Luego de su estreno mundial en el prestigioso Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), la cinta ecuatoriana se encuentra al fin con el público nacional.
UNO:
Un hombre mira a una mujer

Luisa está de espaldas. Vemos su moño perfecto en forma de espiral, sus hombros, sus aretes, algo de piel. Aunque no hay nada más en cuadro, presentimos un mundo elegante y frío a su alrededor. Presentimos una cárcel. El universo visual y sonoro de Lo invisible, cuarta película del cineasta ecuatoriano Javier Andrade, está rodeado de una energía latente siempre a punto de estallar y estallando.
Los orígenes de una película pueden ser varios: una imagen, una frase, un recuerdo, un olor. En el caso de Lo invisible, se trata de una mezcla de varias. Una de ellas fue una pintura que Javier encontró en un museo de Nueva York, “Ante el espejo” de Manet. La obra muestra a una mujer de espaldas. Había algo en la composición, en la textura, en ese aire impresionista, que atrajo de inmediato su atención. Lo que más lo sedujo fue el hecho de que el rostro del personaje permaneciera oculto. Le asombró lo que esta imagen decía sin decir.
Aunque no se veían sus ojos ni sus labios, sino su nuca, se sabía que la mujer estaba triste y atrapada. En sus propias palabras, “aunque estaba cerca de ella, no podía descifrarla del todo”. De regreso al Ecuador, Javier llevó en su cabeza a la mujer de Manet y no dejó de pensarla. ¿Quién era? La mejor manera de saberlo era escribiéndola, imaginándola o inventándola, ya no en Europa, en el siglo XIX, sino aquí y ahora.
La escena de Javier mirando el cuadro de Manet remite inevitablemente a otra imagen: la rubia de la clásica Vértigo mirando un cuadro de una mujer que, al igual que ella, se encuentra de espaldas. Mirar la mirada y anhelar lo imposible. Mirarse a sí mismo desde un espejo al revés. La mujer misteriosa, aquel moño elegante que en código hitchcockiano es también una espiral hacia el infinito. ¿No es eso el cine?, ¿una sucesión de historias que, como las matrioshkas, contienen a otras en su vientre y se extienden indefinidamente?
Otro de los orígenes de esta película es una sensación de infancia que el director aún conserva. Cuando era niño escuchaba y observaba —desde ese lugar lejano y abstracto que caracteriza la mirada de la infancia— a su madre y a otras mujeres hablar de matrimonios, hijos y esposos. En ese mundo aparentemente perfecto, él presentía una jaula transparente.
Esa lejanía, ese no entender, devino en la idea original de la película. “Recuerdo que empecé a repetir, una y otra vez: vamos a hacer una película muy muy linda, sobre una mujer muy muy sola”. Y ese se volvió como el tema o la ambición básica de Lo invisible, dice Javier.
Hay, en la cinta, una elegancia innata. Cada imagen resulta pura y alcanza una particular estética. Nada queda fuera de lugar. Con Lo invisible, Andrade se propuso hacer una suerte de antítesis a su primer largo de ficción, Mejor no hablar de ciertas cosas (2012). Aunque ambas películas comparten la misma sofisticación, son opuestas. Mientras su ópera prima propone un guion más clásico, Lo invisible se acerca más a lo experimental.
Al contrario de su primer largometraje, que tuvo un largo camino de desarrollo y producción, Lo invisible plantea una atmósfera mucho más íntima que se definió desde el modelo de producción, marcado por decisiones que determinaron la estética, como el hecho de haber rodado casi toda la película en la misma locación.
En su primera película el protagonista era más cercano a su vida personal, en esta hay distancia entre el director y los sujetos. De hecho, la belleza de Lo invisible se encuentra precisamente en la distancia, esa presencia silenciosa que está más allá de Luisa y que se parece a la mirada de Javier. Esa mirada que es la misma del niño que veía a su madre y la misma del hombre que mira a una mujer de espaldas, y que, más que mirarla, presiente, intuye y desea entenderla.
