
La plaza mayor de Quito, como todas las plazas principales de las ciudades americanas, constituía el sitio más representativo y de mayor actividad de la población. En torno a ella se levantaban los edificios del poder; era donde los pregoneros públicos, moviéndose a cada esquina, a viva voz, informaban a los vecinos sobre las novedades y disposiciones del Cabildo o la Audiencia.
También era el mercado de la ciudad, atrayendo a vendedores y compradores, y por esto, estaba rodeada de portales y covachas, y en las casas circunvecinas se abrían las más cotizadas tiendas. Al centro, la pila labrada a mediados del siglo XVI era el foco permanente del trajín de los aguateros.
Para los días de fiesta el gran cuadrado de tierra se convertía en el espacio para correr toros, armándose tablados a su rededor y enjaezándose los balcones. Era el lugar para montar estrados y representar comedias; para bailes y máscaras; recorrido acostumbrado por las procesiones religiosas y más eventos que congregaban a los vecinos. Paseo obligado para encontrarse con conocidos, averiguar los últimos chismes, curiosear, en fin, socializar.
Como sabemos los acontecimientos suscitados por la invasión napoleónica a España habían acelerado las ideas autonomistas en la América española. Quito se pronunció tempranamente el 10 de agosto de 1809, organizando una Junta de Gobierno que sustituyó en el poder al presidente Ruiz de Castilla, quien encarnaba el poder del rey.
Luego de retrocesos y avances, las ideas de separación cuajaron y el 15 de febrero de 1812, los diputados de las provincias libres de Quito aprobaron su Constitución, llamada Artículos del pacto solemne de sociedad y unión entre las provincias que formen el Estado de Quito.
De poco serviría esta Constitución, pues la campaña militar de reconquista liderada por el presidente Toribio Montes (1749-1828) culminó con el triunfo de las armas reales luego de la batalla del Panecillo (7 de noviembre de 1812).
En 1813 este mandatario resolvió convocar a todos los vecinos de Quito para que acudieran el 28 de mayo a la plaza mayor para que, con toda la pompa y las formalidades de estilo, juraran la Constitución Política de la Monarquía Española, promulgada el 19 de marzo de 1812 por las Cortes Generales españolas, reunidas de manera extraordinaria en Cádiz, pues gran parte de la península se encontraba en manos francesas y el rey Fernando VII, cautivo.
Las cortes habían dispuesto en agosto del mismo año doce “que la Plaza principal de todos los Pueblos de las Españas, en la que se celebre (…) la publicación de la Constitución Política de la Monarquía, se denomine en lo sucesivo Plaza de la Constitución”, por esto, a raíz de la jura en Quito, la plaza mayor pasó a denominarse oficialmente Plaza Constitucional, nombre que no perduraría.
En los siguientes años los acontecimientos se precipitaron hacia la Independencia. El 24 de mayo de 1822, el general Antonio José de Sucre venció a las fuerzas realistas en el Pichincha, y al siguiente día las autoridades monárquicas entregaron por capitulación la última porción de la Audiencia de Quito que aún quedaba en manos españolas, territorio que lo habían detentado por casi tres siglos.
El 29 de mayo el Cabildo, las autoridades eclesiásticas y las personas representativas de la ciudad se pronunciaron entusiastas por la unión con la República de Colombia. Para el 16 de junio la ciudad recibía alborozada al Libertador.
Al igual que los jefes colombianos, Simón Bolívar también despachó los asuntos del gobierno y de la guerra desde las maltrechas Casas Reales o Palacio de la Audiencia, viejo edificio colonial que ocupaba todo el frente occidental de la plaza. Conformado el Departamento del Sur, se estableció en Quito la Intendencia, gobernando desde el mismo edificio los representantes del Ejecutivo colombiano, llamándose Palacio de la Intendencia.
Con la Ley de División Territorial de Colombia aprobada en 1824, se conformaron los departamentos de Ecuador, Azuay y Guayaquil. Pero con el tiempo, la unión colombiana se resquebrajó por los intereses caudillistas y las insalvables diferencias entre federalistas y centralistas. Y luego sucumbió: ya en noviembre de 1829 Venezuela anunció su separación.
