Es uno de los diseñadores gráficos más importantes del mundo. Ha realizado miles de diseños para tiendas, bancos, clubes de fútbol, autopistas, subterráneos, trenes. Y es el responsable del diseño de la señalización de las calles de Buenos Aires.
Por Leila Guerriero
—¿No tenías a otro a quien hacerle una entrevista? Si hay unos tipos fenómenos. No sé para qué me querés entrevistar a mí. Vení, pasá.
La casa de Ronald Shakespear queda en un suburbio elegante, al norte de la ciudad de Buenos Aires. Es una construcción sencilla y funcional en medio de un parque lleno de plantas. Allí, Ronald Shakespear y su mujer, Elena Peyron, han vivido durante los últimos 46 años y criado a cinco hijos.
—¿De verdad no tenías a otro? Yo soy un pobre tipo.
Ronald Shakespear se sienta a la mesa de la sala, frente a un almuerzo servido. Aunque lleva la barba prolija, el pelo, que usa revuelto, contagia a la barba cierto desaliño. Viste camisa azul, bufanda desanudada al cuello. Sobre la mesa está su pipa, apagada.
—Mamá, ella es la periodista de Chile.
Elena Peyron —“mamá”— es una mujer de estructura frugal y una sonrisa que parece iluminarse desde los huesos. Italiana, llegada al país a los cuatro años, es una cocinera de fama entre los suyos.
—¿Nada más le vas a dar a la chica? —pregunta Ronald, mirando el plato que Elena acaba de servir.
—Ronald, ella dijo que no come mucho, y la gente que no come mucho odia que le llenen el plato.
—Tiene que engordar, mamá. ¿Vos sos casada o soltera?
—Esa pregunta de casada o soltera no se hace más, Ronald —dice Elena Peyron.
—¿Ah, no?
—No. Se pregunta: “¿Estás en pareja?”. Entonces el otro dice: “Estoy en pareja, o estoy solo, o estoy casada”.
—Ah.
Ronald Shakespear toma un trago de gaseosa con hielo e insiste:
—¿Y qué hace tu marido? ¿Tenés marido?
Si hubiera que juzgarlo por su aspecto, Ronald Shakespear podría ser un cliché. El cliché del pintor desprolijo, del músico frenético, del director de cine en constante egotrip, del científico despistado: un cliché de todo lo que no es, porque Ronald Shakespear no es ni músico ni director de cine ni pintor ni científico, sino uno de los diseñadores gráficos más importantes del mundo, el argentino que, entre los mil seiscientos proyectos de diseño que llevó adelante —para las tiendas Harrod’s, el banco de Galicia, el correo privado OCA, el club de fútbol Boca Juniors—, lidió con varios a los que, en su libro Señal de diseño (Paidós, 2009), llamó proyectos devoradores de hombres: señalización de ciudades, autopistas, subterráneos, trenes. Para decirlo simple, Shakespear es el responsable de que, en parte, la ciudad de Buenos Aires luzca como luce, ya que diseñó la señalización de sus calles (los postes con la nomenclatura en las esquinas, las paradas de buses, las de taxis); de sus líneas de metro; de sus hospitales municipales; de sus autopistas.
—Mirá que eso que te sirvió Elena tiene azúcar, eh.
—Ronald, ella no es diabética, puede comer azúcar.
—Ah. Claro. Yo no puedo. Hace 15 años descubrí que era diabético. Me tengo que aplicar insulina. Por suerte, por la ley del diabético, la presidenta me da insulina gratis. Mi presidenta me paga una jubilación chiquita y una insulina grande. ¿Crema?
