Pinocchio tiene tanto de El laberinto del fauno, otro clásico de del Toro, que es difícil no verla como una especie de continuación del camino ya transitado y por lo mismo seguro.

Par líneas
Por Juan Fernando Andrade | @pescadoandrade
La forma del agua, de Guillermo del Toro, se estrenó en 2017.
El año siguiente, la cinta ganó cuatro premios de la Academia, dos de ellos para el mexicano: mejor dirección y mejor película del año.
Fueron sus primeros Óscar, y la fanaticada estaba más contenta por la llegada de los gemelos dorados que por la película que los levantó.
La forma del agua podría ser, fácil, la peor película de del Toro: una fantasía ya tan ensimismada que no permite, en el espectador, la creación de sentimientos verdaderos.
Pero, todo hay que decirlo, se trata de una película autónoma y soberana, en la que el director se juega entero por un mundo que quizás sólo él alcanza a comprender, a disfrutar, y ya por eso, por imponer su realidad ante las otras realidades posibles, merece la gloria de ser llamado creador.
De La forma del agua quedaron dos cosas, una frase inolvidable, si volviera a ser joven tendría más sexo y cuidaría mejor de mis dientes, y la sospecha de que el catálogo de Guillermo del Toro estaba ya todo sujeto a cuestionamientos y capaz era mejor no revisitarlo.
Ahora, en ese mismo catálogo, hay una nueva obra, Pinocchio, que los tiene conmovidos a todos.
Es increíble cómo, cada vez que preguntas qué tal está la adaptación/transformación que hizo del Toro de un cuento infantil, la gente se enternece, se lleva las manos al pecho o a la boca, deja caer la cabeza hacia un lado y afina la voz para decir, invariablemente: linda.
Y sí, lo es, debe estar entre lo más lindo que se haya hecho jamás en formato stop motion (cuya traducción al español sería también linda, algo así como animación detenida), sobre todo y precisamente porque la mano humana, las texturas que registran el tacto y la vista, están por encima de cualquier cosa creada digitalmente.
No olvidemos que el director mexicano, citando al animador japonés Hayao Miyazaki, dijo que el arte creado por la inteligencia artificial es un insulto a la vida misma. Yo le daría otro Óscar por eso, por marchar frontal y abiertamente contra las máquinas, como hacen los humanos en Terminator.
Ahora bien, Pinocchio tiene tanto de El laberinto del fauno, otro clásico de del Toro, que es difícil no verla como una especie de continuación del camino ya transitado y por lo mismo seguro.
La una sucede en Italia, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, en pleno fascismo; la otra ocurre en España, después de la Guerra Civil, en la dictadura del general Franco; ambas colocan a niños pequeños al centro, que a su vez son guiados por criaturas mágicas y que significan la libertad; ambas confían, y con razón, en que nos encariñemos con esos niños, y esto último tiene su parte de manipulación.
Por ese lado, Pinocchio no sorprende.
Lo que no deja de sorprender es la autoridad con que Guillermo del Toro cuenta y vuelve a contar la infancia, siempre como un freak que, en sus propias palabras, debe descubrir por sí mismo cómo funciona el mundo, ya que eso que le han contado no es suficiente.
El arte trata de explicar no sólo lo que nos rodea sino lo que provoca, en nosotros, la necesidad de crear belleza. Nos pasamos la vida leyendo, mirando, escuchando, acumulando datos históricos que de nada sirven cuando la ocupación de las emociones nos hace caminar, de nuevo, otra vez, a toda velocidad, hacia el sinsentido.
Tratamos, en el arte, de reproducir la vida, de imitarla. Así esperamos entenderla. Y cuánto ganaríamos si en vez de estar escribiendo tonteras le prestáramos atención a un niño de madera.
Cuando son chicos, uno quiere comérselos. Cuando crecen, uno se arrepiente de no habérselos comido.