Personas y casas (o granizo)

Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 463-Diciembre 2020.

Nuestra casa de campo parece un juguete. Nos mudamos aquí en plena pandemia, huyendo de una ciudad que amo pero que ya no existe. ¿Quién quiere salir a tomar un café con mascarilla? Preferimos dar un salto abismal y admirar la pasividad de las vacas. Lucas necesita naturaleza, es su derecho. El Mario quiere sembrar. Yo quiero una experiencia.

La casa es pequeña, rústica. No de acabados de madera estilo Tumbaco o Cumbayá, no. Es realmente sencilla, el alquiler es absurdamente barato. Eso sí, está rodeada de césped, tierra, e incluso hay vacas pastando en nuestro patio.

Cuando pienso que no necesitamos más para vivir, se va la luz mientras me estoy bañando, justo antes de una reunión importante. Luego descubriremos que para no quedar en tinieblas debemos bañarnos en máximo tres minutos y apagar todos los dispositivos eléctricos.

Superado el problema de la luz, sigo trabajando. Frente a mi laptop, entiendo que da igual si estoy aquí, en San Petersburgo o en el Guasmo; da igual si sigo clavada frente al ordenador y pendiente del celular. Me desconecto un rato, con esfuerzo, como si estuviera pegada a la silla y, venciendo la gravedad, salgo a dar una vuelta con mi hijo. Después de haber pasado horas trabajando, parece irreal que el mundo exista. Lucas y yo vemos dos caballos (de cerca), son seres casi mitológicos de ojos enormes. Escalamos un pequeño montículo y cuando llegamos a la cima celebramos. Corremos por un estadio vacío. Jugamos con perros callejeros.

Llegamos a la casa felices y llenos de tierra, compartimos un helado, pienso que es vital salir a caminar para seguir escribiendo pero, a la vez, me cuesta tanto despegarme de mi metro cuadrado. Pienso que vivir el presente es tan fácil y tan difícil a la vez, bastaría con mirar alrededor, ¿por qué a veces me(nos) cuesta tanto? Pienso que somos tan afortunados y justo ahí descubro que esta vez se ha ido el agua.

Recuerdo una escena de La vida moderna de Charles Chaplin. Él y su novia fugitiva encuentran una casa abandonada, viejísima, y deciden ocuparla. Fantasean con ser “normales”. Él, un esposo que va al trabajo; ella, un ama de casa que prepara el desayuno y lo espera para cenar. Pero la realidad les contradice. Cuando él se sienta en la mesa la silla se rompe, cuando intenta darse un clavado en el lago resulta que es un charco, cuando ella intenta cocinar se rompe la mesa. La casa se cae a pedazos. Su proyecto de vida se desploma. Cuando vi esa escena por primera vez lloré. Tal vez porque entendí que hay casas que simplemente no encajan en las personas.

Ayer regresábamos de hacer compras. No sé en qué momento todo empezó a tornarse cinematográfico, no sé si era la lluvia o mi cabeza o que recién había visto la última película de Charlie Kaufman (I’m Thinking of Ending Things), pero todo parecía suceder en cámara lenta: bello, épico. El granizo pegaba en las ventanas del auto, los vidrios empañados con la forma de las gotas cayendo, el bosque, mi hijo que veía por la ventana “la nieve”, y en el auto, la Michelle Oquendo hablaba sobre la banda sonora de Mariage Story; hablaba de esos detalles invisibles de la vida cotidiana. Yo veía nuestra vida familiar con esa música de fondo, en cámara lenta. Cuando llegamos llovía dentro de nuestra casa de campo.

Intentábamos sacar el agua, cocinar, meter las compras. Aunque podríamos compararnos con los personajes de Parasites, ahogándonos en nuestra propia casa, había algo bonito en la escena. Tal vez porque no importa que la casa se derrumbe si hay un niño que ve por primera vez la nieve, aunque sea granizo.

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