Los quiteños tomaron igual decisión el 13 de mayo de 1830, reuniéndose en Riobamba el 23 de septiembre de 1830 una Asamblea Constituyente, con representaciones paritarias de los tres departamentos, llamados ahora de Quito, Cuenca y Guayaquil. A más de dictar su Constitución, al nuevo país se lo llamó oficialmente República del Ecuador, se ratificó a Quito como capital de la nación y se eligió primer presidente al general venezolano Juan José Flores.
La tarea que se presentaba era inmensa. Había que rearmar de nuevo todo el aparato de gobierno y debía construirse una imagen para el país. La misma Constituyente decretó, el 19 de septiembre de 1830, que las armas de la nación serían las mismas de Colombia, pero “en campo azul celeste con el agregado de un sol en la equinoccial sobre las fasces, i un lema que diga EL ECUADOR EN COLOMBIA”. Al crearse la Casa de Moneda de Quito, a finales del año 1831, las primeras acuñaciones aparecerán con este sello un año después.
No hay constancia de que este escudo se haya utilizado sobre la bandera, que continuaba siendo el tricolor de Miranda. Ya para entonces era necesario diferenciar Colombia, de Colombia la Grande o Gran Colombia, como comenzaría a identificarse al gran ente político soñado por Bolívar, antes de su desmembramiento.
Esa Colombia, se había constituido en el Congreso de Cúcuta el 30 de agosto de 1821 con los territorios de la antigua Capitanía General de Venezuela y del antiguo Virreinato de la Nueva Granada, a los que se sumaron los territorios de Panamá, la Audiencia de Quito, luego de la campaña del general Sucre, y Guayaquil.
Para el 12 de enero de 1833 el presidente Juan José Flores decretaba cómo debían ser las monedas, detallando que en el anverso “se grabarán las armas del Estado, compuestas de dos cerritos que se reúnen por sus faldas, sobre cada uno de ellos aparecerá posada un águila; i el sol llenará el fondo del plano (…) en la circunferencia se escribirá este mote: El poder en la constitución (…). En el reverso se gravarán (sic) las armas de Colombia; en su circunferencia estas palabras: El Ecuador en Colombia, i Quito al pie de las armas”.

Convencidos los padres de la patria de la imposibilidad de la reconstitución de la Gran Colombia, a partir de 1836 en el reverso de las monedas aparecerá el nombre del país solo como República del Ecuador, pero el escudo colombiano continuará presente hasta 1843. Estas monedas, con el sistema octal español, serán el primer intento de identidad nacional, pero equívoco, por la presencia de los emblemas de dos naciones.
El escudo que ahora nos identifica apareció en 1845, creado por la Convención de Cuenca, con las banderas azul y blanco de la Revolución marcista en los bordes externos del óvalo; en 1860, con García Moreno, se volverá al tricolor colombiano. Luego aparecerán otros símbolos: el himno nacional con letra de Juan León Mera, poesía creada en noviembre de 1865 y la música al mes siguiente, por Antonio Neumane. La moneda ecuatoriana pasó al sistema decimal en 1868 y en 1884 se creó como unidad monetaria el sucre.
Hacia 1984, desde Europa, llegó por correo postal al arquitecto Hernán Crespo Toral, entonces director del Museo del Banco Central, una fotografía de un cuadro, al parecer un óleo, con la inscripción al pie: “RECEPCION DE ALCALDE DE YNDIOS EN EL CAVILDO DE QUITO”. Me obsequió una copia y, al analizar la imagen, mi primera reacción fue preguntarme: “¿Esto es Quito? ¿No podría tratarse de una equivocación?” Pero la leyenda era categórica… entonces las preguntas debían formularse de otra manera: “¿Cuándo y cuánto había cambiado la plaza hasta llegar a ser para nosotros irreconocible?”
No conocemos imágenes individuales de la plaza mayor de Quito de la época colonial. Al analizarse las pocas que existen del siglo XIX y a la vista de documentos históricos, se comprueba la intencionalidad de modificar radicalmente la imagen colonial, asociada al régimen despótico de la Corona española, por un lenguaje neoclásico que buscaba mostrar el progreso, la modernidad y el espíritu democrático, en correspondencia con el nuevo orden republicano.
