Por Fernando Hidalgo Nistri.
Edición 445 – junio 2019.
Aunque es indiscutible que el centro de inspiración del arte quiteño colonial fue la religiosidad barroca, lo cierto es que no todo fue pintar Cristos torturados, vírgenes llorosas, santos adoloridos, angelitos y serafines regordetes. En realidad hacia la segunda mitad del siglo XVIII y por influencia del movimiento ilustrado, ya empezó a operar una tendencia que procuró liberarse de las limitaciones ilustrativas del barroco. Como bien decía un estudioso, la pintura quiteña salió “de dos siglos de rigidez y austeridad hacia expresiones más gratas y menos profundas”. Buen ejemplo de ello son todos esos cuadros en los que personajes relevantes de la época aparecen retratados. Incluso se aprecia una “revolución” artística desde el momento en que el paisaje y las autenticidades del país fueron plasmados en los lienzos. Solo para dar una muestra de ello ahí están los cuadros de Vicente Albán que reposan en el museo de América de Madrid, en donde aparecen expuestos los frutos del actual Ecuador y una colección de los diferentes tipos humanos. Estos trabajos, que se llevaron a cabo en toda la América hispana, querían ser un compendio de las características y peculiaridades que identificaban a los reinos de ultramar.
Una segunda constatación. Desde siempre Quito fue famoso por sus artistas y en especial por su gremio de pintores. Sus obras circularon profusamente por Perú, por la actual Colombia e incluso llegaron a lugares tan distantes como Chile y la antigua Audiencia de Charcas. Ahí están los Miguel de Santiago, los Robles, los Samaniego, etc. Tales fueron los alcances de esta actividad artística que se convirtió en un rubro de ingresos para una ciudad con una economía débil y paupérrima. Incluso podemos decir más: la exportación de obras de arte o de artículos de factura artesanal se proyectó en el tiempo hasta bien entrado el siglo XX. La evolución histórica tanto del Ecuador como de los países vecinos no cortó en modo alguno el flujo de estos objetos.
Una de las novedades que trajo la pintura de fines del siglo XVIII —que hasta ahora ha sido muy poco relevada— es como muchos pintores y grabadores quiteños pusieron su arte al servicio de la ciencia. En esto los padres jesuitas fueron los pioneros y como ejemplo está la impresión del célebre mapa de la cuenca amazónica del padre Fritz. Pero sin lugar a dudas en donde mejor quedó plasmada la confluencia entre arte y ciencia fue cuando un grupo de pintores quiteños entró a formar parte de los equipos de botánicos que, hacia fines del siglo XVIII y comienzos del siguiente, se dedicaron a herborizar en los Andes del norte y los del Perú. Las exigencias de los botánicos imponían llevar a cabo un trabajo muy meticuloso. Esto suponía pintar las plantas seleccionadas con todos sus atributos, pistilos, pétalos, hojas, semillas y más componentes. Aquí la imaginación no tenía cabida, solo la copia exacta. Pero a este esfuerzo de exactitud también había que agregar un componente estético: cada especie retratada debía ser impecablemente bella. Las diferentes “floras americanas” que se elaboraron rebasaron el mero catálogo de especies, fueron una monumental obra de arte, un legado para la posteridad. Desde luego, este desafío al que hicieron frente los quiteños supuso un esfuerzo por reciclarse y adoptar una nueva forma y modalidad de pintar. Las flores que habían sido en el pasado simples adornos y motivos secundarios, se habían convertido en el centro prioritario de atención.
Hacia mediados del siglo XVIII, la Corona española empezó a promover una renovación del conocimiento. Este fue el clima intelectual en donde se gestó el proyecto. España no quería quedarse atrás de sus aventajados vecinos que ya le llevaban muchos años de adelanto en estos menesteres. Fueron conscientes de que para la supervivencia del imperio era fundamental una política moderna y un conocimiento pormenorizado de las posesiones americanas. Los viejos y anquilosados Habsburgo se habían despreocupado por completo de América, de modo que los ministros de la época apenas si sabían de sus lejanas colonias. Muy barrocos y provistos de una mentalidad rentista solo estaban preocupados por mantener un flujo regular y continuado del oro y de la plata que se extraía de las minas americanas. El nuevo estilo de gobernar de los borbones y el deseo de diversificar las fuentes de riqueza de sus colonias motivaron la organización de varias expediciones científicas al Nuevo Mundo. El nuevo equipo de Gobierno quería controlar sus posesiones de una manera más efectiva. Pero ello implicaba algo más que una reforma administrativa a efectos de poner en cintura a los poderes que habían creado los criollos americanos a lo largo de 200 y más años. A juicio de los modernos burócratas, las ciencias fueron consideradas como un medio idóneo para ayudar al Estado a cumplir con sus fines. Ellas eran las llamadas a aclarar las cosas americanas. Poner en manos de un ministro un mapa de una región, o una flor bien pintada, era como poner en sus manos un trozo de América. Las ciencias naturales hacían efectiva la determinación de acercar las lejanas colonias al poder central. ¡Nunca mejor dicho aquello de que saber es poder! Por otro lado, había un indiscutible punto de vanidad. Los monarcas borbones también querían apuntalar la gloria de sus respectivos reinados apelando al prestigio que ya entonces otorgaban los logros y las proezas de tipo científico. Querían ser recordados por la posteridad.
