
Entre las grandes películas que aparecieron en el año 2003, una de ellas se convertiría en clásico: Río místico del fascinante Clint Eastwood.
Es poco usual la trayectoria de Eastwood. Se dio a conocer como actor en papeles de hombre duro en espagueti-wésterns, como El bueno, el malo y el feo o Por un puñado de dólares, ambas de Sergio Leone. Luego encarnó a Harry Callahan en otro clásico: Harry el sucio.
Eastwood era sinónimo del héroe justiciero, del áspero pistolero de crudos hábitos. Sin embargo —y sin necesariamente dejar de estar al frente de la pantalla— su derrotero fue cambiando hacia la dirección.
Pocos directores en la historia de Hollywood pueden jactarse de tener tantas películas tan bien calificadas: Los imperdonables y Million Dollar Baby, ambas oscarizadas; La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima, obras fundamentales del cine bélico; Bird, sobre Charlie Parker, e Invictus, sobre Nelson Mandela; Los puentes de Madison, un romance de todos los tiempos; Gran Torino, su brillante comentario sobre la incorrección política. Todas buenas historias. Todas excelentes películas.
Y claro, la que nos ocupa hoy: Río místico. Cuando apareció, en 2003, parecía que el viejo cowboy emprendía una última cruzada, y que esta era poderosa. No sabíamos que a Eastwood todavía le faltaban veinte años o más —porque a sus 92 años sigue en plena actividad—.
Pero en ese año, Río místico parecía la culminación de sus preocupaciones temáticas: la ejecución de revancha, la justicia por mano propia, la injusticia sistémica y la identificación de todo eso con el heroísmo.
El filme arranca con la memoria de un pasado complejo: tres niños, Jimmy, Sean y Dave, jugando en un barrio de clase media baja de Boston. En medio del juego, uno de ellos es secuestrado por dos adultos que luego lo ultrajan. El niño logra escapar de sus captores, tras varios días infernales.
Treinta años más tarde, los tres amigos siguen en el barrio. Jimmy es dueño de una tienda, Sean es detective de la policía y Dave, la víctima del abuso, ha quedado infeliz y confundido. Cuando la hija de diecinueve años de Sean es encontrada muerta, todos los indicios indican a Dave como el asesino.
Pero, como en muchas películas de Eastwood, nada es lo que parece. El filme se convierte en dos cosas: una narración policial interesada en encontrar al asesino de la muchacha y, al mismo tiempo, un retrato social sobre la vida, las costumbres, la violencia y también la solidaridad, del barrio bostoniano donde se desarrolla la acción.
Las dos horas y dieciocho minutos del metraje vuelan. Cada escena sirve para una cosa y otra. Las actuaciones —Sean Penn, Kevin Bacon y Tim Robbins, acompañados por Marcia Gay Harden, en el papel de la esposa de Dave, y Laurence Fishburne, como el colega detective de Sean— son óptimas. Todos aquellos actores estaban en el mejor momento de sus carreras.
Y claro, Clint Eastwood también estaba en estado de gracia. Pero, como hemos visto, ese estado, para él, es permanente.
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