Perros sin sueño.

Por Huilo Ruales.

Ilustración Miguel Andrade.

Foto Perros sin sueñoEl Ivanopla me salvaba la vida casi a dia­rio. Y yo, por supuesto, aprovechaba para ponerme en riesgo, como si uno fuese amigo de Superman y entonces podías jugar con fuego o ponerte a hacer equilibrio en la cor­nisa de un rascacielos. Era demasiado héroe para nosotros los melcochas, las gallinas, los hijitos de mamá. Se encaramaba silbando en la fachada de La Merced, una iglesia que era piedra pura. Hola niñas, nos gritaba colgado con una mano del campanario. A diferencia de nosotros que teníamos bicicleta, él no te­nía una sino todas. Iba donde don Estévez, decía quiero esta y era suya, a veces por una hora, a veces toda la tarde. Si quería, llegaba subido en una bicicleta de carreras, esas que tiene el manubrio doblado hacia adentro y las llantas delgadísimas. Se reía de las nuestras que siempre eran las mismas, la misma Ra­leigh en la que don Ojeda iba y venía tan er­guido y tan sentado, como si estuviese para­do. En cambio el Ivanopla llegaba arrodillado en el asiento como acróbata, por ejemplo, en una bici de doble tubo. Que duerman bien, niñas, nos decía burlándose porque a las seis de la tarde teníamos que entrar a casa para hacer las tareas, comer y acostarnos. Mien­tras él, en la bici de turno, conduciendo sin usar las manos se iba por donde le daba la gana y hasta la hora que él quería. Se nos reía en la cara ante nuestro manojo de centavos que, si alcanzaba para una soda, no alcanza­ba para el sánduche de mortadela. Pidan lo que quieran que yo pago, nos decía con aire de Búfalo Bill. Íbamos al puesto de revistas para alquilar lo último de Tarzán, Aquamán, Batman, Santo el Enmascarado de Plata, Charrito de Oro, Memín Pinguín, mientras el Ivanopla aparecía con un fajo de revistas nuevas, brillantes, que no había visto nadie, porque él no alquilaba huevadas, él las com­praba. Cierta vez llegó con cajetilla de cigarri­llos rubios, encendió uno, votó el humo por la nariz y propuso al tabaco a quien quisiera. La mayoría se hicieron los pendejos y algunos hasta se escabulleron. Otra vez, dijo, a ver, quién quiere jugar billar. Y casi todos desapa­recieron asustados. A partir de ese momento, el Ivanopla tuvo solamente dos súbditos: el Nike y yo. Los demás lo admiraban pero le te­nían pavor, empezando porque sus padres les prohibían acercase a él, como si tuviera lepra. En cambio, los tres fumábamos haciendo gol­pe, íbamos al cine Popular y jugábamos billar hasta cuando empezaba a oscurecer. Una ocasión el Nike estaba con el tabaco pegado en la boca como gánster y el un ojo cerrado apuntando el taco para afinar la carambola. De pronto, el umbral del Palacio de la Caram­bola se ensombreció de un golpe y de paso el ambiente. Era don Durán, clavado en la puer­ta. Lo peor es que el único que no se perca­taba de ello era el Nike, que con el humo en los ojos seguía afinando el tiro. Y, justamente, para afinarlo con precisión de francotirador se agachó un tanto más y entonces sí pudo ver en la punta del taco el gigantesco cuerpo de su padre. A partir de esa tarde, el Nike despareció del planeta. No sé si porque bajo amenaza de muerte le prohibieron la amis­tad con el Ivanopla y conmigo o porque le dio vergüenza para siempre la andanada de correazos y puntapiés con los que su papá lo arreó desde el Palacio hasta su casa.

A partir de entonces, el Ivanopla contó solamente conmigo. Y yo, con el Ivanopla. Teníamos doce años, pero los dos, cada cual con su historia, estábamos ya suficientemen­te viejos como para pensar a lo grande y, por supuesto, en conquistar el mundo. De ello, para empezar, se encargaría el circo Egred Hermanos, que en ese diciembre nos cayó del cielo.

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