cerca del Kremlin de Kazán construido por Iván el Terrible. Los jugadores del Rubin Kazan y del Inter de Milán, que se miden por primera ronda de la Champions League 2009-2010, se van igualados al descanso. Maicon, Samuel, Zanetti, todos los interinos, bajan al camerino en sus camisetas blancas del uniforme alterno. El humo que se desprende de sus cuerpos es la ecuación con que trataron de resolver el primer tiempo y el equipo italiano se perfila para campeón del certamen europeo. José Mourinho se saca el abrigo deportivo de color negro que le queda demasiado holgado y se sienta a charlar en una esquina con Mario Balotelli.

Mario, no tengo a nadie en la banca. Diego está lesionado, Eto’o ya está en cancha, necesito que te concentres. Ya tienes tarjeta amarilla y no tengo cambios —suplica el portugués sin estar seguro de estar hablando el mismo idioma de su interlocutor. Su delantero, sentado, tiene fija la mirada en el piso sin decir nada. Mario —insiste Mourinho—, no toques a nadie, juega solo con el balón. Si pierdes la pelota, no reacciones. Si alguien te provoca, no reacciones. Si el árbitro se equivoca, no reacciones. Mario, por favor.

Mourinho dice haber ocupado 14 de los 15 minutos de entretiempo suplicando a Balotelli evitar una expulsión. Al poco tiempo de reanudado el partido, un pequeño rectángulo rojo se elevaba por encima del metro con 89 centímetros de altura del delantero, y Supermario regresaba al camerino de donde acababa de salir. “No lo puedo soportar de alguien que todavía no es nadie”, dijo Mourinho sobre Balotelli.

Pero los hinchas del Inter de Milán, como todos, son amantes del espectáculo, así que esa no fue razón suficiente para odiar a Balotelli. Aquellos años lo pifiaban cada fin de semana que entraba a la cancha, porque sabían que era hincha del equipo archirrival, el AC Milán, y la hinchada explotaba en silbidos cuando veía al jugador con el número 45 pararse del banquillo para entrar en calor. Los dos equipos fueron inicialmente un mismo club fundado por ingleses y ahora se enfrentan en el encuentro conocido como Derby della Madonnina, llamado así en honor a la Virgen que los vigila desde la aguja mayor de la Catedral. Ese dato confidencial sobre la afición de Mario no había sido extraído por un hábil periodista o por alguna compañera de sábanas: fue él mismo quien, entre risas, se puso la camiseta rojinegra del AC en un programa de televisión.

Al cambiar de equipo, y de país, en 2010, Balotelli encontró otro affaire. Todo es malo en Inglaterra: la comida, el clima, el diario The Sun. Lo único bueno es entrenar y jugar en el Manchester City. El entrenador Roberto Mancini es parte de eso “único bueno” y también uno de los varios padres adoptivos que tiene Mario. Ya lo había conocido años antes en el Inter y ahora lo quería en las filas de los ciudadanos. El Manchester City había sido adquirido por un grupo inversor de Emiratos Árabes, así que había dinero para comprar a jugadores como Robinho, Silva, Touré, Tévez o Agüero, y para pagar los sueldos con los que Mario coleccionaría multas de tránsito o alegraría a vagabundos en las calles con millonarias limosnas. Esa temporada de la Premier League fue histórica: el Manchester City ganaba la liga en los últimos dos minutos de descuento con Supermario sobre el césped tras casi medio siglo de sequía.

Como si nada, Balotelli seguía con sus escándalos dentro y fuera de la cancha: fue multado por arrojar dardos a los jugadores de las divisiones inferiores, entró con su hermano sin permiso a una cárcel de mujeres, llegó a entrenar en un Bentley Continental con pintura de camuflaje militar que cuesta 140 millones de dólares, paseó con su auto por toda la ciudad saludando a los fanáticos del equipo ciudadano, tras vencer al Manchester United y dijo que únicamente Messi es “un poco mejor” que él. Todo eso sin contar con los escándalos de parejas y con las numerosas salidas nocturnas previas a partidos importantes. Pero Mancini es un padre con corazón de madre y lo perdona. “Lo perdonaría mil veces. Es Mario, es un genio”.