La primera y probablemente la más significativa de las expediciones fue la de Alejandro Malaspina, un oficial de la marina italiana al servicio de la Corona. Dentro del ambiente competitivo en el que se enfrascaron las potencias de la época, esta empresa quiso emular a la del capitán Cook que había dado gloria al Imperio británico. Las fragatas Descubierta y Atrevida que emprendieron la aventura recalaron en Guayaquil y exploraron su entorno. Incluso una partida de científicos llegó a las faldas del Tungurahua donde herborizaron y efectuaron experimentos químicos. Eso sí, jamás llegaron a visitar Quito. Pero no todo quedó ahí, posteriormente se organizaron otras que, a diferencia de la de Malaspina, se dedicaron específicamente a la tarea de inventariar la flora americana. Las dos que más nos atañen fueron las expediciones de José Celestino Mutis que produjeron la Flora de la Nueva Granada y la del Perú a cargo de los botánicos Ruiz y Pavón. Esta última también realizó la Flora Guayaquilensis, una empresa que estuvo a cargo de Juan Tafalla.
Aquí, vale la pena reseñarlo, la ciencia de la época se obsesionó por clasificarlo todo, por hacer un catálogo universal en el que estuvieran reunidas todas las especies del planeta. Esta era la única forma de ordenar el mundo y de atraparlo para así evitar su dispersión. La elaboración de cuadros taxonómicos era una estrategia para domesticar la diferencia, una forma de incorporar las plantas exóticas a un orden conocido. De esta manera la posibilidad de incluir una especie en una nomenclatura especialmente diseñada para estos efectos era tanto como si esta ingresara a la órbita de un orden eurocéntrico y cristiano. Fuera de este cuadro sistemático estaban las selvas, manifestación por antonomasia de la confusión, el caos e, incluso, lo diabólico. Más aún, clasificar una planta equivalía a volverla visible ante los ojos del mundo científico. Tal cual lo han manifestado reiteradamente estudiosos del tema, la botánica del siglo XVIII acusó un trasfondo religioso. Esta obsesión por formar cuadros taxonómicos y por ordenar los objetos de la naturaleza derivó de la necesidad de encontrar un nuevo principio ordenador del universo, una vez que se había consumado la expulsión de ese Dios de la antigua teología que desde siempre había dado sentido a las cosas. Clasificar, pintar y darle un nombre a una especie extraída de una selva situada en las antípodas era tanto como bautizarla e incorporarla al reino de Dios. Los botánicos, en este sentido, estaban repitiendo aquello que habían hecho los misioneros españoles del siglo XVI: bautizar indios para salvarlos. No es casual que Linneo llamara apóstoles a todos esos corresponsales que mantenía repartidos por todo el mundo y que le remitían de tiempo en tiempo plantas exóticas y desconocidas. Curiosamente este aspecto religioso también está muy presente en Casimiro Gómez Ortega, el poderoso director del Jardín Botánico de Madrid, quien envió a herborizar a tierras americanas a doce científicos. Como al lector seguramente no se le escapa, don Casimiro tenía la intención de emular a esos famosos doce curas misioneros que a principios del siglo XVI envió la orden franciscana con la misión de convertir a la fe a cientos de miles de indígenas infieles mexicanos.
