El pelo de Mahoma en la Patagonia

Artículo publicado originalmente en Relatto.

Con la mezcla de su conversión a la orden del sufismo naqshbandi y su olfato de reportero avezado, Cicco descubrió la existencia de un pelo del profeta Mahoma en un recóndito poblado de la Patagonia argentina.

Por: Abdul Wakil Cicco / Relatto

Un devoto de la orden sufí naqshbandi toca la santa reliquia. Fotografía: Alamy Photo Stock

En la Patagonia hay una ciudad llamada El Bolsón. Y a 17,5 kilómetros de El Bolsón hay otra ciudad más pequeña llamada Mallín Ahogado. En Mallín Ahogado hay un camino de tierra que se desprende de la ruta y serpentea entre pinos y corderitos, y todo lo que lo rodea es valle y montaña, telón obligado para el selfi: lo llaman el camino del huesero.

Al final de ese camino de tierra hay una tranquera. Y al otro lado de esa tranquera hay un predio de veintitrés hectáreas. Y en ese predio vive el huesero. Y el huesero vive en una casa de dos plantas. Y esa casa de dos plantas tiene un altillo. Y ese altillo tiene un dormitorio y un baño. Y en ese dormitorio hay una cajonera. Y sobre esa cajonera hay una foto de un maestro sufí y su esposa.

Y detrás de esa foto hay una cajita de madera. Y en esa cajita de madera hay un pañuelo. Y ese pañuelo envuelve un frasco del tamaño de un dedo pulgar. Y ese frasco del tamaño de un dedo pulgar contiene un pelo. Y de ese pelo trata esta historia.

El pelo llegó en noviembre de 2016, en vuelo de la Turkish Airlines desde Estambul. Lo llevaba en el bolsillo mawlana sheikh Mehmet, líder mundial de la orden sufí naqshbandi. Hay 41 órdenes sufíes en el planeta. De todas esas órdenes, la naqshbandi es la más popular. Y desde 2009 yo formo parte de ella.
El maestro mawlana sheikh Mehmet guardó la reliquia durante semanas hasta que, en Mallín Ahogado, la extrajo del bolsillo y le dijo a su nuevo guardián.

—Tengo lo suyo.

El pelo se lo había dado al sheikh Mehmet su padre, mawlana sheikh Nazim. Y a mawlana sheikh Nazim se lo había entregado su propio maestro antes de morir. Y a su maestro se lo había entregado el suyo, que era su tío. Y así, a lo largo de 41 generaciones de maestros.

Este pelo tiene 1400 años. Ese pelo pertenece al profeta Muhammad, el último mensajero de Dios. En la tradición islámica el modelo perfecto de ser humano: piadoso, valiente, sabio, humilde y de una fe tan inmensa que te haría llorar de solo verlo actuar. Su mejor amigo, Abu Bakr, recogió ese pelo, junto a muchos otros, de su camisa, del suelo, de los platos, reverencialmente, durante veinte años.
La historia de cómo la reliquia llegó a Mallín Ahogado es, en buena medida, la historia de su guardián en la Patagonia.

La historia del guardián

El abuelo del guardián se llamaba José Ciriaco Felpete y llegó desde Europa a Buenos Aires en 1911. Tenía catorce años. Vino embarcado con un grupo de monjes capuchinos, pero lo que menos le interesaba al abuelo eran los monjes capuchinos, así que ni bien puso un pie en el puerto de Buenos Aires se desprendió de ellos, se puso a trabajar en un frigorífico y si te he visto no me acuerdo.

Si Felpete se hubiera hecho capuchino el mundo se habría ahorrado muchos tiros y revueltas. Se contaban —y él las repetía, como si fuera parte de su LinkedIn— historias de hidalguía y fiereza. Como esa lucha sin cuartel contra un puñado de tipos, por razones que la memoria sepultó. Uno de ellos alzó un hacha y se la descargó al abuelo en la cabeza. Felpete no se rindió: se la quitó como quien desprende una espina y continuó luchando hasta que un espectador le advirtió que le había quedado al descubierto la masa encefálica.

Felpete le transmitió el espíritu guerrero a su hijo que, entre otras habilidades, era célebre en el barrio porque podía lanzar una moneda al aire, desenfundar su revólver y recogerla, segundos más tarde, con un agujero de bala. Esa misma sangre corre por el cuerpo del guardián.

A los dieciocho años, Raúl Felpete, nieto del primer Felpete que pisó Argentina, ya era maestro en defensa personal. Y profesor de karate. Se hizo tan popular que en un año formaba a trescientos alumnos. También él tuvo luchas de epopeya, pero sin hachazos: una vez peleó cuerpo a cuerpo contra cinco. Combatió. Cobró. Pegó. Resistió. Acabado el pleito, descubrió que tenía un balazo en la pierna. Decía que, si iba a dormir sin haberse peleado, le parecía un día sin sabor.