Fue profesor titular de la cátedra de Diseño en la Universidad de Buenos Aires y presidente de la Asociación de Diseñadores Gráficos de Buenos Aires. Hizo la señalización y la marca del zoológico Teimaikén (a 50 kilómetros de la capital), y del Tren de la Costa (que corre a lo largo de 15 kilómetros por la ribera del Río de la Plata hacia la zona norte). Su trabajo fue publicado en las mejores revistas de diseño (Domus, Eye, Abitare, Sign Graphics, Novum, Experimenta, Archigraphia), y expuesto en salas como las del Centro Pompidou, la Triennale Icsid de Milán y el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires. Ganó todos los premios posibles incluido, en 2008, el Segd Fellow Award de la Society of Enviromental Graphic Design, en Estados Unidos, que recibió por primera vez un latinoamericano. Cuando se le pregunta si le gustó hacer todo lo que hizo dice: “¿Me gustó? No sé. Fue lo que me dio de comer”.
***
Rosario es una ciudad que queda a 300 kilómetros de Buenos Aires. Ronald Shakespear nació allí el 18 de septiembre de 1941 y, desde que se fue, a los cuatro años, dice sentirse un rosarino en el exilio. Es el segundo hijo —el primero falleció sin que él llegara a conocerlo— del matrimonio formado por Dora y Lorenzo Shakespear, y el hermano mayor de un varón y una mujer que le siguieron. Su padre trabajaba como cajero en un banco pero, en 1945, con una oferta de empleo en una empresa constructora, se marchó a Buenos Aires.
—Pero todo salió mal, le fue pésimo y nos cagábamos de hambre.
La sala está recorrida por un mueble antiguo, una vitrina repleta de libros sobre la que hay juguetes de lata antiguos y fotos. Shakespear está sentado frente a una mesa baja, llenando la pipa con tabaco argentino. En el jardín, uno de sus nietos varones (tiene dos) corre a dos de sus nietas mujeres (tiene cinco). Su mujer prepara tostadas en la cocina.
—El departamentito donde nos fuimos a vivir era chiquito y feo. No había un peso. Mi mamá se quejaba. Dorita. Era brava. Pero mi viejo era un santo. Después consiguió trabajo como cobrador de una cervecería. Se mató laburando, hasta que le agarró cáncer y se murió. Yo tenía 24 años. Pero antes de morirse hizo las dos cosas más importantes de mi vida. Me inició en el diseño y me regaló una cámara de fotos. Él me metió en esto y yo me puse a trabajar. Porque yo no sé dibujar una manzana. Pero nunca pensé que dibujar tuviera que ver con diseñar.
Y entonces, por primera vez, hace lo que hizo siempre: repetir. Uno puede preguntarle a Ronald Shakespear por el origen de su apellido o por una planta que él se encargará de torcer el cuello de la respuesta para llevarla hacia donde quiere y necesita. Y ese gesto, y la repetición que ese gesto implica, es tan fácilmente comprobable —lo que escribió en su libro se replica en conferencias que, a su vez, replican lo que ya dijo en las entrevistas que responde en periódicos en los que, a su vez, dice lo que ya dijo en sus clases— que solo de manera superficial podría tomárselo por uno de esos entrevistados que siempre dicen lo mismo. La suya es una repetición planificada, mesiánica: la de alguien abducido por una misión; la de alguien que quiere —y debe— esparcir un mensaje. Un mensaje que dice, entre otras cosas, esto:
—Según el diccionario de Oxford, un diseño es un plan mental. Y eso no tiene nada que ver con dibujar.
Da una calada a la pipa y, con un cansancio impostado, como si pidiera disculpas por ser tan poco interesante, dice:
—Bueno, ya te conté todo. Lo demás, está en el libro.
Shakespear dice que nunca hizo nada solo. La señalización de Buenos Aires la hizo con su socio de entonces, Guillermo González Ruiz. Los hospitales municipales con su hermano Raúl. Mucho de todo lo demás con sus hijos Lorenzo y Juan, en el estudio Diseño Shakespear, que tiene ya más de 40 años y al que, desde 2012, dejó de ir todos los días. Sin embargo, quienes trabajaron a su lado hablan de él como de una fuerza sofisticada y salvaje, un hombre único para quien la frontera entre el diseño y la existencia jamás tuvo sentido.
***
—Él no habla: tiene teorías.
