Golpear para educar no solo es nefasto para la salud física y psíquica de un niño. También es poco efectivo. Y, además, es inútil, pues existen muchos recursos para que padres y madres eviten los castigos físicos.

Con eso (el látigo) nos educaba mi papá y, gracias a esas correcciones, todos somos profesionales exitosos y felices”.
Esa es la mejor medicina, el psicólogo. Antes se criaba a los chicos con mano dura y firmeza. Por eso, somos gente de bien, no delincuentes”.
En la sala de mi casa tengo a mi psicólogo colgadito en la pared, como tributo a ese objeto que, inerte y sin preparación académica, me supo conducir. Lo observo y sonrío, veo los rostros felices de papá y mamá, y les sigo agradeciendo”.
¿Agradecer porque —aunque fuera con buena intención— te hicieron daño? ¿Pensar que estás bien por eso y no a pesar de eso? ¿No provoca un cortocircuito mental leer estas frases?
Pues la creencia de que los golpes o humillaciones son un método efectivo y necesario para educar es extendida. Eso explica que estos y otros comentarios similares se multipliquen en las redes, cada vez que se plantea el uso del castigo físico como herramienta para educar.
Sucedió nuevamente en julio pasado, cuando se hizo público el video de una mujer que vendía, en pleno centro de Quito, un látigo para golpear a los niños “majaderos o vagos”. “El antiguo psicólogo a dólar”, promocionaba, a voz en cuello, nada menos que en la Plaza Grande, frente al Municipio de Quito y el Palacio de Carondelet. La osadía le costó el decomiso de su producto —que se sigue vendiendo, con menos ruido, en muchos mercados del país— y trajo como cola una nueva polémica.
Pegar para educar. Tristemente, el axioma es socialmente aceptado y hasta aplaudido en muchos lugares del mundo. Algunos datos para corroborarlo: solo en la región de América Latina y el Caribe, 16,8 millones de niños, entre los dos y cuatro años de edad, reciben nalgadas y otros castigos físicos, como reprimenda a algún comportamiento o una forma de corregir una conducta. La cifra, que publica Jorge Cuartas, en el blog Primeros Pasos, del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), representa la mitad de los menores de ese rango de edad.
En el Ecuador los últimos datos oficiales son de 2018. Señalan que cuatro de cada diez niños ecuatorianos ha sufrido maltrato extremo y 47 % de los padres y madres utiliza el castigo físico como medio de “educación”.
El recurso más fácil y menos efectivo
Cuando se acaba la paciencia, cuando escalan los conflictos, cuando los padres o madres se sienten desafiados o desbordados, cuando ven a sus hijos en peligro por desobedecerles (es clásica la escena del niño que cruza corriendo la calle y, al llegar, la madre lo reprende con un golpe); cuando no saben qué más hacer para que sus hijos les obedezcan… en fin, en muchos escenarios de frustración, ira o nervios, los adultos recurren a la nalgada, el bofetón, el correazo…
Según Norbert Schady, columnista invitado del blog Primeros Pasos del BID, el castigo severo produce en los niños “un daño psicológico perdurable, incluso índices elevados de problemas de salud mental y agresión en la adolescencia y en la edad adulta”. Sin embargo —dice Schady— con respecto al efecto a largo plazo de las nalgadas, bofetones o sacudones (considerados como castigos “leves” y por eso socialmente tolerados) la conclusión clara es que son tan inefectivos como dañinos.
“Todo maltrato desde el psicológico, el aislamiento, retirar el afecto, la humillación o el no proporcionar un cuidado cariñoso tiene consecuencias negativas, aunque no se identifique como disciplina violenta porque no produce moretones”, explica Clara Alemann, directora de Promundo US.
La oenegé que dirige Alemann desarrolla programas de prevención de la violencia hacia niños y mujeres, y de participación activa de hombres en la crianza, el cuidado y la lucha por la igualdad de género. A través de las escuelas y el sector de salud, y trabajando directamente con los padres, se promueve la disciplina positiva. Con estos y otros programas de igualdad de género, paternidad y cuidado, justicia económica, salud, juventud e igualdad y más… han llegado casi a diez millones de personas en el mundo.
