
Pedro Pinto niega que el vicepresidente tenga que ser un conspirador
Jamás pierde la paciencia ni la compostura. Ni siquiera con las preguntas más fuertes, como aquella de si no pensó en la posibilidad de que se cayera el presidente Gustavo Noboa y él se quedara con la presidencia. O como aquella de si estaba pensando en ser vicepresidente cuando pidió públicamente la salida del presidente Jamil Mahuad.
Precisamente la paciencia y la compostura, acompañados por gestos invariablemente suaves y una sonrisa amable, caracterizaron a Pedro Pinto durante su larga trayectoria pública y privada que, según pone de relieve con todo empeño, no ha terminado: “trabajaré hasta que Dios me llame…”.
La fama que lo ha acompañado a lo largo de su vida, y que él nunca ha dañado, es la de ser un hombre de diálogo y consensos, el amigable componedor que, cuando los ánimos se crispan y las voces se levantan, contribuye con su dosis de serenidad a devolver la calma.
Algo que, por cierto, se necesita constantemente en la habitualmente agria política ecuatoriana, tan llena de peleadores callejeros erigidos en dueños absolutos de la verdad y en poseedores exclusivos de la virtud.
Allí, en ese mar revuelto de la política ecuatoriana, Pedro Pinto ha tenido que navegar para ejercer una serie de cargos públicos que, con una sola excepción (la candidatura a diputado en 1998), nunca buscó: a él lo llamaron, desafiándole a que asumiera su responsabilidad de aportar a este país que tanto necesita de personas de buena fe.
La más reciente de esas llamadas fue en enero de 2000, cuando el congreso lo designó vicepresidente de la República, cargo que ocupó solidariamente (“el vicepresidente tiene que ser un colaborar, jamás un conspirador”) hasta el 15 de enero, cuando volvió a su vida de hogar, que es lo que más le gusta.
Sí, yo creo en la familia, no sólo como hogar y refugio, sino como núcleo de la sociedad.
¿Fue siempre hombre de familia, o ahora se refugia en ella después de medio siglo de actividad pública y privada bastante intensa?
Siempre fui hombre de familia. Ese es un valor y una convicción inconmovibles. Gracias a Dios, mi niñez y mi juventud fueron épocas muy felices, el hogar de mis padres era muy bien llevado, con mucho afecto y medianas comodidades, y en el hogar que yo formé también surgió una familia unida y solidaria. Con María Augusta (Chiriboga) tuvimos un matrimonio muy feliz durante 44 años. Tuvimos ocho hijos…
Pero…
Pero uno de ellos falleció hace cerca de tres años. Fue un golpe muy duro. Sí, muy duro. Y otro golpe muy duro fue la muerte de mi esposa, en 1998.
¿Logró sobreponerse?
Gracias a la compañía de mis hijos, que siempre han estado pendientes de mí y que siempre me han acompañado. A pesar de lo duro que fueron los dos golpes, poco a poco me he ido sobreponiendo. Y mi familia siguen muy unida.
Haber estado en funciones públicas, muy ocupado, ¿le ayudó a sobreponerse de esos golpes, o fue más bien una dificultad?
Yo tengo la suerte de que cuando estoy en una función pública, en vez de ponerme preocupado y nervioso, siento una tranquilidad increíble. No tengo angustia, sino un gran control, y eso, claro, me ayudó siempre a sobrellevar los problemas de la vida. Y también las penas.
Usted es la primera persona a la que le oigo decir algo así…
Yo mismo me sorprendo de mi tranquilidad. Parece que el cúmulo de responsabilidades me alivia, en vez de angustiarme.
Sin embargo, parecería que usted no busca la tranquilidad de los cargos públicos. ¿No le gusta el poder?
No, nada de eso. Cuando he tenido que asumir una responsabilidad no la he rehuido, pero tampoco las he buscado.
¿Eso es vocación de servicio público?
