Tener más hambre mientras más se ha comido

El populismo se expande por el mundo ayudado por la inequidad y la codicia.

Ni su actitud ni sus palabras fueron las de un hombre satisfecho y seguro, que había sido reelegido presidente —para cinco años más de gobierno— con un tranquilo 58,5 por ciento de los votos y que ese día, 7 de mayo de 2022, al asumir su segundo mandato, representaba la sensatez y el equilibrio en la política frente a los excesos y las turbulencias de los populismos de derecha e izquierda que lo habían retado y a los que había vencido: “necesitamos diseñar juntos un sistema alejado de tradiciones y rutinas cansadas, con el que podamos construir un nuevo contrato social, productivo y ecológico”.

Para Emmanuel Macron (y para Francia entera) ese no fue un día de fiesta. No. Fue un día de desafío, con la misión apremiante de superar los conflictos que tienen a su país al borde del precipicio.

Del precipicio, sí, porque el discurso efectista y pegajoso del populismo (“los de abajo contra los de arriba, los pobres contra los ricos, el país profundo contra la globalización…”) está seduciendo cada vez más a pueblos desencantados, movidos por el escepticismo, que sienten que la política les ha fallado, que se ha convertido en una lucha por poderes y riquezas entre grupos de influencia egoístas y arrogantes, repletos de codicia y de desdén.

Y, así, los populistas, incluso los más radicales, están ganando elecciones con su fórmula hábil y perversa de plantear soluciones simples a problemas complejos, para después arrasar las instituciones, demoler la democracia y perpetuarse en el poder. Los ejemplos abundan.

Marine Le Pen, la líder de la ultraderecha xenófoba y tremendista que disputó contra Macron la segunda vuelta de la elección presidencial francesa, había recurrido en la campaña a lo más selecto del manual populista: “este es un duelo entre el pueblo y la casta, entre el bloque popular y el bloque de la élite”. Una y otra vez criticó la “entrega de la soberanía francesa” a la Unión Europea, la apertura del país a la inmigración (en especial a la proveniente de países musulmanes) y la pérdida del sentido de identidad nacional.

Populismo en Francia.
Marine Le Pen. Fotografías: Shutterstock

Además, al más feroz y despiadado estilo tercermundista, ofreció todo: aumento general de salarios, supresión del impuesto a la renta para las personas menores de treinta años, jubilación temprana para las mujeres, reducción drástica del impuesto al valor agregado… De cómo financiaría tantas maravillas no dijo ni una sola palabra. Tampoco le hizo falta.

Tampoco le hizo falta porque los votantes del populismo lo que esperan de la política son ilusiones, no realidades. Son, según una críptica descripción periodística, “las personas con menos ingresos y con menos estudios”, que les apuestan a los extremos porque creen que no tienen nada que perder.

Es por eso, también, que en la otra punta del espectro político los ofrecimientos fueron similares: Jean-Luc Mélenchon, el jefe de la izquierda radical, coincidió con Le Pen en su rechazo a la globalización, su repudio a la Unión Europea y sus promesas de salarios altos, estabilidades largas e impuestos bajos. El 23,3 por ciento de los votos de Le Pen y el 20,3 de Mélenchon demostraron que, contra toda racionalidad, la extrema derecha y la extrema izquierda son gemelos idénticos (aunque a veces se pelean) y, sobre todo, que el populismo es fuerte y luchador.

Un fenómeno global

Hasta hace no muchos años se creía que el populismo era un engendro atroz del subdesarrollo económico, con su eco inevitable que es el atraso político. Que caudillos al estilo de los latinoamericanos del siglo XIX (el venezolano José Antonio Páez, el paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia o los mexicanos Antonio López de Santa Anna y Porfirio Díaz) o del siglo XX (el argentino Juan Domingo Perón, el haitiano François Duvalier, el nicaragüense Anastasio Somoza) eran impensables en sociedades avanzadas, con poblaciones de alto nivel cultural.

Que lo sucedido en Alemania con Adolf Hitler era una excepción, algo insólito e irrepetible, ocurrido por la situación extrema de humillación derivada de la Primera Guerra Mundial. Y que en países con democracia consolidadas eran inimaginables los déspotas y los redentores del corte de Fidel Castro y de los demás gobernantes vitalicios del mundo socialista: Lenin, Stalin, Tito, Enver Hoxha, Nicolae Ceaucescu, Tódor Zhivkov, Gustav Husák, János Kádár…

Pero en el siglo XXI el populismo se ha regado por el mundo con la vertiginosidad de una epidemia: ya no es un mal de la pobreza y de la desesperanza. Donald Trump, con su radicalismo e irresponsabilidad, es el ejemplo más notorio de un caudillo populista en el mundo desarrollado. Pero no es el único. La campaña en 2016 para el referéndum de la salida británica de la Unión Europea fue un caso temible de populismo y falsedades.