Sí, las consecuencias de la violencia contra los niños varían según su naturaleza y gravedad. Pero las repercusiones, a corto y largo plazos, pueden ser devastadoras. Esa es una de las conclusiones de la publicación Eliminating violence against children, de Unicef.
“La exposición a la violencia en la primera infancia puede afectar el cerebro en proceso de maduración. La exposición prolongada de los niños, ya sea como víctimas o testigos de la violencia, puede alterar los sistemas nervioso e inmunológico y provocar deficiencias sociales, emocionales y cognitivas, así como comportamientos que causan enfermedades, lesiones y problemas sociales”, dice el estudio.
Algunos efectos pueden ser conductas de riesgo para la salud, como abuso de sustancias y actividad sexual temprana. Además, problemas de salud mental como ansiedad y trastornos depresivos, deterioro del desempeño laboral, alteraciones de la memoria y comportamiento agresivo.
Dañino… e inútil
Además de perjudicial, el uso de los castigos corporales para educar es inútil. Y esto es quizás lo que muchos padres o madres no saben. Si la idea es mejorar la conducta de un niño y conseguir un cambio de comportamiento, hay que saber que este método produce justo los efectos contrarios: incrementa los problemas de comportamiento y afecta el desarrollo de los niños.
Conocer sus consecuencias y la poca eficacia de este método podría hacer que muchos adultos se replantearan esa forma de educar. Patricia Mir, barcelonesa, neuroprogramadora y autora del libro Talentum, lo resume así: “Si la única manera de hacerte respetar con el niño es recurrir a la violencia, todo lo demás que utilices no va a servir, porque él va a entender que siempre que haya una llamado al orden, debe haber una amenaza a su integridad física. El problema de esto es que les transmites el mensaje de que la palabra o el diálogo no sirven”. Además —dice Mir—, el niño o la niña que ha crecido en un ambiente violento es más proclive a ser víctima de todo tipo de abusos físicos o sexuales, simplemente porque no sabe decir que no.
¿Qué pasa en el cerebro de un niño sometido a la violencia?
Pegar para corregir o educar afecta gravemente el desarrollo psíquico y físico. Incluso las funciones cerebrales se ven perjudicadas a largo plazo, según lo muestran diversos estudios. Uno de ellos (de la Universidad de McGill, Canadá) sostiene que las experiencias infantiles traumáticas afectan gravemente los circuitos cerebrales, alterando de forma directa las funciones de las neuronas. ¿Las consecuencias? Posibles secuelas que van desde la depresión, la agresividad, la ansiedad, hasta el suicidio.
El moretón o la llaga son solo las consecuencias visibles. El cerebro de un pequeño expuesto a la violencia doméstica —se ha podido comprobar con escáneres cerebrales— se adapta y permanece “hiperalerta” ante los signos de peligro en el ambiente. Los científicos que han estudiado este aspecto lo comparan con el cerebro de un soldado expuesto a un combate.
Las distintas experiencias que viven niños y niñas se reflejan en el desarrollo de sus cerebros. Según Mariano Sigman —neurocientífico, autor de La vida secreta de la mente—, la trama social y el contexto en el que crece un pequeño influyen directamente en la forma en que se desarrolla su cerebro. El investigador sostiene que las diferentes experiencias sociales conforman cerebros muy distintos. “Una caricia, una palabra, una imagen, cada experiencia de la vida deja traza en el cerebro. Esta marca modifica el cerebro y, con ello, la manera de responder a algo, la predisposición a relacionarse con alguien, los anhelos, los deseos, los sueños”.
Entonces, ¿por qué pegamos?
Retraso en el desarrollo cognitivo, problemas de comportamiento, inestabilidad emocional, agresividad, depresión y ansiedad… si el castigo físico se asocia con todas estas consecuencias negativas, ¿por qué pegamos a los hijos?