Sí, me gustan las funciones públicas. De hecho, estuve cuatro años en el Concejo Municipal de Quito, cuando Sixto Durán-Ballén era alcalde, fui ministro de Finanzas dos años, estuve un año y medio en el congreso y luego tres años en la vicepresidencia. Fueron algo más de diez años, que los viví con dedicación y con gran satisfacción.
¿Y ahora qué?
Estoy plenamente reintegrado a mi trabajo, en mi empresa textil, con gran gusto, lleno de ganas y con la ayuda invalorable del mayor de mis hijos, que con mucho éxito de ha hecho cargo de la fábrica. Además, esta es una época dura para la industria textil ecuatoriana, sobre todo por el contrabando.
¿Usted está pensando en retirarse?
No, nunca. Yo trabajará siempre, mientras tenga fuerzas, hasta que Dios me llame.
¿Qué tal si del final volvemos al principio? Cuénteme de su familia.
Mi padre nació en Otavalo en 1893, vino a Quito a estudiar ingeniería en la Universidad Central y fue uno de los primeros graduados. Cecilia Rubianes, mi madre, era quiteña, de La Tola. Ahí, en La Tola, se radicó mi familia, y ahí nací yo. Soy el menor de cuatro hermanos. Las tres mayores son mujeres.
¿Una típica familia de la clase media serrana?
Mi padre no. Él ganó sus primeros sucres con su profesión de ingeniero civil. Hizo cosas interesantes, como un puente sobre el río Puyango, o el muelle de Puerto Bolívar, o los túneles del ferrocarril en Puembo.
¿Dónde estudió usted?
La primaria en La Salle y la secundaria en el colegio Americano y en el colegio San Gabriel.
¿Se considera usted un producto de la educación jesuítica?
Sí, definitivamente sí. La educación en el San Gabriel tuvo mucha influencia en mi vida.
¿Positiva o negativamente?
Positivamente, por supuesto. Los jesuitas no solamente me enseñaron, sino que me inculcaron valores, algo que se recibe en el hogar, claro, pero que se refuerza en el colegio.
¿Y la educación superior?
Entré a ingeniería civil, en la Universidad Central, pero después decidí estudiar ingeniería textil, porque para entonces mi padre ya tenía una pequeña industria textil, y el trabajo en la fábrica me encantó desde el principio. Además, la actividad textil era una vieja tradición de familia, porque mis tíos estaban en la industria textil, en Otavalo, desde 1928.
Es decir que la familia Pinto ya tiene tres cuartos de siglo como textileros…
Exactamente. Así que en 1948 mi padre dejó la ingeniería civil y se metió a la industria textil con una pequeña fábrica.
¿Es la que usted mantiene hasta ahora?
Sí, y que ha ido creciendo con el tiempo y con mucho esfuerzo y dedicación. Además. Yo tengo la satisfacción de que uno de mis hijos estudió ingeniería en Alemania, y en realidad es él quien ahora maneja la fábrica.
¿Y usted dónde estudió ingeniería textil?
También en Alemania. Yo inicialmente quise estudiar en los Estados Unidos, pero la guerra de Corea había terminado hacía poco y todos los soldados americanos regresaban a su país dispuestos a entrar a las universidades. Ellos tenían prioridad, claro, y entonces yo me tuve que ir a Alemania.
¿Por qué a Alemania?
Porque tenía dos ventajas: primero, porque la fabricación de maquinaria textil se hacía sobre todo en Alemania, aunque también en Suiza e Italia, y cada vez menos en los Estados Unidos, y, segundo, porque la enseñanza en Alemania es gratuita en todos los niveles, lo que obviamente bajaba mucho los costos. Así que allá me fui en 1950.
¿Usted ya hablaba alemán?
Ni una palabra. Tuve que aprender desde el principio. Fue muy difícil. Por eso empecé mi aprendizaje con un año de práctica en una fábrica en Suiza. Después fui a estudiar en Alemania, en una pequeña ciudad cerca de Sttutgart. Me gradué en 1954.
