Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 437 – octubre 2018.
Fue un día de mierda. Entre mis pequeños infortunios, el peor fue que no alcancé a mandar un cuento a un concurso. Después de haber trabajado días (y sobre todo noches), la tecnología, mi inconsciente, Dios o el viento, soplaron en contra. Tenía media hora para llegar con mi texto al otro lado de la ciudad, y como solo tenía plata para un viaje en taxi, mi último recurso desesperado fue pedirle a un conductor de Uber que me diera entregando el paquete.
El taxista pensaba que se trataba de algo “importante”, pero se quedó frío al ver que el sobre manila contenía un montón de hojas escritas y firmaba un nombre extraño. Y si no llego por el tráfico, ¿qué hago con esto?, me preguntó. Bote, lance por la ventana, queme. Respondí. El taxista, desconcertado y con diez dólares, se fue con el sobre. Quién sabe adónde.
Mientras sucedía todo esto, mi celular sonaba sin cesar. Usted ha ganado un premio. ¿Un qué? Sí, usted ha sido escogida, ha ganado una cena gratis para cuatro personas. A ver, señora, no me venga con cuentos, cuando dice gratis, ¿es gratis? Sí, gratis. ¿O sea que no tengo que pagar nada? No, nada. Ok, pizza gratis, ¡hay que aprovechar! Llamo a mi esposo, visto al Lucas e invito a mi madre. En el camino, ellos me advierten que esta gente no suele ser seria. Pero no les hago caso, pizza gratis es pizza gratis. Total de cuentas, algo bueno tenía que pasarme después de tanta pendejada. Cuando llegamos al restaurante nos recibe un hombre de terno y brackets rosa, nos conduce hacia una mesa en la que no hay comida, sino papeles. Luego, nos muestra fotos de una cadena de hoteles a la que quiere afiliarnos desesperadamente.
Mientras habla, anota en un papel las iniciales de las palabras que va nombrando. Por ejemplo, si dice “agencia de viajes”, anota en el papel “AV”. No sé cuál será el sentido de hacer esos garabatos, supongo que alguien le dijo que, si raya el papel mientras habla, se verá más profesional. Nos muestra las fotos de la cadena de hoteles. ¿Les gusta o no les gusta?, pregunta con el mismo tono del mítico adolescente de la propaganda antidrogas que decía “¿somos o no somos amigos?” Que sí nos gustan los hoteles, sí están bonitos, pero no podemos asegurarle que nos afiliaremos sin antes saber el precio. ¿Para qué quiere saber el precio?, pregunta con ojos de asesino en serie. Este vendedor de vacaciones pagadas se parece más bien a esos tipos que venden (o asaltan) en los buses, esos que dicen: “Esto no es un asalto, pero…”. Le digo que tenemos hambre. Que fuimos allí a recibir una cena gratis y no nos han dado ni agua. “Cuando te invitan a una casa a comer no estás preguntando a qué hora sirven la comida, ¿No?”. Estoy segura de que eso fue lo que le entrenaron para responder las mismas personas que le enseñaron a hacer garabatos mientras habla, las mismas que le entrenaron para ser el peor vendedor del mundo. Pobre. Al final el sujeto de brackets rosa solo recibe órdenes de otro, que, a su vez, recibe órdenes de otro, y así, ad infinitum. Miro alrededor: todas las mesas llenas de vendedores explotados convenciendo (o asaltando) a proletarios clase media. Gente hambrienta dispuesta a afiliarse a un dudoso plan de vacaciones a cambio de una cena gratis. Vendedores que extorsionan a otros vendedores. Yo no hago la diferencia: he salido de mi casa por un pedazo de pizza. Es surreal.
Nos cambiamos de mesa. Pero antes les digo que son unos estafadores, manipuladores viles, que les acabaré en redes sociales. Mientras comemos (la pizza pagada) van llegando bandejas de comida gratis. Una tras otra. Nos da un ataque de risa. Pensamos que ahora nos van a inducir a una sobredosis de comida a manera de castigo moral. Pensar que si me atiborraban de comida cambiaría mi percepción de ellos era tan inocente como pensar que algo es gratis en estos tiempos. Pero tranquilos, señores vendedores, no he puesto el nombre de sus hoteles. Aunque todos sabemos cuáles son.