
El jardín de entrada a Villa Juárez, en Tumbaco, está lleno de flores. El verdor brillante del césped muestra que ha llovido un poco. Todavía se siente el grato olor de la tierra húmeda. Las campanas de guanto o adormidera adornan el frente de la casa. Ahí, tomando el sol de la media mañana, está Pepé, esperando la “entrevista presencial” pues el primer encuentro para estas páginas fue por Zoom y, aunque fue afectuoso —porque siempre es lindo hablar con ella—, no fue suficiente. Mejor verla así, relajada en la puerta de su casa, flamante a sus 92, lúcida y alegre. Cada rincón de su casa tiene su impronta: como artista que es ha pintado flores fantásticas en los marcos de las puertas, derramando esa alegría por todas partes.
Hablamos de todo un poco. De las Memorias compartidas, libro publicado por la Casa de la Cultura (CCE) que tiene ya tres ediciones y del que casi ya no tiene ejemplares, de las clases de arte, de los hijos, nietos, bisnietos, de los libros, de la naturaleza que le rodea y del café que ella misma ha sembrado. “En esta casa solo se toma el café de altura que se cosecha acá”, dice, orgullosa de esa tasa de café humeante que se sirve en las mañanas y en las tardes, antes de la novela… está viendo la nueva versión de Café, con aroma de mujer, así que sonríe mientras cuenta cómo es su día a día, habla de los recuerdos de su padre, de su vida de profesora y de su matrimonio. Pepé ha tenido el privilegio de una vida feliz… ahora, rodeada de naturaleza, muestra esa sonrisa cálida, mientras, lúcida, franca y directa, revisa páginas de los capítulos de su historia.
—Su padre viajaba mucho, ¿no?, ¿de dónde es Pepé?, ¿lojana?, ¿francesa? Cuéntenos de sus raíces…
—Mis papás, Manuel Benjamín Carrión y Águeda Eguiguren, eran lojanos. Mi padre estudiaba Leyes, se destacó muy rápidamente y lo nombraron presidente de una organización de la Universidad Central. Ellos se casaron en Loja. Mi madre, muy jovencita de diecisiete años, y mi padre de veintiocho, la pareja se embarcó, en el puerto de Guayaquil, en un barco que los llevaría a Europa. A mi padre el Gobierno del presidente Gonzalo Córdova lo había nombrado cónsul en Francia, así que se embarcó rumbo a Havre, más precisamente. Mi hermano Jaime tenía diez meses. Allá nació una niña que murió —María Magdalena— y luego nací yo, no tan linda como la primera hija, pero sanita y fuerte. Me pusieron el nombre de María Rosa. Enfermé de pulmonía al año y casi muero, pero lo superé… Fui una niña muy mimada después de la tragedia. Mi nana me llamaba Pupé, que quiere decir muñeca. Y de Pepé me quedé… María Rosa es un nombre que me resulta extraño. Ya cumplí 92 y sigo llamándome Pepé…
Creo que sí, soy un poco francesa… entre Loja, Francia, Bogotá, Quito…
—La vida de diplomático de don Benjamín… ¿qué recuerdos tiene de eso?

—Mi infancia fue un poco errática porque mi papá estaba en el cuerpo diplomático. De Francia a Perú, de Perú a México, de México a Colombia… Yo de niña no conocía el Ecuador ni Quito. Mi padre llegó un día y nos contó que había comprado una casa en el centro, frente a la iglesia de Santa Bárbara. Yo vivía en Bogotá. Me recuerdo en esos años como una niña feliz, que iba en bicicleta, que patinaba. Recuerdo que a las seis de la tarde me llamaban para tomar chocolate caliente y que luego volvía a la calle, a la bicicleta y a los patines. Tenía una gata que amaba. Y era feliz. Ahí fue la primera mudanza que recuerdo: viviríamos en Quito.
—¿Sintió el cambio? ¿Cómo le fue?
—Cuando llegamos a Quito, a la nueva casa, yo odié todo: mis patines se quedaron arrumados porque la casa era antigua, no había cómo patinar. Llevé a mi gatita y ella desapareció… ¡Una tragedia! A mi hermano Jaime lo matricularon en el Colegio Mejía y a mí me pusieron en un colegio de monjas en el centro de Quito, frente al Teatro Bolívar.