Es decir que usted vivió en Alemania durante los años de la reconstrucción, después de la guerra…
Sí, Cuando yo llegué el país todavía estaba destrozado, arrasado, la gente era muy pobre. Pero llegó el Plan Marshall, en que a los dólares de los americanos se sumó la inteligencia de los alemanes. Yo puedo decir que fui testigo de la reconstrucción de Alemania, la viví día a día: se levantaban viviendas, se inauguraban edificios, se reparaban iglesias y, sobre todo, se instalaban nuevas fábricas para volver a tener producción propia y dar trabajo a la gente.
Es que cuando terminó la guerra no quedó nada: una parte de la industria alemana se la llevaron los ingleses y la otra parte, la mayor, se la llevaron los rusos. Los alemanes tuvieron que empezar de cero. Y en pocos años eran otra vez una potencia.
Sí, fue el famoso “milagro económico alemán”, el de Konrad Adenauer y Ludwig Erhard, quienes, a propósito, eran demócrata cristianos. ¿Influyó eso en su posterior militancia política?
No. Las circunstancias de mi ingreso a la Democracia Cristiana Ecuatoriana fueron otras: yo volví de Alemania en 1954 y recién me afilié en 1986, cuando Osvaldo Hurtado me invitó a participar en el partido. Yo entré con Luis Gómez Izquierdo y Rodrigo Paz. Y yo nunca me desafilié. Pero, claro, me impresionó mucho todo lo que viví en Alemania durante la reconstrucción.
¿Qué hizo al volver al Ecuador?
Seguí estudiando. Tenía solamente 23 años, me había graduado de ingeniero textil y quise estudiar economía. Estuve cinco años, en la Universidad Central, hasta que egresé, pero no me gradué porque me fui a los Estados Unidos a hacer un postgrado en economía del desarrollo. Estuve en Nashville, en la Universidad Vanderbilt, con una beca del gobierno americano.
Es decir que usted estudió hasta los treinta años…
Si, pero no exclusivamente. Ya al volver de Alemania me incorporé a la fábrica de mi familia, empecé a trabajar y un año después me casé. Fueron tiempos duros, de estudio y trabajo. Duros pero muy interesantes.
¿Por qué interesantes?
Era una época de cambios, con una democracia que trataba de afianzarse y a traer prosperidad. Y en la Universidad Central se vivía intensamente: para empezar, había buenos rectores, excelentes, como Alfredo Pérez Guerrero, Juan Isaac Lovato y Manuel Agustín Aguirre. Además, era un medio de debate, aunque demasiado izquierdizado.
¿Se contagió usted?
No. Yo siempre he sido fiel a mis principios, a mis creencias, y eso me ganó el aprecio de mis profesores y de mis compañeros. Así que, como estudiante, nunca tuve problemas, y claro, tampoco como profesor, en los doce años que estuve en las facultades de Economía, primero, y de Administración, como decano, después. En total, diecisiete años de muy gratos recuerdos.
Nos quedamos en su regreso al Ecuador al final de su postgrado…
Sí, cuando volví, Germánico Salgado me invitó a trabajar con él en la Junta de Planificación. Acepté, y empecé a trabajar medio día en la Junta y medio día en la empresa de la familia. Eso fue de 1961 a 1965.
¿Por qué dejó la Junta de Planificación? ¿Algún problema?
No, nada. Lo que pasó fue que, como mi padre ya tenía su edad, quiso retirarse. Y yo fui a trabajar a tiempo completo a la fábrica, allá, en el sur de Quito, frente a la Pasteurizadora, donde siempre ha estado.
Y ahí se quedó de largo…
Sí, pero en 1972 me dedique, aunque a tiempo parcial, al Concejo Municipal.
¿Por designación de la dictadura de Rodríguez Lara?
Sí.
¿Tenía buenas relaciones con la dictadura?