Pero Raúl Felpete le dio una oportunidad al cielo. Fue pupilo en una escuela de seminaristas. Tomó clases de religiones comparadas. Y asistió a un curso bíblico de nueve meses con los adventistas del séptimo día.

En los ochenta probó suerte en Europa. Vivía en París trabajando para un amigo que arreglaba castillos. Manejó camiones. Y fue doble de cine. En 1984 se le pegó un papel en la bota. Anunciaba que el Dalai Lama estaba de visita en París. Y que daba una charla ese mismo día. Y que la charla era en el edificio de enfrente. Y empezaba en media hora.

Felpete viajaba siempre con credencial de periodista —se la había dado un amigo de la agencia Associated Press—, así que entró, se acomodó, escuchó y, terminado el acto, estrechó manos con el Dalai Lama que lo invitó a visitar su casa en India.

Felpete se tomó la invitación en serio. Viajó a India y vivió cuarenta días en una casa a metros del Dalai Lama. El último día el líder espiritual le dijo:

—Argentina es el futuro del mundo. Y la Patagonia es el futuro del futuro. Felpete, su camino no es este. Su maestro va a llegar. Sea paciente.

En India trabajó seis meses en un leprosario y se sintió muy lejos de Dios. Se hizo amigo de un grupo de hare krishnas. Practicó yoga.

Felpete volvió a Argentina, se instaló en Neuquén, siguiendo el consejo del Dalai Lama, y vivió vida de vegetariano. Empezó a dar clases de yoga.

Le iba bien. Era joven. Trabajaba en once centros de yoga en la provincia y reunía un buen ingreso. Formaba nuevos instructores. Salía con varias mujeres a la vez. Por fuera, era una fiesta. Por dentro, era un nudo.

Un día llegó de visita una autoridad de los krishnas a Argentina. Felpete, que lo había conocido en India, lo alojó en su casa. Tras vivir días con él, el hindú le dijo:

—Perdón que te lo diga, pero tu vida es un desastre.

Felpete se sintió pésimo.

—¿Y qué hago?

—Primero, ordená tu vida. Casate. Tené hijos. Buscá una mujer más joven y que tenga más corazón que vos.

Felpete siguió el consejo. Se casó. Se amansó. En Neuquén vivían en una chacra. En los noventa viajó a El Bolsón —550 km de ruta— y aprovechó una oferta: pedían 16 500 dólares por un terreno fiscal en un paraje con 120 habitantes llamado Mallín Ahogado. No dudó: firmó el contrato y puso en venta su chacra en Neuquén. Y allí fue.

Llegada a El Bolsón

Decisión romántica pero audaz. Llegar de Bariloche a El Bolsón tomaba cuatro horas y media.
El terreno valía la pena: dieciséis hectáreas —luego anexaría otras— a la vera de un arroyo. Al principio vivían en una carpa. Luego, en un rancho con algunas ratas. Apenas pudieron, levantaron una habitación y luego un baño. Tuvieron seis hijos. Además de dar clases de yoga, Felpete empezó a atender pacientes con problemas en los huesos.

Reacomodaba posturas. Aliviaba dolores. Ponía el esqueleto en su lugar siguiendo un conocimiento intuitivo que había heredado de su rama materna: una familia de hueseros del sur de Italia. Felpete se hizo un nombre. Y el nombre hizo el resto.

En 1989 Felpete conoció el sufismo: viajó a la ciudad de Mar del Plata a iniciarse con Eduardo Rocatti, el psiquiatra que trajo por primera vez el sufismo naqshbandi a Argentina. En la iniciación como sufí Rocatti lo llamó Abdul Rauf. Rocatti dejó el camino, le anunció que él era su sucesor. Así que Felpete voló a Chipre a conocer a su maestro. Luego regresó a su quinta en Mallín Ahogado y cada jueves por la noche celebró junto a su esposa Fátima la práctica sufí del dhikr: repetir fragmentos del Corán junto a los nombres de Dios.

A fines de los noventa un sufí antiguo de Alemania visitó su casa, habló maravillas del arroyo, las montañas y el paisaje, pero les dijo que, a fin de convocar nuevos sufíes, el lugar era muy remoto e inaccesible.

—Nadie va a venir hasta acá. Es una locura. ¿Por qué no prueban hacerlo en la ciudad de El Bolsón que hay más gente?

Durante meses siguió el consejo y convocó al dhikr en El Bolsón. No fue nadie.
Pasaron diez años y, cada jueves, siguió firme en su práctica del dhikr en soledad, de vuelta en Mallín Ahogado.

Entonces llegó una persona: un psicólogo rosarino de nombre Ahmed Isa que se instaló en la ciudad. Luego, en poco tiempo, eran diez. Hoy son veinte familias.