Los directivos eran unas parientes de mi mamá. Me sentí bella con el uniforme, tenía carril para mis cuadernos. Fui feliz al colegio de la mano de Aída, la empleada que era como mi hermana mayor y el primer problema que se me presentó es que no la dejaron entrar. Luego, que no constaba yo en la lista de estudiantes.
“¿Cómo te llamas?”, dijo la monja. “Pepé”, contesté. “Te llamas María Rosa”, espetó la monja. Segundo bofetón. Acepté lo del nombre, pero… tuve más problemas: no sabía rezar, tampoco sabía jugar rayuela, que era lo que las niñas jugaban. Esta tragedia duró un mes, así que me escapé… en casa había un piano y me escondí debajo. Me intentaban sacar con la escoba. De pronto… la voz de mi papá: “Déjenla en paz, que a escobazos no vamos a sacar nada”. Consiguieron una profesora que iba a la casa: Matilde Nogales. Ahí sí me sentía la niña más inteligente del mundo.
—Usted es una de las fundadoras del Colegio Americano. ¿Cómo fue esa historia?
—Luego de mi fracaso escolar donde las monjas, como dije, estudié en casa. Yo contestaba las llamadas telefónicas. Una tarde suena el teléfono, preguntan por mi papá y resulta que era Galo Plaza. No sé por qué pensé en ese momento que volveríamos a Bogotá; no me separé de papá hasta saber de qué estaban hablando.
Resulta que él tenía dos hijitas en el kínder del Colegio Alemán. Plaza le cuenta a mi papá que, en el saludo de la mañana, les hicieron formar a las alumnas y tuvieron que hacer el saludo nazi… “Heil, Hitler”. Así que decidió sacar a las niñas del colegio. Plaza reunió a algunos padres de familia con problemas parecidos y fundó el Colegio Americano con 150 alumnos, desde kínder hasta quinto grado. Ahí sí volvió mi felicidad.
—El Colegio Americano ha sido parte de su vida…
—Sí. Como estudiante y luego como profesora y como madre de familia pues mis hijos estudiaron ahí, también los hijos de mi hijo Martín. Di clases de arte a niños durante treinta años. Teníamos un lindo grupo de profesoras, nos reuníamos en el Club de profesoras a tomar café en los recreos. Hasta ahora me encuentro con señores que me recuerdan como su profesora…
—Usted y su padre fueron muy cercanos, por eso lo de Memorias compartidas, el libro que publicó hace ya algunos años. ¿Qué pasa con su legado, la Casa de la Cultura? ¿Cómo la ve hoy?
—Sí, éramos muy unidos. Incluso sentía celos de la CCE pues era su mayor sueño, hablaba mucho de ella y se embarcó en ese proyecto en cuerpo y alma. El Ecuador había perdido la guerra con Perú, países hermanos y vecinos. La guerra fue difícil. El Ecuador, frente a la pérdida territorial, se quedó triste, minusválido. Mi padre quería darle una esperanza, dignidad. Publicó sus Cartas al Ecuador y ahí planteó lo de “Patria chica, cultura grande”, una “potencia cultural”. Mi papá tenía claro lo que quería hacer: un lugar de encuentro con las artes, el teatro, la música, la danza, la literatura. Reunir a los intelectuales, a los escritores, a los artistas, construir un espacio para todas las manifestaciones culturales. La cultura, sabía él, ayudaría a recuperar la autoestima de la gente. Consiguió que el municipio donara un terreno en la 12 de Octubre y Patria (el alcalde era Pepe Chiriboga). También consiguió que MM Jaramillo Arteaga donara cemento para la construcción. El arquitecto fue Alfonso Calderón. Velasco Ibarra firmó en 1944 el Decreto de creación de la CCE. Nuestra vida cambiaría para siempre: papá vivía en función de la Casa. Yo creo que pasé a un segundo plano… ya no se ocupaba de mí, hasta me conseguí un enamoradito, que no le gustaba, para llamar su atención. Mi papá fue un suscitador, un promotor de la cultura.