El cuadro toma la vista del ángulo noreste de la plaza. A la izquierda se levanta el Palacio Episcopal, y hacia la derecha, las casas del lado oriental, actual calle Venezuela. La gente en la plaza se dirige hacia el Palacio del Obispo, edificio con portal y claramente reconocible por su arquitectura y el escudo papal en el frontón de la portada.
Algunos personajes visten la típica capa española y los que llevan bastón de mando podrían ser los alcaldes indígenas. Al frente van músicos y coheteros. Entre el Palacio y la casa del frente se ha tendido una cuerda de la que pende una piñata de la que caen dulces y papel picado sobre los personajes que abandonan la plaza.
Es importante recordar que, desde el balcón de esa casa, Manuela Sáenz lanzó una corona al paso del Libertador, cuando este entraba a la plaza mayor. El grupo en la plaza se cierra con muchas mujeres indígenas, ataviadas con sus coloridos trajes de pollera y pañolón.
Las casas del frente oriental poseen portal, excepto las de la derecha (sur) que son las del Cabildo, aunque una pequeña porción de la casa colindante por el norte parece pertenecerle. A más del típico balcón de madera, pintado de verde, con antepecho cerrado de tablas, la construcción más alta tiene abajo una capilla, pues a través de la portada se ve una imagen de Cristo en la cruz.
Flanquean esta puerta dos ventanas largas enrejadas y, por delante, un poyo. La porción de la casa con portal debe de ser la cárcel del Cabildo, por el tipo de puerta enrejada y los ventanucos en dos hileras, a manera de respiraderos, típicos de los calabozos. Por sobre esta cubierta, aparece el remate de la torre de la iglesia de San Agustín, desaparecido con el terremoto de 1859.
La habitación sobre la capilla posee un balcón corrido en todo el frente, con antepecho de barandas y dos puertas-ventanas espaciadas, dejando un gran paño al medio, donde descubrimos con asombro el escudo de la República de Colombia. El Congreso de Cúcuta, el 6 de octubre de 1821, definió las “armas que debían distinguirla en lo venidero entre las naciones independientes de la tierra (…) [con] dos cornucopias llenas de frutos y flores de los países fríos, templados y cálidos, y de las fasces colombianas, que se compondrán de un hacecillo de lanzas con segur atravesada, arcos y flechas cruzados, atados con cinta tricolor por la parte inferior”.
Siendo así, este cuadro debió pintarse necesariamente después de la capitulación de Aymerich. Pero podemos precisar mejor su fecha. El Cabildo resolvió pintar las armas de la República en la fachada de su Sala Capitular en sesión del 12 de julio de 1825, cumpliendo con la ley que determinaba que, entre otros organismos, las municipalidades debían colocar el emblema de la nación. Podemos concluir, entonces, que el cuadro debió pintarse luego de esta orden.
Subrayaremos también que esta representación de los edificios del Cabildo concuerda con la imagen de otro cuadro de la plaza mayor de Quito, también de la época grancolombiana, que se exhibe en uno de los museos del Banco de la República de Colombia, en Bogotá. A mediados del siglo la municipalidad contará con una nueva casa, esta ya con portal, y que, con una serie de reformas, llegará hasta 1960, año en que fue irreflexivamente derrocada, junto con las otras casas de este frente.
La imagen colonial de la plaza mayor se mantuvo por varios lustros. En 1842 comenzaron profundos cambios en la plaza: el Gobierno de Juan José Flores contrató con el arquitecto Teodoro Lavezzari la construcción de una nueva fachada para el Palacio de Gobierno, así, retirando el pretil del atrio descubierto de las antiguas Casas Reales, se levantó una columnata con veinte columnas toscanas, y dos cuerpos laterales con cuatro vanos, abajo y arriba, cerrados por frontones triangulares, vistiendo el palacio con el ropaje neoclásico, en correspondencia con el espíritu democrático.
Y como el palacio cambió, en la siguiente década lo hicieron los edificios circundantes, y ya en 1862, la plaza se convirtió en jardín.