—¿Sabés cuál es el secreto? —me dice el sheik Abdul Rauf, cuando lo visito a su casa en Mallín Ahogado—. Uno debe sostener el dhikr. En un momento los ángeles dicen: “Ya pasó la prueba”. Y empiezan a mandar gente.

En noviembre de 1996 inició la construcción de una dergah de siete metros por siete. La acabó dos años más tarde. Mientras tanto, dos veces al año, volaba a Chipre a visitar a su maestro, mawlana sheikh Nazim, y, con el tiempo, el propio maestro hablaba del sufí de la mezquita más austral del planeta.

Dice que el oficio de huesero lo aprendió solo. Una vez su mamá se contracturó mientras trabajaba en la huerta. Y él corrió y le puso una rodilla en la espalda: santo remedio. Tenía siete años. Luego, una chica en un cumpleaños de quince resbaló, se le descolocaron algunos huesos y él instintivamente salió a acomodárselos.

—No me pidan que explique cómo lo hice —repite a otros sufíes—. Pero lo hice.

En cada viaje a Chipre, Rauf le llevaba al maestro sheik Nazim, de obsequio, tés, libros, lanas, ponchos, fósiles.

En 2003, en Chipre, el maestro le anunció:

—Mi propio maestro, el gran sheikh Abdullah me dice, desde el mundo de los espíritus, que quiere un maqam suyo en la Patagonia. ¿Usted puede hacerlo?

El mensaje del Profeta

El guardián de la reliquia, el sheik Abdul Rauf, en medio de una celebración.

En el sufismo una de las prácticas recomendadas es visitar maqams: tumbas de maestros. Visitar la tumba de un santo es llevarse un poco de su aura. El propio Profeta decía que visitarlo en su tumba era como visitarlo en vida.

—Esos maqams, Rauf, son réplicas exactas de las tumbas reales. Son antenas repetidoras. Lo que uno pide allí va directo hacia el cielo y le llega al santo.

Rauf tenía una habitación sin terminar junto al lugar de oraciones, donde proyectaba construir una cocina. En quince días la reacondicionó y colocó la tumba del maestro sheikh Abdullah al Faiz Dagestani.
Sheik Nazim alentaba a Rauf a viajar. Le daba dinero para recorrer Latinoamérica hablando de sufismo. Inició gente al sufismo en nombre de su maestro.

En 2016, ya muerto mawlana, su hijo Mehmet, el nuevo líder de la orden naqshbandi, lo mandó a llamar: cuando Rauf llegó a Chipre, Mehmet le dijo que en una semana viajaría a Estambul donde iniciaría un retiro de cuarenta días sin hablar con nadie. Una halwa: la práctica más intensa del sufismo, que todo sufí debe practicar al menos una vez en su vida. Se despoja de todo para ver a Dios.

—¿Usted puede venir a Estambul, Rauf, a hacer la halwa? —le preguntó sheik Mehmet, sucesor de su maestro—. El Profeta lo invita.

Dijo que sí. Cómo no.

—Mire que es duro, eh —le advirtió Mehmet.

Horas antes del retiro le mostraron la habitación, separada por telas —habría otros diez discípulos antiguos—, pequeña y apretada. Rauf imaginó cuarenta días encerrado allí y se las vio feas. Pero aguantó.

Dormía dos horas. Y comía lentejas día y noche. En esos cuarenta días Rauf adelgazó doce kilos. Y terminó la halwa soñando con ñoquis, mollejas y milanesas.

—Podía escuchar los pensamientos de la gente. Era tan abrumador que tuve que bajar la vista para no volverme loco —le contó a su esposa—. Fue duro volver.

En ese retiro sucedió algo más, algo decisivo. Mehmet, el sucesor de sheik Nazim, hacía el retiro en otra habitación. Rauf le mandó un papelito en el que decía que sería una bendición contar con una reliquia del Profeta en su comunidad de la Patagonia.

Sheik Mehmet atesoraba, en una caja cerrada y envuelta en decenas de pañuelos, pelos del Profeta que datan de 1400 años. Un tesoro preservado de maestro en maestro. Rauf quería uno para Argentina. Mehmeth apuntó en otro papel la respuesta:

—Si Dios quiere, cuando visite Argentina, la llevo.

Meses más tarde, en su primera visita a Argentina, sheik Mehmet hurgó en el bolsillo de su chaleco y le entregó un frasco minúsculo en el living de su casa en Mallín Ahogado:

—Aquí la tiene. Ahora usted está a cargo. Cuide la reliquia.

—Mi intención es llevarla por toda Latinoamérica.

—Usted cuídela.

Desde entonces, Rauf voló con ella en el bolsillo. Y la exhibió sosteniéndola con ambas manos, con tanto temor a que se cayera que le dio tendinitis.

