Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 452 – enero 2020.
UNO
La primera imagen de Dolor y gloria, la última película de Almodóvar, muestra a un hombre de mediana edad flotando en una piscina con los ojos abiertos. No está muerto. O sí, pero todavía le late el corazón. La siguiente secuencia nos transporta a su infancia donde todo es fiesta y el niño todavía conoce la inocencia. Entonces regresamos al adulto flotando en la melancolía o en las aguas maternas a las que inútilmente ansía volver. Esa es, un poco, la historia de todos. ¿O no estamos constantemente buscando un lugar que ya no existe?
DOS
Soy adicta a ver casas por Internet. Las necesite o no. En mi tiempo libre reviso todas las páginas de bienes raíces. Veo todo tipo de departamentos y casas, y fantaseo con la posibilidad de un cambio, del comienzo de una vida distinta que empieza, por supuesto, con una mudanza. En la escuela un compañero solía llamar a mi familia “los nómadas”; nos cambiábamos de casa y de colegio casi cada año. Por lo general, mis compañeros vivían en grandes casas propias, pero nosotros, como es propio de la buena clase media, vivíamos de arriendo. Al principio era duro ver las maletas y la casa desnuda, vacía, pero después ya no. Me volví experta en mudanzas; es más, cuando ya estaba en
un lugar por un tiempo, sentía la necesidad de salir a buscar otro.
Alguna vez encontré un lugar del que ya no quería salir. Algún colegio en la adolescencia donde me encontré con otros casos perdidos. Entonces el corazón me latía rápido, ahí estaba mi lugar, entre los casetes de Sui Géneris y el olor del cigarrillo. Y la luz, esa luz…
TRES
Cada mañana voy a una cafetería distinta. Imagino una ruta del café que guíe una especie de mapa interno en el que se escriba una historia invisible. Quizá la razón real sea simplemente caminar, buscar, porque en el fondo sé que, si no me movilizo, no escribo. A veces encuentro lugares que convierto en “míos” por uno o dos días, o en el mejor de los casos, un par de semanas. Quizá en señales inconscientes-desesperadas de arraigo, pido siempre el mismo café, o cuando voy al baño dejo mis cosas sobre la mesa con confianza, marcando territorio. Pero después entiendo que es hora de ir a otro lugar. De probar otro café. Salgo del lugar e imagino mis pasos trazando líneas invisibles que son las mismas de las aves migratorias. Pienso en la forma de V que dibujan en el cielo.
Imagino a una gaviota desviándose del grupo, chocando contra las rocas, cayendo al mar.
CUATRO
Pienso también en los planetas desorbitados que, un poco desafiando a la naturaleza, no siguen un astro, sino que se pasan errando por el cosmos, sin una órbita definida. Esos planetas me recuerdan un poco a los borrachos y a los perros callejeros. ¿Por qué a veces es tan necesario pertenecer a un grupo? ¿Sentirse parte de algo?
Vuelvo a la imagen del útero y recuerdo que esa conexión del feto con su madre es también la conexión con la vida, con el universo. Cuelgo un cuadro y ordeno la ropa en el clóset. Entonces pienso, o recuerdo, que ese lugar ideal no es otra cosa que la conexión entre la cabeza y el corazón. Ese lugar perfecto no existe. Pero eso no quiere decir que no sea mi deber buscarlo, siempre.