DOS:
Contar la historia con la cabeza y el cuerpo
De todos los tipos de depresión quizá la depresión posparto sea la más invisible, dice Anahí Honeisen, la actriz y protagonista. Fue idea suya que la crisis de Luisa surgiera después del parto de su segundo hijo, que llega al mundo “para salvar el matrimonio”. Socialmente se puede entender (o aceptar) que una mujer tenga problemas con su maternidad si tiene dificultades económicas o es muy joven, pero si una madre tiene casa (una megacasa), marido, auto y miles de empleados, entonces no se justifica. No se le permite.
No se entiende que alguien que “lo tiene todo” se corte la piel, se niegue a trabajar, a conversar, a amamantar a su hijo, a regar las plantas, en fin, a ponerse la máscara de humana y a seguir con el show. Y ese es uno de los mayores aciertos de la película: que no justifica la depresión de Luisa en una razón concreta. No tiene que ver con el dinero, ni siquiera con el amor. La tristeza crónica, al igual que un cáncer, actúa de manera invisible, entrando por los huesos y creciendo en silencio bajo la piel.
Daniel Andrade (esposo de Anahí y director de fotografía) también estuvo involucrado en la película desde el inicio. El triángulo creativo se complementa bien: una actriz, un director, un fotógrafo. Esta mezcla trajo consigo otra serie de elementos que fueron sumándose al cuerpo de la historia.
Películas que son retratos de mujeres dirigidos por cineastas europeos, como Bella de día de Buñuel y Catherine Deneuve, o Desierto rojo de Antonioni y Monica Vitti, fueron fuentes de inspiración y consulta. Anahí, a su vez, trajo un cuento corto de María Luisa Bombal que se llama “El árbol”, del cual sentía una atmósfera cercana al guion, y Daniel Andrade tenía la película chilena El verano de los peces voladores como uno de sus referentes estéticos. Así que la historia se fue nutriendo de estas y muchas otras imágenes, diálogos e ideas de los tres cineastas.
Anahí no solo escribía como guionista sino también como actriz. Lo hacía pensando en el proceso actoral, buscando acciones que manifiesten lo que el personaje sentía. Así logró escribir e interpretar a una Luisa viva, en permanente estado de ebullición y conflicto interno, una mujer que está al borde, de la que vemos poco pero presentimos mucho, y que con cada acción logra provocar una cierta incomodidad que teje una tensión permanente.
TRES:
Las raíces, la tierra, la madre

Hay un encanto oscuro en eso de que la casa, ese lugar seguro, ese hogar, se convierta en la mayor amenaza. Siendo así, ¿a dónde se supone que Luisa debe escapar? Con la única persona que se siente segura es, paradójicamente, con la única con la que no comparte un lazo sanguíneo, su nana, interpretada con contundencia por Matilde Lagos.
Esta madre-no-madre es quien la acoge en su lecho y le da, al menos por segundos, algo de paz. Luisa la busca casi como una niña que busca a su madre, que intenta llenar una carencia afectiva marcada en la infancia. Intuimos que Luisa también tiene una relación conflictiva con su propia madre, quien no está presente en su vida. La nana, al contrario, la acoge, evoca el calor primordial; en su lecho Luisa no debe ser la madre ni la esposa ni el ama de casa, ahí los roles y las clases son superados por la acción del afecto.
Luisa está dividida. Su piel encarna la antigua batalla entre la mujer civilizada y la mujer salvaje. La contradicción está viva en ella. Por eso la canción de cuna interpretada por Matilde Lagos, “Manila”, de alguna manera, remite a la dulzura de volver al origen, a las raíces, a la madre. Esto cobra más sentido cuando vemos a Luisa adentrándose en el bosque, en la tierra. Es como si regresara al útero, a la contradicción de la naturaleza femenina-materna que alberga: abrigo y horror al mismo tiempo.