Juan Shakespear trabaja en Diseño Shakespear desde hace 17 años. Tiene 37, lo que significa que, a edades en las que otros empiezan, él ya había participado en diseños de zoológicos, autopistas. Ahora, desde 2012, está al frente del estudio y su padre lo llama “mi jefe”.
—Él tiene una obsesión por la cosa bien hecha. Tiene una disciplina y una capacidad de trabajo bestiales, y no es que sale del estudio y se convierte en el padre, el amigo, el abuelo. Es siempre el mismo: Ronald, el diseñador único. La que sostuvo todo fue mamá. Él es diabético y quiere combinar la insulina con un choripán y un Bloody Mary. En esas cosas es como un chico.
***
—¡Mamáaa!
Elena Peyron llega desde la cocina, los anteojos colgando sobre el pecho, los ojos brillantes de buen humor, fumando un cigarrillo.
—¿Qué pasó?
—Se enfrió el café. Y tengo que ir a hacer pis.
Shakespear se levanta. Hay algo en él de gnomo, de patriarca, de eremita; algo paciente, manso, sagrado y, al mismo tiempo, revulsivo, hereje.
—Amamos esta casa —dice Elena Peyron, empezando una conversación de manera natural—. Ahora que se fueron todos y tenemos cada uno su lugar la disfrutamos más. Yo pintaba y después dejé todo para dedicarme a los hijos. Pero ahora volví a pintar, a mis acuarelas. La verdad es que no está nada mal esto de ser viejos.
Ronald regresa, se sienta. Pregunta:
—Mamá, ¿hay Coca-Cola con hielo?
—Ahora les traigo. Voy a traer budín. Pero vos no podés, porque tiene azúcar.
—Bueno —dice él, impostando un tono de resignación—. Cuando cumplí 13 años mi viejo me dijo que tenía que estudiar dibujo, que eso era el futuro, y me metió en una escuela de artes y oficios que se llama Raggio, una escuela pública. Me iba muy mal, porque lo único que se valoraba era la aptitud para dibujar, y yo no tenía ninguna. Igual, no la terminé. Cuando empecé a trabajar como profesor en la Universidad de Buenos Aires, en 1985, me dijeron: “Le vamos a dar el título de profesor por primera vez a un analfabeto”. Medio grosero, ¿no?
Durante su primera adolescencia, contribuyó a la economía de su casa vendiendo hojas para sierras. Cuando dejó el colegio, consiguió empleo en una agencia de publicidad donde trabajaban Rómulo Macció y Juan Carlos Distéfano, dos plásticos que dejaron marca, y donde su labor consistía en limpiarles —a ellos dos— los pinceles de pelo de marta. A los 18 años salió de esa agencia y fue a otra, y a otra, y a otra. En 1968 montó estudio propio con un socio llamado Guillermo González Ruiz.
—Nos iba bastante mal. Un día le fuimos a pedir un crédito al director de un banco a quien conocíamos. El hombre nos dijo: “No, porque no lo van a poder devolver, pero les voy a dar trabajo y les voy a pagar”. Una semana después se transformó en el intendente de Buenos Aires. Era 1971 y nos encargó el Plan Visual de Buenos Aires. Y así fue como se hizo la segunda señalización de la ciudad. La que había tenía seis tipos de letras, las nomenclaturas de las calles se aplicaba en unos chapones en el frente de las casas. Trabajamos dos años. Salió a la luz una señal de nomenclatura que en vez de estar apoyada en el muro del frente del edificio era una columna autoportante con dos señales transversales. Hoy parece un clásico que lleva ahí 200 años, pero no tiene tanto tiempo.
En el artículo Plan visual de Buenos Aires: una señal urbana que hizo ruido, publicado en la revista argentina de diseño DNI, su autor, Lucas López, decía: “Al conjunto de señales no les falta ni le sobra nada. No hacen alarde ni son ambiguas. (…) En el caso de la señal de calle, separarlas de su sempiterna ubicación sobre la paredes de la esquina, fue para entonces una transgresión a las reglas (…)”. Pero en el año 1971 Shakespear tenía 30 años y ninguna experiencia en proyectos de esa envergadura.
