Demasiado rojo para los blancos y demasiado blanco para los rojos

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Manuel Chaves Nogales se marcha de España preguntándose sobre el origen del fanatismo que carcome a su patria —¿Roma, Berlín, Moscú?—. Él, un centrista, ya no puede vivir allí.

Con una clarividencia poco común durante un período en el que no tomar partido equivale a ser enemigo, advierte que el país se ha vuelto el campo de tiro en el que los extremismos se matan como preparación para el apocalipsis.

Chaves Nogales es el mejor periodista español del siglo XX. Entrevistó a reyes, jefes de estado, líderes religiosos, artistas. Entre ellos, Alfonso XIII, Churchill, el arzobispo de Canterbury, Maurice Chevalier, Chaplin.

La primera parada del exilio de Chaves Nogales es París. Allí, en su departamento de Montrouge, se dedica a hacer lo que sabe: periodismo. Trabaja para la agencia Havas y escribe para periódicos de ambos lados del Atlántico, narrando los horrores de una Guerra Civil donde no existen buenos porque las izquierdas matan con el mismo salvajismo que las derechas.

Su prosa es tan tersa como implacable y su peor defecto es que siempre da en el blanco: el fascismo gana la guerra pero, lejos de terminar, esta se extiende al resto de Europa. Caen Polonia, Checoslovaquia y hasta Francia, mientras, al otro lado del continente, Stalin trata de sostenerse pactando con un enemigo antes combatido.

Con París en manos de Hitler, el periodista vuelve a huir; los nazis lo detestan por sus ideas y por describir a Goebbels como “ridículo e impresentable”. Se marcha a Londres con una maleta, su abrigo de estrella de cine y el sombrero calado hasta las orejas.

“Lo que los sociólogos llaman un liberal pequeñoburgués”

Manuel Chaves Nogales nace en Sevilla en 1897. Hijo y sobrino de periodistas, pronto se relaciona con los periódicos, al tiempo que las puertas del mundo intelectual se le abren gracias a la Facultad de Filosofía y Letras y los contactos de una familia en la que también destacan una madre concertista y un abuelo pintor.

En 1915 su firma aparece en los periódicos El Liberal y El Noticiario Sevillano. Vive un tiempo tremendo junto a los escritores de la “edad de plata” española que colonizan los diarios con reportajes y columnas. En España los años veinte son más literarios que demenciales.

Los coletazos de la derrota ante Estados Unidos en 1898 y la dictadura de Primo de Rivera persisten, mas el potencial de las artes y el surgimiento de una república que, al menos en la intención y los discursos, apunta a la equidad y la justicia, predice el renacer del país.

En Madrid Chaves Nogales se transforma en reportero de lujo. Escribe sobre la Unión Soviética e Italia montado en aeroplanos. Sus crónicas denuncian a los regímenes de ambas naciones, aunque aquello suele ofender a sus jefes.

Sus crónicas de largo aliento mutan en libros y no hay tema que se le escape: las repúblicas socialistas, el auge y caída del torero Belmonte, los aviones que atraviesan Europa…

Comenzó su carrera periodística en El Liberal de Sevilla. Trabajó en varios medios como el Heraldo de Madrid (en la imagen, con sus compañeros en la redacción).

En El Heraldo de Madrid y en Ahora —donde lo nombraron redactor jefe— publica entrevistas a los hombres del momento: Azaña, Largo Caballero, Lerroux.

Cuando la izquierda gana el primer forcejeo antes de la Guerra Civil, el redactor jefe se mantiene en su puesto, pese a que el diario es incautado. Escribe lo que quiere porque sus caprichos intelectuales son más potentes que cualquier censura.

La sublevación y el avance de los militares lo cambia todo: el reportero se ve obligado a huir a Francia con su familia. Sabe que España está perdida y, aunque no quiera admitirlo, su nuevo hogar también. Lo nota al cruzar la frontera cuando ve miles de sus compatriotas hacinados en campos, como prisioneros, porque las autoridades francesas no saben qué hacer con ellos.

Antes de la caída de París, Chaves Nogales prepara un reportaje sobre un bailaor que había llegado a la ciudad luego de años atrapado bajo el fuego de la Revolución rusa. El texto convertido en novela de realidad posee, igual que casi toda su producción, un ADN republicano que se rebela contra cualquier autoritarismo, incluso el de los que se declaran justos.

El periodista muere de cáncer en 1944. Su tumba está en el cementerio de North Sheen en Richmond, cerca del Támesis, y prácticamente no tiene adornos. Sin embargo, como dicen sus descendientes: “La mejor lápida es su obra”.

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Del butacón de una iglesia navarra a Bagdad

David Beriain nombró a su productora 93 Metros porque esa era la distancia entre la casa de su abuela y la iglesia donde ella iba a rezar: casi toda su vida se desarrolló en aquel espacio, y el nieto usó la anécdota como recordatorio de que las mejores historias están a la vuelta de la esquina.

Pero antes de las cámaras y los tuits con réplicas infinitas, este periodista de Navarra, aún sin recibirse, le dijo a su madre: “Me voy a Santiago del Estero, en Argentina”.

Allí se dedicó a perseguir mafiosos locales desde las páginas de El Liberal. Su caza no era la de un justiciero, sino la de un joven que, sediento de porqués, buscaba las historias tras la historia.

