Los populistas han dividido a América Latina como nunca antes había ocurrido
La duda atormentaba a Zavalita que, sin encontrar nunca la respuesta, se preguntaba siempre cuándo había empezado el desastre de su país: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. En su larga charla con el Zambo Ambrosio, el joven Santiago Zavala, estudiante universitario, sin pesares económicos pero abatido por la falta de certezas sobre el futuro peruano, el desaliento y la melancolía aparecen una y otra vez. Es un diálogo apesadumbrado, incluso triste, con el interrogante siempre abierto: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.

El diálogo, de cuatro horas, ocurre a mediados de los años sesenta del siglo anterior en un bar sin pretensiones y no muy limpio, de techos altos y cuya entrada parece portón de iglesia, por lo que su dueño lo llamó La Catedral. Zavalita, que en las aulas universitarias presencia a diario la propagación de las ideas comunistas, sobre todo como derivación de los ocho años del gobierno autoritario del general Manuel Odría, reflexiona con pesimismo sobre el destino de su país. Ambrosio tiene discrepancias y coincidencias. Y, por cierto, ninguno de los dos tiene claro en qué momento se había torcido el Perú.
La charla, en la que van y vienen personajes secundarios, es el tema de Conversación en La Catedral, la novela que Mario Vargas Llosa publicó en 1969, cuando tenía 33 años y era uno de los jóvenes escritores latinoamericanos que empezaban a abrirse paso en el intrincado mundo de las letras. Y aquella frase de Zavalita, su dolida duda de en qué momento se había jodido el Perú, tuvo repercusión inmediata. Y sigue teniendo vigencia más de medio siglo después, como lo demuestran los sombríos sucesos de los meses recientes.
De los meses recientes, sí, porque el drama actual del Perú no empezó el 7 de diciembre, cuando el por entonces presidente, Pedro Castillo, arrinconado por una oposición enconada y por su enorme impericia, intentó dar un golpe de Estado desaliñado y torpe, de opereta, que rayaba en el ridículo. El drama del Perú había comenzado mucho antes, aunque nadie sabe con exactitud cuándo. Por eso la pregunta de Zavalita. Pero la elección de Castillo, su gobierno errático y sin tino y su caída estrepitosa sí constituyen el episodio más reciente —tal vez el más absurdo— de ese drama.
Vox populi
En los últimos cuarenta años, todos quienes fueron presidentes del Perú (excepto los provisionales) terminaron presos o muertos. Incluso Alan García, el más carismático de todos, cuya oratoria estremecía, acabó disparándose una bala de la cabeza cuando iba a ser detenido. Ese parecía un argumento suficiente para que en la elección presidencial de 2021 los peruanos (25,3 millones de votantes registrados) fueran muy cuidadosos. Claro que los políticos no les facilitaron la tarea: se inscribieron dieciocho candidatos, en un revoltijo de ofertas y programas. El tercermundismo encarnado.
En ese ambiente de confusión y desastre podía pasar cualquier cosa. Y pasó: un maestrito rural que bordeaba el analfabetismo, Pedro Castillo, ganó las dos vueltas (la primera con un raquítico 18,92 por ciento) y asumió la presidencia el 28 de julio. No tenía ni preparación ni equipo ni alguna idea clara. Su partido, Perú Libre, era un amasijo patético de lemas sonoros y entusiasmos izquierdistas, aunque por detrás tenía un ideólogo radical, Vladimir Cerrón, que siempre quiso ser el nuevo José Carlos Mariátegui para inspirar y guiar una revolución socialista.
Desde su primer día en el poder fueron evidentes sus escaseces intelectuales y políticas: quería transformar la educación, aplicar una vigorosa política social, convocar una asamblea constituyente, reorientar la economía, “darle voz al pueblo”, crear millones de plazas de trabajo, fortalecer la capacidad estatal… Soltaba muchas ideas pero no sabía cómo concretar ninguna. Tuvo noventa ministros en dieciséis meses. Cambió de opinión a diario y sobre todos los temas. Se enredó en la corrupción. Vivió descontrolado e improvisando. Aquello de vox populi, vox Dei, ‘la voz del pueblo es la voz de Dios’, rodó por los suelos: el Perú había elegido muy mal.