Y el éxito en Italia en 2018 de la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas. Y las victorias una detrás de la otra de Víktor Orbán en Hungría, de Andrzej Duda en Polonia y de Narendra Modi en la India. Y el proceder inconfundible de Jair Bolsonaro en el Brasil. En fin, países distantes y distintos, pero un único manual populista.

La irrupción masiva de líderes providenciales, capaces de convencer a millones de personas de sus capacidades taumatúrgicas, sigue siendo motivo de desconcierto y reflexión para sociólogos, historiadores y sicólogos sociales: ¿por qué de pronto, cuando el mundo está viviendo su época de mayor prosperidad y paz (que, desde luego, no son unánimes ni inalterables, pero sí configuran un hilo argumental), tantos pueblos se lanzan en brazos del populismo, que por lo general termina siendo un remedio peor que la enfermedad?

En muchos países tercermundistas ese salto al vacío se explica por los males graves y dolorosos que afectan a la mayoría de sus habitantes: pobreza, inequidad, inseguridad, corrupción, impunidad, inmovilidad social… Pero otros casos son todavía inentendibles.

“Delirio y devoción”

El historiador Enrique Krauze relata una escena frecuente en cualquiera de las sociedades periféricas: “el líder recorre el país y la gente se vuelca a su paso con delirio y devoción; unos tratan de besarle la mano, otros lo abrazan con lágrimas en los ojos, todos lo vitorean en un éxtasis colectivo”.

Y lo explica así: “asistimos al renacimiento del caudillismo bajo una faceta muy distinta a la del siglo XIX, porque aquellos personajes novelescos, terribles y atractivos eran poderosos sobre todo por su carisma personal y su uso de la fuerza, mientras que los actuales son caudillos populistas que encabezan vastos movimientos sociales, pero ya no llegan al poder por la vía de las armas, sino por vías democráticas, para instaurar un nuevo orden de justicia y abrir una era histórica ligada a su nombre, y lo hacen con daños severos, a veces definitivos, a las instituciones, leyes y libertades propias de la democracia”.

Ese tránsito que describe Krauze del caudillismo original al caudillismo populista es probable que en América Latina lo haya iniciado el general Perón en la Argentina de los años cuarenta, después de haber estado en la Italia fascista y de haber sido testigo del arrebato de las multitudes que consiguió Benito Mussolini. Y es que la radio cambió el alcance de la comunicación, la volvió masiva y la puso al servicio de la política.

Y el ‘Duce’ la empleó prodigiosamente. ¿El fenómeno de la radio hace un siglo no será equiparable al de las redes sociales actuales? Y es que la carga aplastante de tensión, negativismo, furor y ensañamiento que caracteriza al uso de las redes sin duda debe estar influyendo —para mal— en el subconsciente colectivo. Y eso es siempre terreno fértil para el populismo, en especial para el más rabioso y revanchista.

Pero hay algo más: desde el año 2000, cuando asumió el poder en Rusia, Vladímir Putin empezó a forjar una alianza amplia y variopinta, transcontinental, con la meta de destruir la democracia liberal, a la que considera decadente y contraria a la historia de autocracias fuertes y eficaces (Iván IV, Pedro I, Catalina II, Lenin, Stalin) que hicieron pasar a su país de Estado tardío y marginal a potencia imperial y mundial.

Putin también es, a su modo, un líder populista, que se rodeó de aliados populistas, de extrema derecha y de extrema izquierda, caudillos liberales que se valen de la democracia para demoler la democracia.

Ahí están, juntos y revueltos, Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, Víktor Orbán y Jair Bolsonaro, Aleksandr Lukashenko y los socialistas del siglo 21: Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Rafael Correa, Evo Morales, Cristina Kirchner, Pedro Castillo, Andrés Manuel López Obrador… Ninguno de ellos, con la excepción tibia y tímida de Orbán, levantaron la voz contra la sangrienta invasión rusa de Ucrania: un silencio elocuente y vergonzoso.

Es innegable, en todo caso, que por el planeta está extendiéndose un sentimiento de descontento, incluso de rabia, contra las clases dirigentes y el statu quo, porque los sectores desfavorecidos se sienten desamparados, afectados por la globalización, indignados por la corrupción y la impunidad, agobiados por la ausencia de un horizonte despejado. Por eso la búsqueda del “diferente”, del político más alejado del liderazgo tradicional, del caudillo que cuestione el orden establecido, aunque no sepa qué proponer en su reemplazo.

