Por Milagros Aguirre.
Ilustración: ADN Montalvo E.
Edición 433 – abril 2019.
Por estas fechas cumplo treinta años de ejercicio del periodismo, el oficio más lindo del mundo. Crecí en él convencida de que contar historias era poner un grano de arena para cambiar la realidad de injusticia del país, para visibilizar lo invisible. Convencida de que teníamos una herramienta poderosa para pedir cuentas a quienes nos gobiernan: la palabra. Y que a través de ella podíamos cambiar el mundo y construir uno mejor, con gente más honesta, menos violenta, más consciente de sus derechos.
Aprendí, de maestros sensibles y también exigentes, el rigor del oficio y, junto a otros periodistas de mi generación, aprendimos a no comer cuento. A cuestionar, dudar, preguntar, investigar, a escudriñar en las cosas del poder, a exigir transparencia y acceso a la información. Nunca tuve un jefe que me obligara a escribir a favor o en contra de nadie y, peor aún, de acuerdo al gusto o interés de algún auspiciante o de la pauta publicitaria del diario o de la revista donde publiqué mis textos, crónicas, entrevistas o reportajes. Para mí, y para muchos colegas periodistas
de mi generación, las cosas siempre estuvieron claras: el mercadeo es una cosa y el periodismo, otra.
Durante los últimos doce años se mancilló al periodismo de manera sistemática y la mentira dicha mil veces —la prensa corrupta— se volvió certeza. Para combatir esa premisa solo hay un camino: más periodismo, ese periodismo que destapa la corrupción, ese periodismo atento, vigilante, incorruptible, ese que se vuelve la voz de quienes no tienen voz, ese periodismo que contrasta, escudriña o interpela.
Pero parece que la tecnología, además de las leyes mordaza y los tiempos de la posverdad, han jugado una mala pasada a quienes apostamos por el oficio. Ya decía el New York Times en un artículo reciente: los periodistas deben dejar Twitter: “Esa red social ya no es un club desenfadado para el periodismo. Es un estadio de gladiadores con una gestión tan mala que casi es cómica, un lugar en el que los activistas, los artistas de la desinformación, los políticos y los publicistas se reúnen para dirigir e influenciar el mundo mediático más amplio”.
Además, están los trolls y los influencers; es decir, gente pagada para hacer campañas y divulgar contenidos, sean falsos o no, en redes sociales. También los bots, programas diseñados para repetir desde insultos hasta rumores. Por cada insulto, por cada campaña, por cada frase que se replique o que guste, los influencers cobran. Y eso es publicidad, nada más reñido con el periodismo y con la ética periodística.
El tema de la profesionalización también ha contribuido a malos entendidos. El comunicador, que no es lo mismo que el periodista, puede ser vocero, por ejemplo, del poder y de sus instituciones. El buen periodista, jamás. El comunicador puede saber mucho de técnicas. Pero el periodismo no es una profesión, es una vocación. El periodismo ha de sobrevivir a todo ello. O morir en el intento.