Una oposición feroz
Los muchos adversarios de Castillo, identificados en especial con la derecha dura, hicieron en el congreso lo que no habían hecho para las elecciones: unirse. Y formaron un bloque rudo y agresivo que jamás ocultó su propósito de derrocar al nuevo presidente. La ferocidad fue extrema y, en general, poco democrática: su actitud fue desestabilizadora desde el primer día. Dos veces fueron presentados proyectos de remoción, pero faltaron los votos. Castillo, con sus desatinos, les alfombró el piso a sus enemigos. Al comenzar diciembre estaba listo un tercer intento. Pero otra vez faltaban los votos. Hasta que…
Hasta que Castillo, sin tener nada listo, decidió declararse dictador, disolver el congreso, intervenir todos los poderes públicos y gobernar por decreto. Algo similar a lo que hizo Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992. Pero, para hacerlo, Fujimori tuvo todo a punto: encuestas favorables, apoyo de los militares, respaldos en la prensa y las cámaras empresariales y un ambiente social propicio para un gobierno fuerte que pueda combatir a los grupos terroristas (empezando por Sendero Luminoso) que estaban perpetrando una carnicería espantosa. Castillo improvisó y, claro, los votos para destituirlo abundaron.
Para entonces, el Perú estaba crispado y exhausto por la dureza del combate entre un gobierno incapaz y obtuso, con un presidente que endosaba todos sus fracasos a una oposición “racista y clasista”, y un congreso colérico y destemplado, que había hecho de la destitución del presidente su propósito único. Y, así, cuando Castillo se proclamó dictador nadie salió a las calles para apoyarlo, y tampoco nadie respaldó a los diputados cuando votaron para expulsarlo. Las manifestaciones posteriores, al uno y al otro lado de la línea divisoria, no tuvieron nada de espontáneas. Reinó la indiferencia.
La indiferencia, sí, porque el Perú se acostumbró a la inestabilidad política. Lo que, sin embargo, tiene un aspecto positivo: la economía ya no se trastorna ni languidece cuando los políticos se alborotan, porque, a pesar de todo, en el manejo económico ha habido continuidad y persistencia. “Y la vida sigue en Lima: se come de maravilla, la economía crece, la moneda es relativamente estable y los dólares del narcotráfico y una minería salvaje son los puntales de un país que se jodió un día y que ya nunca logró ‘desjoderse’”, de acuerdo con la descripción del periodista español Enric González.
La pugna infinita
Una vez más, ¿en qué momento se había jodido el Perú? La pregunta tiene, desde luego, un sinfín de respuestas. ¿Fue, tal vez, cuando la corrupción se volvió estructural y, por encima de cualquier buena intención, ya nadie puede escapar de ella? ¿O fue, acaso, cuando los gobiernos, uno detrás del otro, no encontraron la manera —o quizá ni siquiera trataron— de atender a esos sectores poblacionales inmensos que carecen casi de todo? ¿O fue cuando las multitudes —del Perú y de otros países latinoamericanos— resolvieron votar por “personas del pueblo”, como Castillo, sin importar ideas, capacidades y talentos?

Lo que es evidente es que el diseño institucional peruano no funciona, porque, en lugar de permitir la gobernabilidad, la obstruye. Con su estructura actual, los poderes públicos tienden a vivir en un estado de confrontación permanente. Así ocurrió durante los dieciséis meses de Castillo, en los que la pugna entre el ejecutivo y el legislativo fue incesante y, para colmo, sin salida legal. Y así está ocurriendo con la nueva presidenta, Dina Boluarte, forzada por el congreso a adelantar la siguiente elección presidencial, sin completar —como correspondía— el período para el que había sido elegida vicepresidenta.
