
Leo en Kindle, que quiere parecerse a un libro de bolsillo, pero algo le falta. No tiene olor ni textura. Ese olor de tinta y papel invita a viajar por lugares remotos, a buscar respuestas y recuerdos. Acabo de encontrar la edición de mi amado Platero y yo de Juan Ramón Jiménez que me dio mi padre en 1978, cuando yo tenía ocho años. No solo que tiene olor a libro, sino que, además, tiene dedicatoria, con el puño y letra de mi padre.
Me molesta el algoritmo… siento que en él hay una especie de censura porque asume lo que me gusta y me pone en la carpeta varios títulos como posibles objetos del deseo, ignorando otros tantos libros de esos que te llaman cuando una va a la librería o a la biblioteca y que te hacen un guiño.
Me molesta también que, asumiendo la diferencia entre quien compra libros y quien los lee, que desde el Kindle puedo comprar solo haciendo un clic cualquier título sin ir a una librería (y solo darme cuenta del desastre a fin de mes, cuando llega la cuenta de la tarjeta de crédito).
Pero es más molesto ver que compro y compro y los libros no tienen cuerpo ni materialidad ni lugar en mi biblioteca… son solo luz en la pantalla del dispositivo electrónico. Me fastidia no poder doblar la esquina superior de la página ni usar el señalador que encontré en la última feria del libro, ni guardar la rosa que me regaló mi madre o la hoja de otoño que puse entre sus páginas para conservarlas siempre.
El libro digital es parte de mis pesadillas: me despierto con sobresalto cada vez que pienso en lo que puede pasar si hay un apagón electrónico global y desaparece de un plumazo la historia y la memoria de los pueblos; me aterroriza pensar que explote la nube en la que están guardados los miles y miles de libros digitalizados y guardados en los repositorios universitarios que hoy reemplazan a las bibliotecas; me agota imaginar que la rapidez de la tecnología acabe con los libros sin necesidad de hogueras y quemas, así como desaparecieron los disquetes, los libros interactivos hechos para CD-ROM, los libros guardados en cedé (hoy ya los computadores nuevos no tienen ranura ni lector para ellos) e incluso los USB.
¿Será que la nube no tiene fecha de caducidad ni es parte de la obsolescencia programada? ¿Y si el libro del futuro está en las gafas o implantado directamente en la retina? ¿O en una vacuna o en un chip?
Pensándolo bien, lo que más me molesta del libro digital es la incertidumbre, no tanto la magia que convierte al milenario objeto libro en un intangible: apenas un poco de luz en una superficie brillante. Me perturba la idea de que las palabras y las historias puedan escaparse entre los dedos, como las volutas de humo o como las pompas de jabón.