Mientras tanto, quienes creen en la democracia liberal porque saben que, a pesar de sus deficiencias, ineficiencias e insuficiencias, es el único sistema que respeta la dignidad humana y la libertad, no han sabido reaccionar —aunque sólo fuera por miedo— para limar los filos más hirientes de la inequidad y, por el contrario, siguen afectados por la codicia, ese vicio perverso de tener más hambre mientras más se ha comido…

El mago salvadoreño

Las maras (conformadas, de acuerdo con cifras oficiales, por unos ochenta y seis mil pandilleros) habían dejado de extorsionar y de matar, lo que, por supuesto, tenía a El Salvador encandilado y dichoso. Pacificarlo era —casi— un acto de magia, después de tantos años de violencia. Y, claro, el mago era Nayib Bukele, el joven presidente, carismático, contemporáneo y hábil con la tecnología, que había logrado detener la matanza y abrirle a su país un horizonte límpido y seguro.

Pero la burbuja estalló a principios de abril: en un solo fin de semana las maras mataron ochenta y siete personas, asesinatos indiscriminados y a sangre fría, mientras se filtraba la verdad de la paz efímera. Sí, Bukele tenía un pacto secreto con los pistoleros (beneficios judiciales y carcelarios a cambio de tregua y apoyo político), que de pronto había saltado por los aires. Nadie había sabido del pacto y nadie supo por qué se rompió.

Irritado y resuelto, Bukele pasó a la ofensiva: miles de pandilleros fueron capturados, el despliegue del ejército y la policía fue vertiginoso y las leyes fueron endurecidas por el congreso (en el que la mayoría oficialista es absoluta). Pero, de paso, con la justificación inapelable de asfixiar a las maras, el presidente se apoderó de las cortes de justicia, le puso controles a la prensa, limitó las libertades ciudadanas y, en definitiva, concentró en él todo el poder. Todo, como cualquiera de los caudillos populistas latinoamericanos.

¿Lo tenía todo planeado desde que pactó con los pandilleros o fue una inspiración cuando las maras volvieron a matar? Sólo él lo sabe. Lo cierto es que hoy Nayib Bukele es otro de los gobernantes que se valieron de la democracia para destruir la democracia, el prototipo del caudillo iliberal dispuesto a tener su propia constitución, eternizarse en el mando, amordazar a opositores y críticos e inaugurar una nueva era histórica, con él en el trono, como corresponde a quienes se sienten predestinados para redimir a sus pueblos y librar

El ídolo caído

Fue, tal vez, el mayor ídolo deportivo que hubiera tenido su país, a quien adoraban las multitudes. Había sido el capitán de la selección nacional de criquet, el deporte más popular de Pakistán, y había coronado su carrera ganando la Copa del Mundo en 1992, un éxito nunca antes ni nunca después alcanzado. Imran Khan fue siempre, además, un hombre apuesto, elegante y con buena voz, estudiado en Oxford, dedicado a la enseñanza y la filantropía. Un modelo de virtudes.

Pero, sabiéndose admirado y querido, se dejó tentar por la política. En 1996 fundó su propio partido (de línea centrista y moderna), aprendió a moverse con soltura en el laberinto espinoso de los pasillos del poder y escaló posiciones. En 2018 coronó su carrera: fue elegido primer ministro y empezó a gobernar como un líder contemporáneo y cosmopolita, dispuesto a no deslizarse —como varios de los gobernantes previos— hacia el islamismo de la jerarquía musulmana ni hacia el militarismo de los generales.

Pero se deslizó. Su deriva islamista fue vertiginosa, al mismo tiempo que ayudaba a consolidar la influencia castrense en las decisiones políticas. El populismo lo atrajo y, sin vacilar, Khan se convirtió en el caudillo que no decía lo que debía decir, sino lo que las masas querían que dijera. Así, por ejemplo, cuando el talibán retomó el poder en la vecina Afganistán, Khan lo celebró con júbilo y,

más aún, justificó el sometimiento de las mujeres: “las violaciones ocurren porque las jóvenes no se cubren lo suficiente”, porque al fin y al cabo “los hombres no somos robots”.

Cuando Rusia invadió Ucrania se alineó con Putin. Error trágico, no sólo por condescender con la matanza, sino porque pisó terrenos reservados al mando militar. Y como en Pakistán la gobernabilidad depende de la sintonía con el ejército, Khan se quedó sin apoyo: cuando el mando militar dijo que “la agresión a un país pequeño es un acto inaceptable” era claro que el primer ministro había perdido su puesto. Era el 10 de abril. A muchos caudillos les va bien con el populismo. Para Imran Khan fue su perdición.

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