No, ninguna. Mi vínculo era con Sixto Durán. Él, entiendo, pidió mi designación. Era un excelente grupo de concejales. Y como en esa época el cargo de concejal no era pagado, lo ejercíamos con más agrado: no había obligación, sino solamente ganas de ayudar, de hacer bien las cosas. Por esa época fui también presidente de la Cámara de Industriales de Pichincha. Así que fueron años muy intensos y ocupados. Y también muy positivos.
¿La actividad gremial fue importante para usted?
Sí, siempre me gustó, incluso por tradición familiar: mi padre fue presidente de la Cámara de Industriales, y también mis tíos Germánico y Gustavo. Y además todos fuimos, en algún momento, presidentes de la Asociación de Industriales Textiles.
¿Qué vino después?
Varios años dedicado a las actividades privadas y gremiales, pero volví al sector público en 1984, al ministerio de Finanzas, con el presidente Osvaldo Hurtado.
¿Por qué?
Yo era muy vinculado al doctor José Antonio Correa, porque trabajé unos pocos meses en su financiera, Cofiec, y él, como presidente de la Junta Monetaria, sugirió mi nombre para ministro de Finanzas. Mi relación con el doctor Hurtado era más bien lejana, apenas nos conocíamos, pero acogió la sugerencia del doctor Correa y me propuso el ministerio. Y acepté. Y fue un trabajo muy interesante y constructivo, en equipo, con el doctor Correa y con Abelardo Pachano.
En esa época se hizo la famosa sucretización de la deuda del sector privado. ¿Ustedes se equivocaron?
Lo que se hizo, en el gobierno del doctor Hurtado, fue la conversión de la deuda en dólares a sucres, aceptando la paridad que estuviera vigente al momento en que cada deuda fuera cancelada, pero además imponiendo un interés sobre el monto de la conversión y un gravamen sobre el riesgo cambiario. Esos tres elementos hicieron que el cobro de las deudas en sucres aumentara paulatinamente, al ritmo de la devaluación monetaria.
Tres años después de esa sucretización, el siguiente gobierno, el del ingeniero Febres-Cordero, aumentó tres años el plazo y no estableció ni intereses ni gravámenes de riesgo cambiario, lo que, eso sí, fue un obsequio millonario a quienes tenían deudas.
¿Un obsequio de fondos públicos?
Sí, un obsequio de fondos públicos, porque los endeudados pagaron tres años después prácticamente a la misma tasa de cambio que regía cuando se decidió esa ampliación del plazo. Y digo esto porque es necesario distinguir las dos etapas de la sucretización: la del doctor Hurtado y la del ingeniero Febres-Cordero.
¿Fue indispensable la sucretización, como se ha dicho, para evitar la quiebra del sector privado?
Probablemente algunas empresas no necesitaban la sucretización, pero el gobierno sí la necesitaba, porque las empresas podían tener los sucres necesarios para comprar los dólares que debían, pero el gobierno no tenía los dólares para hacer las transferencias al exterior. Así que, finalmente, fue más una necesidad del gobierno que una salvación del sector privado, aunque de hecho la sucretización ayudó mucho al sector privado y evitó muchas quiebras. En resumen, fue una buena decisión.
¿Fue la decisión más difícil que tuvo que tomar en sus años de funcionario público?
Sí, fue la más difícil. Recuerdo que fue un momento muy tenso el de la firma de los documentos con que el gobierno se hizo cargo de una deuda de 1.200 millones de dólares, que era la deuda de los particulares. Pero también hubo otros momentos tensos, sobre todo por las huelgas nacionales y los paros sindicales pidiendo más dinero, que obviamente no teníamos.
Pero, además, el gobierno heredó una deuda grande…
Claro, la de la guerra de Paquisha. Eran unos 500 millones de dólares. Tuvimos que hacernos cargo de esa deuda y pagarla. Y para eso hubo que tomar decisiones difíciles.
Que, si mal no recuerdo, le trajeron problemas…
Sí, en el congreso nos maltrataron bastante a doctor Correa, a Abelardo Pachano y a mí, pero salimos bien librados. Pero posteriormente me quisieron hacer un problema porque en el último día del gobierno del doctor Hurtado, el 9 de agosto de 1984, fue descubierto un robo en el banco La Previsora, cometido por algún funcionario menor.