¿Cómo veo hoy? No estoy muy contenta con lo que veo. No conozco a quienes ahora la dirigen, pero he oído que le quieren cambiar de nombre y ponerle Casa de las Culturas, así, en plural. No estoy de acuerdo pues ese nunca fue el sentido que mi padre, su fundador, le dio. Los significados de cultura son muy amplios, es todo lo que somos, hasta lo que comemos. Poner el énfasis en “las culturas” me suena a subrayar las distintas etnias y nacionalidades. Y me parece que no era ese el sentido. Tampoco creo que el nombre Casa de la Cultura sea excluyente: al contrario, las expresiones culturales de todos los ecuatorianos deben tener cabida en ella, pero el cambio de nombre implica un cambio de orientación. Creo que quienes están ahora deberían conversar también con nosotros, con la familia de Benjamín Carrión sobre su legado, pero parece que eso no será así. He visto con tristeza como, poco a poco, también se ha desprestigiado la imagen de la Casa por la burocracia, por egos y vanidades, por la poca plata que hay para la cultura. Hubo momentos mejores, se publicaban todos los libros, sean buenos, corrientes, malos, para dar voz a quienes no la tenían. Muchos de los grandes pintores de hoy expusieron en la CCE porque no había otros espacios (pienso en Kingman, Tejada, el mismo Guayasamín, entre otros) o en el coro Óscar Vargas Romero, que era fantástico. Hoy hay un Ministerio de Cultura que se traga la poca plata que hay para la cultura, en sueldos y gastos administrativos. La CCE era una institución independiente, autónoma, a la que acudían varios colectivos. No sé si se pueda recuperar. Comparto la idea de mi padre de que la cultura, las artes, son una herramienta poderosa.

—Volvamos a su adolescencia… ¿volvió a patinar?, ¿otra mudanza?
—En una casa frente al Colegio Mejía había una pista. Iba de vez en cuando, pero no era lo mismo que en Bogotá, donde patinaba en la calle. Yo era deportista, basquetbolista. Un entrenador gringo de básquet entrenaba en la Concentración Deportiva de Pichincha. Recorrimos el país jugando y ganando. Hasta íbamos a ir a jugar en Cali, pero no se pudo. Empecé a ir a fiestas, a tener mis novios… mi papá los odiaba… no atinaba uno, según él. Pero a mí me encantaban.
Mi papá pertenecía a las altas esferas en la Unesco. Ya me iba a París… pero Carlos Julio Arosemena Tola, entonces presidente, le pidió a papá que aceptara la Embajada en Chile. Él no quería llegar a Chile, así que primero fuimos a México, después a Lima… alargando la llegada a Chile. Yo me adelanté con él mientras mi mamá y Aída preparaban todo. En Santiago debía presentar sus cartas credenciales y lo aceptaron enseguida. Los chilenos eran muy refinados… para la ceremonia de credenciales necesitaba jaqué de etiqueta y sombrero bombín que mi papá no tenía. Ahí estaba Gloria Eastman, que trabajaba en una tienda elegante. Le pedí que nos preste un traje para que se lo pruebe. Luego de la ceremonia lo devolvimos diciendo que no le había quedado bien. Mientras llegaba mi madre tuve que hacer de diplomática, buscar a los ecuatorianos que vivían en Chile para que estuvieran presentes… Mi papá lo único que quería era volver a Quito. Ahí también me llovieron los pololos [pretendientes]. Luego fui a estudiar Arte en una academia en Filadelfia. Siempre me ha gustado el arte, así que me preparé para dar clases a niños.
—¿Cómo conoció a Rodrigo Pallares?

—Lo conocí en una fiesta donde Lucita Fernández Salvador. Creo que es el único novio que le gustó a mi papá, con él fue de lo más tranquilo. Nos casamos. Tuvimos cuatro hijos (Águeda, Catalina, Martín, Manuel). Mi mamá decía que la única vez que mi padre se tomó los tragos fue en mi matrimonio. Rodrigo y mi papá se llevaban muy bien. Tenían las mismas ideas políticas, compartían la preocupación por el arte; Rodrigo desde la arquitectura. Me siento muy orgullosa cuando pienso en ellos. Rodrigo fue director del Instituto Nacional de Patrimonio. Es el responsable de la declaratoria de Quito como Patrimonio de la Humanidad, antes que París, Roma o El Cairo. Creo que se sabe poco de esa historia y significa mucho para la ciudad y para el país. Luego fue Galápagos. Ambos pensaban mucho en el país y veían en la cultura un gran potencial.
