La gran polémica de El Conde

Pablo Larraín es, de lejos, el más importante cineasta chileno de ficción de estos tiempos. No solo que ha encajado muy bien en las grandes ligas del cine internacional con películas como Jackie o Spencer, sino que ha realizado obras importantes y necesarias sobre Chile, su presente y su pasado. El club, Post-mortem y No son todos filmes sobre Pinochet, su régimen y su conflictivo legado.

Película "El Conde"

En esa misma línea, aunque en un tono completamente distinto, aparece ahora la película El Conde, estrenada en Netflix en el aniversario número cincuenta del golpe de Estado chileno de 1973. Ahora Larraín saca, literalmente, a Pinochet de su tumba y lo convierte en un vampiro de 250 años de edad, que vive recluido en algún lugar poco accesible del sur chileno, acompañado de su leal sirviente —un extorturador militar— y su aparentemente aburrida esposa, Lucía Hiriart. Desde el principio, la fantasía de Larraín es novedosa, gótica y profundamente polémica.

Un laberinto de eventos

La trama es compleja. Resulta que Pinochet, siendo vampiro, tiene un pasado que se remonta a las luchas populares de la Revolución francesa, siendo leal a María Antonieta. En algún momento del siglo XX llega a Chile donde, ávido de poder y gloria, comete el golpe de Estado y todo lo que ya sabemos sobre los terribles años posteriores.

En 2006 finge su muerte y se recluye. Hasta esa reclusión llegan sus hijos, con el fin de reclamar los ingentes activos monetarios robados por el dictador. (Al Pinochet de Larraín le molesta más que lo acusen de ladrón que de asesino). El filme sucede, pues, en la interacción entre padres, hijos y sirviente.

Todo esto es narrado en una voz en off dicha por —ni más ni menos— Margaret Thatcher, quien fuera gran fan del dictador. Ella tendrá también una participación al final de la trama, así como también una joven monja católica que quiere exorcizar a Pinochet, aunque más bien se parece mucho a la Juana de Arco de 1928, de Carl Theodor Dreyer.

Cada uno tiene una opinión

Muchas cosas se han escrito, sobre todo en Chile, sobre este filme. Unos defienden a Larraín, diciendo algo cierto: esto es cine de ficción, y como tal, el director tiene licencia para contar su historia como quiera. Que, en cualquier caso, esta fantasía gótica, oscura, filmada en un blanco y negro contrastado, da en el clavo en su condena a un ser que pertenece a esas oscuridades.

Otros, en cambio, lo acusan de singularizar, en la figura absurda de Pinochet, toda una experiencia colectiva compleja. Otros dicen que el filme no topa con suficiente respeto a las masivas violaciones a los derechos humanos cometidas durante el régimen militar. Otros dicen que hay demasiados “chistes fáciles y soeces, lugares comunes y garabatos gratuitos” en un filme que habla sobre un momento muy grave de la historia chilena.

En fin, en cada espectador o articulista hay una opinión diferente. A nadie ha dejado indiferente. Quizás, para una película y para sus realizadores y productores, ese es el mejor destino posible.

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