En Mallín Ahogado, si uno quiere hablar con Abdul Rauf, primero tiene que trabajar. Esta tarde de abril de 2018, antes de conversar con él, acarreo leña. Trabajamos codo a codo con él y un baqueano. Rauf carga troncos bajo el brazo, que yo necesito arrastrar. Luego, me cita en su casa: me toca rastrillar el pasto mientras él pasa su desmalezadora.

—Vas poniendo el césped cortado en pilas —dice Rauf, con gafas de protección y zapatones de cuero—. Cuando terminás, llevás el pasto en esa carretilla al corral de las cabras.

Es difícil seguirle el ritmo. Rauf hace todo a más velocidad que lo normal. El predio de Rauf incluye una mezquita, el maqam, un espacio para el cementerio —aún sin estrenar—, una casa de huéspedes, granja, huerta, una casa para la familia de su hija, un consultorio, y hasta una tienda de comida, ropa islámica y libros sobre sufismo junto al estacionamiento. Incluye todo eso y, por supuesto, la casa de Rauf y su familia, que es precisamente donde ahora recojo pasto. Rauf apaga la desmalezadora y señala unas ventanas de arriba.

—Esa es la habitación donde guardo la reliquia. Mawlana sheikh Mehmet me indicó que la guardáramos en el lugar más alto de la casa. No es un objeto cualquiera. Es un átomo del hombre que estuvo a una distancia de dos arcos de Dios. Y esos pelos ascendieron con él.
Hago las preguntas sensatas y un poco idiotas de todo periodista.

—¿Y cómo la cuida? ¿Tiene alarmas en la casa? ¿Deja seguridad cuando no está?

—¿Cómo voy a cuidar algo tan poderoso? Yo soy nadie, no soy nada. La reliquia, hijo, se cuida sola.
Camino a la casa Rauf se detiene en el umbral y añade:

—Igual, la gente de acá sabe que estoy armado. Pero en veinte años que estoy, excepto un ratero que es conocido en el pueblo, nunca nadie se metió en mi tierra.

El Bolsón es una ciudad copada por sufíes: en el banco, en la plaza, en la carnicería hay musulmanes de gorro y pañuelo. En Mallín Ahogado hay aún más: maestras, psicólogos, carpinteros. El sufismo es polirrubro.
Hasta la mezquita de Rauf llega gente rota. Y en semanas —Rauf ofrece techo y comida sin costo— la gente se repara.

Días más tarde, visito su viejo consultorio y entre fotos de Mawlana, estandartes militares y memorabilia de Malvinas, Rauf me dice:

—Sheik Nazim era mi maestro. Era mi guía. Era mi padre. Cuando murió pensé que me moría yo también.
De pronto se le llenan los ojos de lágrimas, se lo ve desnudo y frágil, pero vuelve a la compostura.

En El Bolsón, Abdul Rauf parece ciudadano ilustre: hay sufíes en el banco, en el súper, en las plazas, que se acercan y le dejan papelitos, le besan la mano. Rauf participa de actos públicos. Bendice obras. Durante años, fue jefe de la junta vecinal.

Paso horas conversando con Rauf sobre un banco de madera, en la entrada de su casa en Mallín Ahogado. Atardece.

Al día siguiente paseamos por El Bolsón.

—La primera vez que vine a este pueblo fue en temporada alta y no me gustó —cuenta Rauf—. Estaba lleno de hippies. Mucha droga. Mucho alcohol. Un lugar muy sucio. Luego vine en temporada baja y me pareció muy bonito.

Nos cruzamos con un sufí de barba larga que saluda discretamente, la cabeza baja.

—A este, después de años de vivir en casa, lo descubrí mostrándole videos indecentes a mis hijos. Desde entonces, solo tiene permitido venir al dhikr y al jumma el viernes. Nada más. Hace más de veinte años que no me enojo. Pregúntale a mi señora. No, vos no sabés: si me enojo, no queda nadie en pie.
Jura que ya ni siquiera maldice ni putea. En su lugar, cuando algo lo disgusta, repite la frase:

—La hawla wa la quwata, illa billahi al aliyyu, al azim (No hay poder ni fuerza salvo en Dios, el Altísimo, el Infinito).

Que es lo que un musulmán dice cuando las cosas lo superan. Un musulmán recuerda que nada está bajo su control.

Dice que está cansado de tanto trajín. Pronto comienza una gira por Buenos Aires y Uruguay. Regresa y vuelve a partir a Perú, Bolivia y México. Iniciará gente. Casará gente. Formará grupos. Escuchará un sinfín de problemas. Y en el bolsillo de su chaleco un frasco con un pelo diminuto de más de 1400 años. Que encontró, desde entonces, a su nuevo guardián.

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