
Un padre y su hija de trece años viven en el bosque de una reserva natural en Oregon. Por accidente, la guardia nacional los encuentra y los obliga a insertarse en la sociedad. En ese momento ambos se enfrentan a las dificultades que exige una circunstancia de esa naturaleza: adentrarse en un sistema regulado por normas sociales ajenas a las suyas, diferenciarse entre sí al percibir nuevas formas de ver la vida, comprender la relevancia y el alcance de una decisión tomada, respetar la autonomía del otro y asumir la propia…
Todo esto sucede en No dejes rastro, la última película de Debra Granik, inspirada en la novela Mi abandono de Peter Rock, que relata la historia de un hombre que renuncia a la vida urbana y se oculta en medio de los arbustos del oeste de Estados Unidos. A un ritmo sinuoso, el espectador descubre por qué Will (Ben Foster) optó por ese tipo vida junto a su hija, durante cuatro años. El hallazgo se da lentamente me
diante una secuencia de acontecimientos que los personajes comparten orgánicamente con el espectador, y que revelan que Will es un veterano de guerra con dificultades para reinsertarse en la sociedad.
Al principio, parece que este nuevo estilo de vida surge para Will, únicamente, como una necesidad de alejarse del mundo y conectar con la naturaleza, razón por la que, parece, se traslada de un lado a otro sin dejar rastro, pues tiene miedo de que lo encuentren y lo reporten. Sin embargo, conforme avanza la historia, el espectador puede percatarse de que el hombre se traslada de un lado a otro no solo por la necesidad de camuflarse en el bosque, sino también por un deseo interno de huir constantemente de su pasado.
Un detalle interesante de esta película es que algunos de los personajes tienen el nombre de los actores en su vida real, lo cual dota de cierta transparencia a la historia. Bajo esta premisa, es notable la actuación de Thomasin McKenzie, una actriz neozelandesa que, a través de su cristalina mirada, encarna perfectamente a Tom, una joven muchacha cuya percepción de la vida es todavía muy inocente. Quizá porque ha vivido protegida por el inmenso amor de un padre que, como todos, se desvive por cuidarla, mimarla y apoyarla.

De su padre, Tom ha aprendido a sobrevivir en el bosque, a respetar la vida silvestre, a desechar la basura de forma adecuada, a armar campamentos, a leer, a jugar juegos de mesa, a cocinar… pero sobre todo ha aprendido acerca del afecto y la empatía. Alejada de las normas de convivencia social que exige el actual sistema capitalista, Tom aprende de su padre valores que aseguran una convivencia justa, respetuosa y solidaria con el medioambiente y los seres humanos.

Este enfrentamiento entre una vida dentro del sistema oficial y una vida marginal, que muchas veces podría caer en un exagerado romanticismo —como es el caso de Capitán Fantástico (Matt Ross)—, se aborda magníficamente por Debra Granik, quien se asegura de profundizar en todas las aristas de la historia y demuestra que, a pesar de que hay fallos en el sistema, hay benevolencia detrás de los funcionarios de asistencia social, quienes realmente solo buscan ayudar.
Fuera de esto existen personajes de un gran calado humano, como es el caso de Dale (Dale Dickey), quien ofrece su ayuda a padre e hija, sin traicionar el deseo de ambos de mantenerse en el anonimato, y quien, mediante sus acciones, informa a Tom sobre nuevas formas de socializar y desarrollar una vida en comunidad.
Este pequeño pero gran suceso es quizá uno de los ejes transversales de la historia, pues influye directamente en la capacidad de Tom para dejar atrás su infancia y convertirse en una mujer adulta y libre. Lo cual, de cierta manera, induce al espectador a reflexionar acerca del tesoro que Will le dio a su hija al enseñarle a pensar por cuenta propia, a pesar de las circunstancias un poco adversas en las que le hizo vivir y, que de cierto modo, también condicionan su existencia.