Cuando yo fui informado, a las diez de la noche, hice lo único que podía hacer a esa hora de ese día: envié los documentos a la Superintendencia de Bancos para que inicie las investigaciones. Me acusaron de “no haber hecho nada para castigar a los autores del atraco”.
El gobierno del ingeniero Febres Cordero me entabló un juicio penal, con órdenes de arresto y de arraigo. Estuve seis semanas fuera de circulación. Yo mismo hice un alegato, que creo que me salió bien, y el juicio siguió su trámite. Tres años después me sobreseyeron. Pero fueron seis semanas feas y después tres años llenos de molestias.
¿Quedó curado un buen tiempo de la función pública?
Más que de la función pública, de la política y, sobre todo, de los políticos. De ciertos políticos. Y aunque en 1986 me afilié a la Democracia Cristiana, no tuve militancia sino en 1998, cuando fui candidato a diputado.
¿Con Jamil Mahuad?
Sí, con Jamil Mahuad. Y es que yo, como muchos ecuatorianos, confiaba en Jamil Mahuad. Creía que podía hacer un buen gobierno, y si había oportunidad de ayudarlo, como diputado, había que hacerlo. Y, por ayudarlo, acepté ser candidato.
¿Lo decepcionó Mahuad?
Mucho, mucho. Totalmente. Es que ya bien avanzado mi período en el congreso, recién supe del “apoyo” que había recibido de Aspiazu para su campaña, y del “apoyo” que, a su vez, Jamil le había dado a Polo Baquerizo para que aceptara ser candidato por nuestro partido. Asuntos que, desde luego, no encuadran en la ética ni en la corrección. Asuntos horribles. Fue una gran decepción. Y me dolió mucho haber trabajado un año y medio en el congreso, defendiendo al doctor Mahuad y a su gobierno, respaldándolo, cuando por debajo habían sido cometidas esas incorrecciones.
¿Qué hizo cuando se enteró?
A esas alturas, el gobierno ya prácticamente había perdido el control de la situación, así que el tema tenía que ser tratado más integralmente. Fue por eso que dije públicamente que el país no podía seguir así, que se debía dar paso a una sucesión presidencial. Es que, además de esas incorrecciones, la situación nacional era terrible: devaluación, inflación, desorden, paros. El gobierno ya no controlaba nada.
¿Cómo reaccionó Mahuad a su pedido?
Le molestó mucho. Y a mí también me dolió mucho haber tenido que hacer eso, porque Jamil siempre fue mi buen amigo. Me dolió. Pero el país no podía seguir así.
Cuando usted hizo eso, ¿alguien le había hablado ya de la posibilidad de ser vicepresidente en un eventual gobierno de Gustavo Noboa?
No, ¡cómo se imagina! Nadie. Ni yo jamás había pensado en eso. Yo lo hice porque veía que el país se desmoronaba.
¿Mahuad hizo algún comentario sobre la actitud suya?
Me dijo que estaba indignado. Esa palabra usó: “indignado”. Esa fue la última vez que nos vimos.
¿Cómo surgió su vicepresidencia?
A Gustavo Noboa yo lo conocí cuando él fue gobernador de la provincia del Guayas en el gobierno del doctor Hurtado. Yo era ministro de Finanzas. Y en el primer paro que hizo Abdalá Bucaram como alcalde, el doctor Noboa y yo negociamos un acuerdo a nombre del gobierno. Desde entonces establecimos muy buenas relaciones, pero esporádicas.
Pero eran amigos…
No, amigos no, pero había un aprecio mutuo. Lo cierto es que él asumió la presidencia el 21 de enero y me llamó el 28. Yo fui al palacio sabiendo que me iba a proponer la candidatura a la vicepresidencia. Pero yo tenía muchas dudas para aceptar.
¿Por qué?
