Pelo malo.

Por María Fernanda Ampuero.

Ilustración Maggiorini.

 

Firma--Pelo-Malo--419 —Papá, ¿por qué yo no tengo buen pelo?

Esa pregunta, en la vocecita de Lola, la hija de tres años de Chris Rock, hizo que al actor se le cayera el alma al piso. Así que para respon­der a su niña y a todas las pequeñas de pelo rizado, Rock produjo el documental Good Hair que se centra en cómo las mujeres, sobre todo las de raza negra, perciben su pelo, cómo trata la sociedad a una mujer rizada que lleva su pelo natural y cómo el mercado de productos de ali­sado —normalmente violentos con el pelo y el cuero cabelludo—, pelucas, extensiones y pos­tizos mueve millones de dólares al año. Good Hair es interesantísimo porque en la búsqueda de una respuesta a la pregunta de su preciosa Lola, Chris Rock toca el hueso de ese remanente de racismo, por supuesto que moderado, segu­ro que disfrazado, pero que existe y que oprime. Una mujer afroamericana puede convertirse en líder de televisión, como Oprah Winfrey, o de la política, como Condoleezza Rice, pero ninguna de las dos lleva su pelo natural: sus melenas es­tán domesticadas, blanqueadas. ¿Hubiese sido Michelle Obama tan aceptada si hubiese llevado su pelo afro?

Yo he escrito decenas de veces sobre mi re­lación con mi pelo, el odio profundo que sentí por él durante gran parte de mi vida, todos los tratamientos de alisado a los que me sometí, tan salvajes y dañinos que hicieron que ahora yo tenga en la cabeza una lanita fina y quebradiza cuando en realidad yo nací con un pelo grueso y fuerte. Qué le vamos a hacer, había que ser lacia, era lo bonito, lo deseable, lo único agrada­ble. Pero yo no lo era, entonces mi pelo siempre estaba atado, trenzado, escondido, recortado, alisado: vergüenza. He escrito mucho sobre el proceso, sobre la toca —esa tortura nocturna con vinchas clavadas en el cráneo—, sobre los moños templadísimos que me hacían y que me impedían parpadear, sobre las comparaciones con los pelos tan lisos y lindos de las otras niñas, pero nunca me he parado a pensar cuándo em­pezó ese desprecio por mi pelo rizado ni quién lo alimentó tan monstruosamente. Los niños no se odian, no odian su cuerpo; eso, como todo lo demás, se aprende. Y por el documental de Chris Rock he empezado a pensar que sí, que oh, que puede haber algo de racismo. Que mis rizos recordaban a mi familia algún pasado ne­gro, una bisabuela, un bisabuelo, y que eso no estaba bien. No. Nada bien. Mira si lo que he sufrido toda la vida ha sido racismo y yo sin sa­berlo. Qué vaina.

La cosa es que pensando en todo esto, he visto American Crime Story: The People v. OJ Simpson —la recomiendo hasta el tuétano— y me he hermanado con la fiscal Marcia Clark no solo por su magnífico trabajo y por todo lo de­más —no voy a espoilear la serie—, sino porque los medios, en lugar de centrarse en si era buena o mala fiscal, ¡le criticaron su pelo rizado! Increí­ble: la mujer y su imagen siempre en análisis por sobre su trabajo.

El otro día hablaba con una mujer maravi­llosa, una activista del pelo, cuyo nick es Negra Flor y ella me contaba de todos sus problemas para ser aceptada en la sociedad española no solo por su color de piel, sino porque no acataba el mandato tácito —pero tan gigantesco— de moderar el pelo. Imitaba con ironía a la gente:

—Vale que seas negra, pero, tía, esos pelos así todos locos no nos traigas, ¿eh?

Negra Flor alababa mis tirabuzones tan bestiales —tan de negra, decía ella— y a mí me daba risa porque la última vez que fui a la peluquería, en Guayaquil, una señora que ya se había hecho sus tintes y ya tenía la cartera al hombro, se quedó a ver qué me hacía yo con esta melena leonina y si me la secaba con se­cador y cepillo para alaciarla. No, claro que no, señora. Se quedó muy impactada y hasta se volvió a sentar para ver a la peluquera modelar mis rizos. Vaya, qué excéntrica, ha de ser porque vive en Europa. Como si no hubiera millones de mujeres de pelo rizado en el Ecuador, señora. Si la cosa es que desde chiquitas nos dicen que es feo, pero es precioso —díganselo a sus niñas, busquen en Internet las mejores formas de cui­darlo— o, al menos, es nuestro, es sano y no es ese estropajo alisado a la fuerza que nos vuelve esclavas de pagar por el químico y la peluquería.

Yo dije basta. ¿Ustedes?

 

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