Pero ni siquiera el adelanto de las elecciones, trasladadas a abril de 2024, le garantiza estabilidad a Boluarte: no sería extraño que una noche cualquiera, en medio de la exaltación y la ansiedad que caracterizan a las sesiones de los congresos tercermundistas, algún diputado propusiera y muchos refrendaran una moción de destitución de la presidenta, bajo alguna interpretación arbitraria y tropical de la constitución. Al fin y al cabo, por estas tierras sigue vigente aquella máxima nacida en tiempos coloniales según la cual “la ley se acata pero no se cumple”.
Después, Macondo
Tres horas después de haberse proclamado dictador, Castillo había sido destituido. Trató de huir y de refugiarse en la embajada de México, pero fue detenido porque la fiscalía lo había acusado ya de cuatro delitos —empezando por el de rebelión— que podrían llevarle a la cárcel por cincuenta años. Su última maniobra, improvisada e inútil, fue desconocer la decisión del congreso: “reitero que soy incondicionalmente fiel al mandato popular que ostento como presidente y que no renunciaré ni abandonaré mis altas y sagradas funciones”. Pero su suerte estaba echada.
Lo que sucedió después fue macondiano: mientras la línea dura de su partido intentaba —con algún éxito— agitar las calles, sus abogados declaraban sin rubor ni pudor que, cuando se proclamó dictador, Pedro Castillo estaba fuera de sí mismo porque sus enemigos le habían drogado. Tal cual. Para que esa versión, por delirante que fuera, no adquiriera fuerza (ya se sabe que en las redes sociales todo se difunde con rapidez, en especial las tonterías), al expresidente le hicieron un examen de sangre: no había nada extraño. Sus afanes dictatoriales habían sido inspiración pura.
La siguiente inspiración, una especie de epifanía política, la tuvo el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que lanzó un manifiesto militante y combativo, de tres párrafos épicos, declarando que Pedro Castillo seguía siendo el presidente legítimo y único del Perú. Estaba en su derecho, por supuesto, excepto por un detalle: se olvidó de mencionar que Castillo se había proclamado dictador, con la consiguiente disolución del congreso y la intervención en el poder judicial, con lo que había perdido su legitimidad. Un detalle que lo cambiaba todo.
Una región fracturada
A López Obrador le gustó tanto su manifiesto que lo envió a varios de sus pares latinoamericanos para que se adhirieran y lo firmaran. Tres lo hicieron: el colombiano Gustavo Petro, el boliviano Luis Arce y el argentino Alberto Fernández. No está claro si antes de firmarlo lo leyeron, porque después ninguno de ellos persistió en su respaldo a Castillo y en su desconocimiento de Boluarte. Pero, sea como fuera, las cuatro firmas (y las declaraciones estrepitosas de algunos políticos regionales) ya habían confirmado que la fractura política de América Latina es honda y dolorosa.
Es que al olvidarse —o no darle importancia, lo que incluso sería peor— del golpe de Estado que dio Castillo (golpe fallido, pero golpe al fin), cuatro presidentes demostraron que a ellos más les importa las cercanías ideológicas que la ley, las instituciones y la democracia. Si el que ultraja la legalidad está en mi línea, lo entiendo y lo respaldo, pero si es mi adversario, lo denuncio con ferocidad y sin tregua. Así de fácil, así de hipócrita, así de brutal.
Esa actitud ha prevalecido en el sector identificado con el socialismo del siglo 21, que no es un corpus ideológico consistente, sino apenas un populismo estridente y efectista, iliberal, que cree en la democracia hasta asumir el mando y que admira a Fidel Castro porque sostuvo un poder perpetuo a pesar de tantos fracasos. Pero, ¿no ocurre lo mismo en esa derecha dura que admira a Donald Trump y que aplaude a Jair Bolsonaro, dos políticos iliberales y poco democráticos? No está confirmado quién fue el primero que lo dijo (Benito Juárez, según los mexicanos, Juscelino Kubitschek, según los brasileños), pero es innegable que sigue vivo aquello de “para mis amigos, todo, para mis enemigos, la ley…”.