—Yo tenía un amigo que murió, un diseñador británico, Alan Fletcher. Él me recomendó hablar con un escocés, Jock Kinneir, que diseñó las autopistas británicas, los ferrocarriles. Fui a Inglaterra y él me enseñó todo, en dos tardes. Me transmitió un método de relacionamiento con el comitente, que para mí ha sido el tema de mi vida. Los diseñadores piensan que el cliente es un enemigo, un individuo que los castra. Piensan que “diseño” quiere decir “autoexpresión”. Y no es así. El diseño no tiene nada que ver con el arte. En el arte no hay que dar explicaciones. Pero el diseño debe dar respuestas. Kinnear me enseñó cosas que pude aplicar en el Plan Visual de Buenos Aires. Cuando cobramos ese trabajo, Elena pudo comprar este terreno. Ella hizo todo, la verdad.
Shakespear conoció a Elena Peyron en 1965. Él iba a menudo al instituto Di Tella, un reducto de la vanguardia, donde ella trabajaba como recepcionista.
—Seis meses después nos casamos. Mi papá lamentó cuando yo me casé, porque dejé de aportar a mi casa. El viejo era un pan de Dios, una bestia de trabajo. Yo también. No tengo capacidad de ocio. Hay gente que se queda en la playa mirando el mar. No sé en qué piensan. Yo me muero.
—No tenés capacidad de contemplación.
—No. Yo miro rapidito.
***
Lorenzo Shakespear es el mayor de los hermanos y, aunque desde hace un año marchó a poner estudio propio, trabajó en Diseño Shakespear durante casi tres décadas.
—Él parece alguien guiado por una misión. Le gusta hacer el trabajo y hacerlo bien y que se lo reconozcan, pero más le gusta que provoque resultados. Se involucró en proyectos ridículamente grandes, dificilísimos de administrar para una sola persona. Y fue espectacularmente honesto. El objetivo nunca fue convertir esto en un negocio multimillonario. El objetivo era resolver problemas.
***
—Mis ancestros son ingleses. John Talbot Shakespear vino casado con una catalana. El apellido es común en Inglaterra. Viene de la palabra spear, lanza, que se escribe sin e. Por eso digo que el que estaba mal era el del bardo.
Una de las nietas aparece con dos vasos de gaseosa y los deja sobre la mesa.
—Gracias mi amor, te quiero mucho.
La nieta dice “yo también” y se va.
—¿Te sentís un diseñador con talento?
—¿Talento? ¿Qué es eso? Una moneda griega antigua.
Semanas después escribirá un correo electrónico: “Vigor místico es lo que se me olvidó cuando hablábamos de talento. Oscar Wilde “puso todo el genio en su vida y apenas el talento en su obra”. Yo solo puse vigor místico”.
—Vos necesitás un auto para irte, ¿no?
—Sí.
—¡Elena! ¿Podés pedir un remise?
Elena pide, pero son las seis de la tarde y es difícil. Ronald sugiere llamar a Leo, el chofer de confianza.
—Ya lo llamé, pero no contesta —dice Elena.
—¿Está enojado?
***
Es octubre, una tarde luminosa, y Ronald Shakespear está sentado, otra vez, frente a la mesa baja de la sala de su casa, con la pipa en la boca y un atuendo casi idéntico al de la vez anterior: camisa, bufanda sin anudar. Algunos nietos corren en el jardín y el perro de la familia —Tarzán— corre detrás de los nietos.
El Plan Visual de Buenos Aires fue el primer megaproyecto en el que estuvo involucrado pero, a eso, siguió la señalización de nueve hospitales municipales, que hizo en los setenta, y, más tarde, el Tren de la Costa, las Autopistas del Sol, el escudo y la imagen de Boca Juniors. El trabajo de señalización en el subterráneo de Buenos Aires comenzó en 1995 y continuó durante 15 años. Siguiendo su filosofía —que las señales deben ser fáciles de encontrar y actuar como si siempre hubiesen estado allí—, defendió la idea de que el nombre del servicio debía ser el que la gente le había dado siempre: Subte.