Pero la tarea de descubrir plantas ambicionaba más que un simple ejercicio de enumeración, también había que describirlas, darles un nombre específico y, por último, pintarlas. Toda una tarea ingente que solo podía llevarse a cabo con un equipo multidisciplinar y desde luego con el imprescindible soporte económico del Estado. El célebre botánico José Celestino Mutis, que tomó las riendas de la Real expedición de la Nueva Granada, decidió acometer esta monumental tarea. El religioso gaditano, un hombre con personalidad fuerte, algo presumido y para colmo con un ego tan enorme como sus colecciones no se anduvo con chiquitas. Mutis aspiraba a la gloria y para ello se propuso una empresa inmensa y desde todo punto de vista inabarcable. Pese a que, como era de esperarse, no logró cumplir con todo aquello que ambicionaba fue capaz de producir una obra monumental. No solo que describió miles de especies, sino que, además, logró plasmar una parte de su trabajo en más de seis mil láminas de plantas y en alrededor de mil detalles anatómicos. Ante la enormidad del proyecto, los pintores bogotanos resultaron insuficientes, motivo por el cual optó por contratar a un grupo de artistas quiteños. Para dimensionar los alcances de la empresa hay que tener presente que Mutis llegó a tener en planta a 60 pintores. El encargo de reclutar a los artistas recayó en dos pintores consagrados: José Cortés de Alcocer y Bernardo Rodríguez. Previamente ambos maestros enviaron a Mutis muestras del trabajo de sus discípulos para que este diera su conformidad. Una vez firmado el contrato, primero salieron con destino a Bogotá y en compañía de Juan Pío Montúfar los hijos de Cortés, Antonio y Nicolás. Posteriormente partieron Antonio Barrionuevo y Antonio Silva, estos del taller de Rodríguez. En meses posteriores viajaron Francisco Villaroel, Francisco Xavier Cortés y Manuela Gutiérrez, esposa de Antonio Cortés. Finalmente el equipo quiteño se completó con los pintores Mariano Hinojosa, Manuel Rueles, José Martínez, José Xironza, Félix Tello y José Joaquín Pérez. No faltaron las recomendaciones de sus maestros. José Cortés se dirigió en los siguientes términos: “siendo ellos muchachos sin vicios, debían vivir haciendo cuerpo de la familia del comisionado para que sean observantes y cumplidores con dicho señor en todo”. Rodríguez hizo lo propio y destacó que sus discípulos eran “hombres de bien”.
Aunque no tengo mayores elementos de juicio, es muy probable que Mejía fuese el que sugirió los nombres de Cortés y de Rodríguez como encargados de reclutar a los artistas. Hay que tener presente que él fue el candidato propuesto por Caldas para dirigir la que debía ser la Flora Quitense, una función que no pudo desempeñar ya que coincidió con su viaje a España. En realidad se trataba de un grupo de jóvenes pintores que todavía no habían alcanzado la fama de los consagrados. Tal como era común en la época, formaban parte de la plantilla de artistas al servicio de las máximas figuras. Normalmente eran los que en su fase de aprendizaje se dedicaban a pintar los motivos secundarios de los cuadros y minucias en donde el maestro no entraba. De todas formas la calidad de sus trabajos nunca se puso en entredicho, sino todo lo contrario: las alabanzas y los elogios vinieron entre otros de Caldas y del mismísimo Humboldt. “Los mejores pintores —decía Caldas— han nacido en este suelo afortunado. La familia Cortés está inmortalizada en la Flora de Bogotá… Los hijos de Cortés, Matiz, Sepúlveda no habrían salido de Quito de la clase pintores comunes, pero al lado del Sabio Mutis, en quien hallaron a un tiempo padre celoso de la pureza de sus costumbres, un director de su genio y un admirador de sus talentos”. Humboldt por su parte declaró que “jamás se había hecho una colección de dibujos más lujosa y en una escala tan grande”. Los trabajos rutinarios de los pintores se mantuvieron regularmente hasta la muerte de Mutis en el año de 1808. Trabajaban nueve horas al día de lunes a sábado y “guardando profundo silencio en la oficina, en su lugar respectivo, cada uno se ocupaba de dibujar… el jornal se pagaba cada semana deduciendo lo que cada cual había perdido por sus faltas no justificadas a juicio del director”. Los colores utilizados se extraían de plantas y de minerales indígenas de la zona y que eran desconocidos en Europa. La muerte de Mutis generó múltiples conflictos y fricciones que terminaron por alejar a los quiteños del proyecto. Por lo visto, no gustó que el reemplazo recayera en Sinforoso Mutis, el sobrino del sabio. La empresa tocó a su fin con motivo de los acontecimientos de las guerras de la Independencia. El general Morillo, que había sido enviado a sofocar las revueltas de los patriotas, dio por terminada la empresa y remitió las láminas a España, un total de 6 617. Aún hoy reposan en el archivo del Jardín Botánico de Madrid.
El destino de los pintores fue muy distinto, aunque la mayoría retornó a Quito. Mariano Hinojosa se radicó en Bogotá y estableció una escuela de dibujo; Francisco Escobar fue encerrado en prisión por sus ideas afectas a la Independencia y murió allí en 1816. Antonio Cortés montó un estudio en Bogotá y se dedicó a retratar a personajes famosos de la época, entre otros a Humboldt. Un caso interesante y que merece relevarse es el de Francisco Xavier Cortés, probablemente el más virtuosos de todos los pintores que fueron a Bogotá: continuó colaborando con los botánicos, pero esta vez se enroló en la expedición de la Flora del Perú, que funcionaba a las órdenes de Ruiz y de Pavón. Terminó radicándose en Lima gracias a que el virrey Abascal tuvo a bien nombrarlo director de la Academia de Dibujo. Toda una muestra de la valía de los quiteños.