La respuesta tiene muchas aristas. Una de ellas es la permisividad y tolerancia de determinadas sociedades frente a este tipo de maltrato. Y otra, el desconocimiento de sus consecuencias.
“Nuestro programa de crianza empieza por apelar a las aspiraciones de los padres. Les preguntamos: ¿Qué quieres para tus hijos? ¿Dónde quieres que estén en diez años? ¿Cómo los vas a acompañar, para que se sientan valorados en el futuro? Un segundo paso es reconocer cómo cada uno fue criado y qué quieren hacer mejor. Decidir intencionalmente y con conciencia qué queremos cambiar como padres”, sostiene Clara Alemann. La experta en género enfoca este problema social como un desafío común. Por eso —tal como Mir—, defiende un acompañamiento positivo, “no penalizante” a los padres que recurren a estos métodos.
Si pegar es tan perjudicial —además es inútil—, ¿por qué se acepta todavía con tanta naturalidad como método educativo? “Los orígenes de esta creencia son diferentes. Mucha gente los justifica con preceptos bíblicos. También hay ignorancia sobre las consecuencias negativas de esa violencia. Otra razón es el desconocimiento de los derechos del niño y de lo que se puede esperar de él en las distintas etapas. A un niño de dos años no le puedes pedir lo mismo que a uno de cuatro. Si no te obedece en algo, no es que sea malvado; probablemente, es porque no está listo para hacerlo, dice Alemann.
Para Patricia Mir es una práctica que tiene mucho que ver con los “automatismos” (nuestras acciones no conscientes). “Es la manera que tenemos de educar a los niños, porque es lo que hemos aprendido y lo que nos sale de forma automática. Para asegurarnos de que nos hagan caso y, desde la buena voluntad de protegerlos, usamos el recurso que para nosotros está más disponible. El nerviosismo activa los automatismos, y ahí aparece el maltrato o el abuso de poder”.
¿Y por qué hay adultos que en su día fueron maltratados y ahora lo agradecen? Alemann simplifica la respuesta: “Debe ser muy doloroso reconocer que nuestros padres nos hicieron daño. Incluso en casos de abuso extremo, he escuchado este agradecimiento por haberlos educado. Es la idea de: porque te quiero te aporreo”.
El niño o la niña experimenta una gran confusión al ver que quienes son los primeros llamados a protegerlo, los maltratan… y, además, lo hacen “por su bien”.
Hay otras formas de educar y se las contamos
La neuroprogramadora catalana Patricia Mir está convencida de que la disciplina positiva es el mejor camino para educar. La herramienta más efectiva para evitar los castigos corporales o los enfrentamientos constantes entre padres e hijos.
Pero aclara que eso no significa que los niños y niñas no tengan límites claros y consistentes, que deben establecer los adultos a cargo.
“Lo primero es hablarles como a personas adultas, explicándoles esos límites. Deben saber que las acciones que tú no apruebas tienen un costo que tú decides y que hay cosas que no son negociables”, explica Mir.
Pero ese costo no tiene que ser una tortura para el niño o una medida sin sentido. Puede y debería ser algo constructivo. “Por ejemplo: si no ha hecho los deberes, puedes mandarle a leer un libro o que haga una redacción sobre qué opina de su comportamiento; si no ordena la habitación, puedes pedirle que arregle el armario a fondo”.

Es básico establecer un marco de derechos y obligaciones. En la definición de esas responsabilidades y su cumplimiento estará la clave del comportamiento de los niños. “Sin responsabilidad no hay libertad”, dice Mir.
Como los arranques de ira y violencia en los adultos también pueden tener que ver con situaciones de estrés que les desbordan, lo mejor es tomar distancia cuando se siente que la situación puede terminar en un castigo físico. Se trata de evitar la escalada del conflicto, cuando el padre o la madre ven que pueden perder los estribos.
“Se puede pedir al niño que vaya a la habitación, para separarse y que baje la adrenalina. Y entonces salir a respirar, buscar a alguien con quien desahogarse. De otra forma, va a ser el pequeño el que cargue con toda la frustración que se volcará sobre él”.