—El concesionario privado, Metrovías, quería cambiarle el nombre y ponerle Metrovías, precisamente. Pero la gente lo llamaba “subte” desde 1912.
Hoy, las entradas al subterráneo se reconocen porque esa palabra —Subte— destella en el centro de un círculo que, a su vez, tiene un color distinto dependiendo de la línea a la que pertenece.
—Yo creo que, si el diseño no sirve para que la gente viva mejor, no sirve para nada. A mí me gustaron los trabajos que me hicieron sentir útil. Las marcas comerciales no me interesan. Me dieron de comer. Pero el plan de señalización de la ciudad, el subte, los hospitales municipales. Eso sí. Lo mismo con Boca. Hicimos la señalización y con Lorenzo diseñamos la marca: Boca en vez de CABJ, Club Atlético Boca Juniors, que era la marca hasta ese momento. Yo les decía: “Cuando Boca mete un gol, ¿qué gritan? ¿Cabj? ¿O Boca?” Te lo dice la gente. Yo escucho. La gente me dijo: “el subte”. La gente me dijo: “Boca”. No hay inspiración. No creo en la creatividad. Creo en el trabajo.
—¿Y te gusta lo que hacés?
—¿Me gusta lo que hago? No sé hacer otra cosa. Qué querés que haga. Las fotos, en cambio, siempre fueron el espacio de mi libertad. Pero nunca viví de eso.
Su padre le regaló su primera cámara y él, ya adulto, se compró una Leica F3 de lente retráctil con la que tomó las fotos que publicó, en 1966, en un libro llamado Caras y Caritas, que acaba de reeditarse bajo el título de Revisitando los sesenta, y que reúne retratos de, entre otros, el cantante Palito Ortega, Jorge Luis Borges, el cineasta Leonardo Favio. En ese libro hay un autorretrato en el que se lo ve con su mujer, Elena. Ella parece una niña desprevenida, sentada, mirando a cámara. Detrás, fuera de foco, de pie, con el torso desnudo, un cigarro en la boca, lentes negros y una mano apoyada en el respaldo de la silla donde se sienta ella, está Ronald: la sombra de un fauno genial. Otra de las fotos del libro es una versión en extraño espejo de esa: Orson Welles, sosteniendo un puro humeante, de perfil, monumental y ciclópeo. Un fauno. El dueño y señor de alguna cosa.
Tiempo más tarde, en un correo electrónico, escribirá: “Tuve una semanita dura por una trombosis causada por una arteria obstruida en la columna. (…) Si me muero antes de que salga tu nota, mandala a todos”. Pero esta tarde de octubre dice que le gustaron mucho las muertes de Le Corbusier y de Gaudí.
—Le Corbusier tenía una pequeña casita en el sur de Francia. Tenía 80 y pico y nadaba a mar abierto. Una mañana salió y vio a dos chicas suecas que se bañaban desnudas en el mar. Y el viejito se volvió loco. Y se tiró desesperado a nadar y nunca llegó. Se infartó en la mitad. Es una buena muerte. Y Gaudí levantó la vista para mirar su trabajo y se lo pisó un tranvía. Buenísimo. Son lindas muertes. A mí me gustaría morir en Venecia.
—¿Qué te gusta de Venecia?
—El olor a podrido.
Y después de un silencio, cuando parece que ya no dirá nada, dice:
—Las mareas, los muros verdosos, la arquitectura arruinada. El ruido del agua a la noche, el olor a humedad, el terrible frío en invierno. La penumbra. Yo ya diseñé mi lápida. Es chata, de cemento, con la tipografía del frontispicio romano de Augusto. Y dice: “Ya está”, con acento en la á. Sin el nombre del difunto. ¿Para qué?