Su cuero regresó a Europa curtido igual que el de las botas gauchas. El claustro universitario le quedaba diminuto; quería irse adonde fuera pero lejos. Solo la voz de su madre lo convenció de terminar la carrera de Periodismo.

Luego llegó a La voz de Galicia con cara de bicho raro y oliendo a periodista rancio, pese a haber conseguido poco antes su cartón en la Universidad de Navarra. No lo pudieron retener adentro porque prefirió tomar una corresponsalía en Oriente Medio que, para variar, era un polvorín a punto del estallido.

David Berain.

Fue al Kurdistán iraquí como mercancía de contrabando, pues un grupo de traficantes lo pasó oculto en el doble fondo de su camión. Llevaba a cuestas veinticinco años, casco militar y un chaleco antibalas que se había “agenciado” en España quién sabe cómo.

La Coalición de la voluntad ―extraña alianza donde destacaban estadounidenses, españoles y británicos― invadió Iraq casi un año después, el 20 de marzo de 2003. La madrugada de ese día el cielo explotó y la tierra se hizo humo. Aquella epopeya de antecedentes tan absurdos como la de Troya tenía como objetivo derrocar a Sadam Husein.

En la segunda página de La Voz de Galicia de esa fecha hubo una nota de “David Beriain, enviado especial a la guerra de Iraq”.

En palabras de él mismo cuando cruzó la frontera turca para incrustarse en la Mesopotamia: “¡Fue una locura, pero mereció la pena!”

El precio del dolor

David Berain advirtió que los atentados del 11 de marzo de 2014 en Madrid no tenían nada que ver con ETA y sí con una venganza del fundamentalismo islámico. Por eso, La Voz de Galicia fue uno de los dos periódicos que atribuían el ataque a Al Qaeda apenas a la mañana siguiente de haber ocurrido.

Pero el periodista, a pesar del éxito en la prensa, quiso seguir su camino con la cámara y se fue a hacer películas. Imparable, estuvo de nuevo en Medio Oriente y, además, en Libia y las Américas.

Con la convicción de que solo es posible contar la realidad desde dentro, fundó su productora y se puso a preparar documentales de inmersión.

Hizo películas para su empresa y también para otras como Discovery Max, cruzándose con sicarios adolescentes en Colombia, talibanes en Afganistán, traficantes de minerales en África y narcos en México.

Sin embargo, uno de sus mejores relatos estuvo lejos de las balas, en las costas de Galicia donde pescadores ―percebeiros― más valientes que el más valiente de los soldados se juegan la vida a diario para alimentar a su familia. A la sombra de los acantilados, descubrió que la diferencia entre la grandeza o la mediocridad no se calcula en el número de acciones heroicas, sino en los sacrificios que se hacen por amor.

Cuando David pasó tres meses en del cartel de Sinaloa para narrar el narcotráfico desde dentro.

En una conferencia en su universidad dijo que con aquel documental quiso demostrar que era capaz de batirse con cualquier tema pero, en realidad, obtuvo una lección: los héroes están a la vuelta de la esquina, para notarlo solo hay que ser humildes y abrir los ojos.

El 26 de abril de 2021 David Beriain, su camarógrafo Roberto Fraile y el conservacionista Rory Young, atravesaban el parque nacional de Arli en Burkina Faso. La zona era especialmente peligrosa por tratarse de un territorio disputado por cazadores furtivos, traficantes y facciones africanas de Al Qaeda e ISIS.

Se trataba de un “viaje de descanso”, luego de años infiltrado entre los carteles de la droga de México y Sudamérica. Nadie, ni la familia del periodista, lo había imaginado como un riesgo mayor, al fin y al cabo, solo haría un documental de caza furtiva.

De pronto, se perdió el rastro de los viajeros. En Navarra los familiares de David Beriain confiaban en su capacidad para salir, mas el paso de las horas parecía una espada de Damocles y, el 27, el hilo se cortó con una confirmación del Gobierno burkinés: en medio de un tiroteo, los reporteros, el activista y su escolta terminaron muertos.

El fundador de 93 Metros fue al encuentro de la muerte allá, a kilómetros de la banca de la iglesia donde rezaba su abuela, pero sus palabras en el documental de 2018, Morir para contar, de Hernan Zin —y en el que también apareció Roberto Fraile— suenan a epílogo:

“Sí, todo esto merece la pena por las conversaciones: cuando las personas te dan el privilegio de sentarse a contarte parte de su experiencia, lo que dicen está lleno de verdad, y en la medida en que eso se produce a mí me lo justifica casi todo porque entronca con las preguntas que me hago y que me mantienen alerta en este mundo: ¿quién eres?, ¿quién soy?, ¿por qué haces lo que haces?, ¿por qué estoy aquí?”

David Beriain y Roberto Fraile, en febrero de 2016. Ambos fueron asesinados mientras realizaban un reportaje sobre la caza furtiva en Burkina Faso.

Y quizás eso es el periodismo: una serie de cuestionamientos sin respuestas claras, pero que nos llevan a entender que el otro no es diferente, es un ser humano que, aun tratándose del “más grande de los asesinos, quiere a alguien y alguien lo quiere a él”.

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