El viaje en tren entre Milán y Florencia dura un poco más de tres horas. Berlusconi siempre contrata este tipo de trasporte para su equipo, el AC Milán, aunque él nunca viaja con ellos. Suele generarse un silencio somnoliento en el que se escuchan débiles ronquidos o la música electrónica se fuga de los acolchados audífonos de algún iPod. Es un día de abril y un sillón está vacío porque Balotelli está en el baño encendiendo un cigarrillo. Llegó al AC Milán a inicios de 2013 y ya han pasado cuatro largos meses sin multas. Demasiado tiempo limpio. Apoyado en el lavabo, el delantero da una y otra pitada sin enterarse que desde hace diez años los trenes tienen detectores de humo. Vietato fumare/ No smoking, dice un rótulo de letras rojas frente a sus ojos. La nicotina entra placenteramente a los pulmones que se cansarán un poco más rápido cuando al siguiente día se enfrenten a la Fiorentina. Recuerda que una semana atrás, en un tren parecido, regresando de Verona, él junto a Niang y El Shaarawy decidieron recostarse en los maleteros superiores, pisaron los espaldares de los asientos y se colocaron boca abajo, con los brazos colgados en el aire. Otro compañero les tomó una foto que fue publicada rápidamente en Twitter con una felicitación por Pascua para sus fans. Balotelli sonríe de lado. Alguien golpea la puerta.

—¿Mario? —golpea otra vez— ¿Estás ahí?

El delantero, girando el cuello a derecha e izquierda, abre la llave del lavabo, apaga el cigarrillo y lo deja ir por la tubería. Abre la puerta. Niang lo toma del brazo y lo saca del baño. Dice algo sobre el olor a cigarrillo.

—¿Creíste que nadie se iba a enterar, idiota? —comenta riendo. Balotelli está serio y se lleva las mangas de la chompa deportiva a la nariz.

—Van a tener que tirarte de las orejas —dice el encargado del tren, que se percata de la infracción al ver pasar a los dos jugadores del AC Milán.

En Florencia el equipo milanista dejó ir una victoria que ya estaba cantada. Balotelli no marcó ningún gol pero sí se ganó tres partidos de suspensión por insultar al juez de línea. También espera la sanción de su club por fumar en un lugar prohibido antes de un partido. En el tren de regreso ya no hubo relajo.

Mario Balotelli, hijo natural de emigrantes ghaneses, es el primer futbolista de raza negra en vestir la camiseta de la selección italiana. Nació en Palermo y a los pocos meses su cuerpo ya dio los primeros avisos de rebeldía: tenía continuos problemas intestinales. Sin una lira en el bolsillo, sus padres resolvieron darlo en adopción a Francesco y Silvia Balotelli. El actual delantero del AC Milán —que llegó pese a que Berlusconi dijo no querer contaminar su equipo con manzanas podridas— empezó a destacarse desde muy pequeño en el fútbol, pero también a sentir la discriminación de un país que ya bien entrado el siglo XX se adhirió al Manifiesto de la Raza. Quien para dormir necesitaba estar agarrado de la mano de su madre adoptiva ahora suele escuchar a miles de personas corear “en Italia no hay negros” al entrar a la cancha o soportar que le dejen plátanos cerca de los lugares de concentración y que los aficionados de los equipos contrarios lleven grandes bananas inflables al estadio. “Si alguien me lanza un plátano, iré a la cárcel porque lo mataré”, dijo Mario antes de la Eurocopa de 2012.

Why always me? —¿Por qué siempre yo?— es el epitafio que llevaba Supermario en su camiseta interior celeste, hace unas temporadas, cuando enterró con dos goles suyos al Manchester United en aquel partido que terminó seis a uno a favor de los citadinos. Esa frase es el reflejo de la soledad con la que muchos jugadores de fútbol enfrentan al racismo en los cada vez más violentos estadios europeos. Hace dos años el brasileño Roberto Carlos se tapaba la cara para llorar de la impotencia después de haber salido del terreno de juego, porque un hincha lanzó un plátano a la cancha mientras jugaba en el Anzhi de Rusia. El camerunés Eto’o, el marfileño Drogba y el togolés Adebayor han denunciado numerosos maltratos. Todo el equipo del AC Milán abandonó un partido del Calcio a inicios de este año para solidarizarse con el ghanés Boateng, que recibió insultos racistas desde las gradas. La gente racista es “poca y estúpida”, según Supermario, que a menudo insiste en que la FIFA debería luchar más decididamente contra la discriminación.

Balotelli acaba de mandar a hacer una escultura en bronce con platino y piedras semipreciosas para el ático de su casa en Brescia, al norte de Italia. El modelo no podía ser otro que él mismo. La postura será la que fue una de las mejores fotografías de 2012 según AFP, cuando festejó su segundo gol ante Alemania en la semifinal de la Eurocopa: parado, brazos en jarra, puños cerrados, forzando al máximo sus músculos y sin rastro de sentimiento alguno en el rostro, la mirada vacía de un asesino a sueldo. La imagen muestra la dualidad de Mario. Por un lado, el bambino terribile que construye su casa sobre el estado físico que por ahora le ha dado tanto éxito. Por otro, el joven de origen ghanés que aguanta risas e insultos como un roble. Detrás de esa máscara que ríe y llora, está el futbolista de 22 años que se niega a asistir a las clases de preescolar que le ofrecen en el AC Milán junto a Niang y a El Shaarawy. Falta poco para saber si las lecciones eran necesarias.

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