Porque yo estaba enfermo por entonces. Y se lo dije al doctor Noboa.
¿Usted creía que tenía cáncer?
No en esa época. Tenía una artritis muy fuerte. El diagnóstico del cáncer vino unos meses después.
Un susto terrible…
No demasiado. Pensé, más bien, que gracias a Dios me había dado cáncer cuando tenía casi 70 años, y no cuando tuve 30 ó 40. Así que me resigné. El diagnóstico me lo dieron tanto aquí como en los Estados Unidos. Pero después me hicieron otros exámenes y me dijeron que no tenía nada. Fue un gran alivio.

Volvamos a enero de 2000: ¿cómo lo convenció Noboa de aceptar la candidatura?
Diciéndome que él también tenía varias enfermedades y que, sin embargo, aceptaba el desafío en el peor momento posible, con el país en ruinas. Me dijo que yo tenía que hacer lo mismo. Y me convenció.
Y ganó…
Sí, con 92 votos de 100 diputados presentes. Sólo la Izquierda Democrática no votó por mí.
¿Por qué?
Por un pequeño resentimiento: unos días antes hubo en el congreso la votación de la moción de destitución de los dos diputados que favorecieron el golpe del coronel Gutiérrez, que fueron los generales Paco Moncayo y René Yandún. Mi partido decidió votar por la moción. La Izquierda Democrática se desquitó en la votación para la vicepresidencia. Pero a pesar de eso yo le tengo afecto a ese partido.
¿Detesta usted a alguien, odia a alguien?
Esas son palabras muy fuertes. Prefiero no usarlas.
¿Cuáles usaría?
Diría que no les tengo afecto a unas pocas personas. Nada más que eso.
¿Nunca se arrepintió de haber aceptado la vicepresidencia?
No, nunca, a pesar de que hubo algunos momentos tensos.
¿Cómo cuáles?
Por ejemplo cuando hubo nombramientos que yo pensé que no eran lo que debían ser.
¿Puede dar nombres?
Me refiero en general a lo que ocurrió en Pacifictel. Y, si me pide que de un nombre, le daría el de Carlos Julio Emanuel.
¿Usted se opuso a su nombramiento?
Sí, me opuse, pero ya era muy tarde, porque yo me enteré cuando Emanuel estaba nombrado y posesionado. Pero le escribí una carta muy fuerte al presidente diciéndole que estaba totalmente en desacuerdo.
¿Por qué?
Por muchos motivos, pero sobre todo por lo que Emanuel quiso hacer, y que al final no pudo, con los grandes deudores de la banca: darles largos plazos, con intereses privilegiados, sin distinguir entre quienes no podían pagar y quienes sí podían pero no querían.
¿Fue esa la única discrepancia grave con Gustavo Noboa?
Hubo unas pocas, pero casi todas por nombramientos. Como el del señor James Howard Caicedo a la gerencia del Fondo de Solidaridad. Me opuse, claro, y logré que sea retirado a los tres meses.
¿Influía usted mucho en el presidente Noboa?
No puedo decir eso. Pero sí tenía confianza para hablar con él con toda franqueza. Además, tengo que decir que Gustavo Noboa es un gran caballero, muy fino y delicado, que me guarda muchas consideraciones, y que, desde luego, está muy bien correspondido.
¿Le consultaba mucho el presidente?
En nombramiento no, casi nunca, pero sí en temas económicos.
¿Le molestaba que no le consultara los nombramientos?
Solamente cuando estaba en desacuerdo con las personas nombradas.
Pero, ¿usted alguna vez se molesta duramente, se enoja, grita, da portazos?
Trato de evitarlo, y generalmente lo consigo.
Y cuando usted fue vicepresidente, ¿nunca se le pasó por la cabeza la posibilidad de que el doctor Noboa también se cayera y de que usted asumiera la presidencia?
Nunca. Si se caía el doctor Noboa, tenga usted la seguridad que yo me iba con él. Que no le quepa ni la menor duda