—Como maestra que ha sido, ¿cómo ve la educación en el país?
—Fui profesora en el Colegio Americano por treinta años. Me jubilé ahí. Ganaba en sucres. Vivo de esa pensión. Dar clases de arte ha sido mi vida. Con mis alumnos ganamos un premio en Japón: los niños hacen cosas maravillosas. Siempre dejé que trabajaran con libertad, haciendo volar su imaginación. Hoy muchos de mis alumnos son grandes artistas. Sé que los niños necesitan ir al colegio, jugar, tener sus profesores… esto de las clases online sí me preocupa. No sé qué tipo de juventud vamos a sacar; ya tengo nietos y bisnietos, y están en esa modalidad; es muy desigual ese sistema: hay niños que no tienen nada, ni Internet ni posibilidades de conectarse; es decir, no tienen acceso a la educación. Ojalá pronto se recupere la normalidad y acaben estos encierros y pase este tiempo, sobre todo por los niños y jóvenes. Los jóvenes tienen que vivir su etapa, tener sus enamoraditos, ir a fiestas, conocer personas y lugares. Como profesora que he sido, me preocupa mucho esa realidad.
—Si no es Tumbaco es El Acantilado. ¿Dónde es más feliz?
—Adoro la naturaleza, el campo y el mar. Heredé de mi papá una propiedad cuando se ganó el Premio Benito Juárez. Con ese premio compró una propiedad en Tumbaco… en lo que había sido alguna vez una hacienda llamada San Antonio de Tumbaco. Le convencieron a la dueña de vender la mitad de la casa… Rodrigo ayudó a convencerla. Le vendió un corredor y un cuarto de servicio. Rodrigo le ayudó a arreglar la casa: el terreno y el jardín son muy lindos. Luego dividimos para nuestros hijos. Águeda y Manuel han hecho sus casas acá, en lo que se llama Villa Juárez, en recuerdo al premio de mi padre. La naturaleza es maravillosa, nos regala muchas cosas: el café de la mañana, los aguacates, los tomates de árbol, el bambú… ese con el que ahora mis hijos y nietos están construyendo casas, entregando vivienda digna a muchas familias del país. Ese bambú que llegó a nuestra finca y que creció y que, a raíz del terremoto de 2016, sirvió para albergar a decenas de personas gracias a la iniciativa de mi nieto Samuel y de mi hijo Manuel. Hoy Caemba es uno de los proyectos más lindos y solidarios que hay en el país. Ha transformado la vida de muchas personas, ha transformado el Barrio 13 en Atacames: hoy las mujeres tienen una casa para sus emprendimientos. Un ejemplo que muchos deberían apoyar porque puede ayudar a erradicar la vivienda precaria en el país.
—Pepé ha publicado, además de Memorias compartidas (2001), Préstame tus sueños (2003), El cuento de nunca acabar (2005), Recuerdos de Galo Plaza en muchas voces (2005). ¿Ahora escribe?
—No. No soy escritora. Hace años nos invitaron a Venezuela, el embajador Alfonso Barrera, a un homenaje a Benjamín Carrión. Ahí quienes lo conocieron destacaron su figura como si fuera un héroe. Yo no creía eso muy justo; era, además de un intelectual, padre, esposo, miembro de familia. Creo que salió un libro precioso con mis recuerdos, las cosas que él me contaba, cómo era. Es una seudobiografía, porque también están ahí mis recuerdos. Se publicó con la CCE. Dinediciones difundió el libro y ha tenido buena acogida. No me considero escritora, pero sí me ha gustado escribir. Acá la escritora es Águeda [regresa a ver a su hija y sonríe], que no hace otra cosa que escribir, que vive para contar historias.
Dejo la casa de Pepé con la alegría de haber pasado un rato con ella, con la admiración y cariño a quien fuera mi maestra de escuela, amiga querida de mi madre, madre de amigos muy queridos. Y con el entusiasmo de compartir con los lectores su sensibilidad.