Por María Fernanda Ampuero
“Quisiera pintar un cuadro fabuloso en el que vivir, en el que pudiera vivir. Cuando pinto, estoy en realidad en todo el cuadro. Y cuando el cuadro está terminado, todo se hunde y se hunde doblemente: el cuadro se hunde y yo me hundo. Y a veces necesito tiempo para salir de nuevo a la superficie. La intensidad con la que nos contamos a nosotros mismos nos obliga a esta participación total de todo el ser. Hay que hacer el cuadro con uno mismo”.
Paul Delvaux
Juguete roto.
Paul Delvaux era un juguete roto.
Hijo de una gente castrante, abogados, abogados, más abogados, que le decían lo que tenía que ser o hacer de su vida —o sea, abogado—, fue un niño bonito que salía a pasear con gorritos almidonados y nodrizas y otros niños bonitos de la burguesía belga, y al que no se le permitía un ayayay, un cruzarse de brazos y fruncir boquita. Tan obediente el Paul.
Fue ese que luego creció para ser un chico que ni un sí ni un no, pero que un mal día de 1920 se enamoró hasta el hueso —¿de qué otra forma se enamoran los artistas?— de Anne-Marie de Martelaere, conocida con el poco elegante apodo de Tam, pero, “ay, vaya, esa mujer no te conviene”, así que al bueno de Paul lo hicieron casar en 1937 con otra. Una dama llamada Suzanne Purnal. No la llamaban Tam. No tenía nada que ver con Tam.
El matrimonio fue un sincero desastre.
Irreparable corazón roto del juguete roto.
Pero, ah, el chico también quería ser pintor. ¿Eso sí? No. Eso tampoco. Máximo arquitecto, “no nos desgracies, hijo, por favor”. Se inscribió en Arquitectura. El bueno de Paul.
Ese era Paul Delvaux, ajá, el pintor de mujeres desnudas, de calaveras, de esqueletos, del lesbianismo, del universo onírico más inquietante y adelantado a sus tiempos.
El que hizo todo eso —ajá: dejar la pintura y a Tam: los amores de su vida— fue, luego, uno de los herederos de expresionistas flamencos como Constant Permeke y Gustave De Smet, compañero de la aventura surrealista de René Magritte, Salvador Dalí, Max Ernst, Joan Miró y Balthus, y también del arte metafísico de Giorgio de Chirico, este último su gran influencia: “Con él me di cuenta de que era posible, el clima que tenía que desarrollarse, el clima de calles silenciosas con sombras de personas que no pueden verse, nunca me he preguntado si es surrealista o no”.
Pero entonces, ¿qué pasó? Que Delvaux era obediente, pero no imbécil —vamos a ver, era Delvaux— y mientras le almidonaban los puños de la camisa y le obligaban a hacer planos arquitectónicos, él leía a Homero, a Julio Verne, estudiaba música, dibujaba obras mitológicas y extrañaba a Tam, de quien seguía y seguiría enamorado digamos que, para ponernos románticos, toda la vida.
El pintor Constant Montald, que fue su profesor, debía tener una labia extraordinaria, porque convenció a los padres de Delvaux que el verdadero talento del joven Paul era la pintura. Los artistas Frans Courtens y Alfred Bastien también apoyaron a que dejara las reglas y los compases y se pasara a las acuarelas y los óleos. Lo consiguieron.
No solo eso, en 1947 se reencuentra con Anne-Marie de Martelaere, sí, sí, con Tam, y por fin se hace realidad ese amor separado por las normas sociales y la ceguera de unos padres que no supieron entender el verdadero amor en el corazón de unos jóvenes que… Parece telenovela mexicana, pero es real. Le pasó a Delvaux. Lo que no sabemos es qué pasó después, tantos años después, porque el matrimonio es una cosa larguísima.
Lo que sí sabemos es que él y Tam, que por fin se pudieron casar a principios de los cincuenta, siguieron juntos hasta el final. Ella falleció en 1989; ese día, por cierto, él dejó de pintar para siempre; murió cinco años después.
No todo es color de rosa —o del color que sea lo bueno— porque hay quien dice que en su obra se ve que nunca pudo superar el dolor de esa separación tan larga de su verdadero amor. En sus cuadros no hay parejas: es imposible la pareja. Las mujeres, en todas sus pinturas, están pasmadas, ensimismadas, congeladas. Se aman a ellas o entre ellas. Ya veremos.
Paseo por el amor y la muerte
“Delvaux ha hecho del universo el imperio de una mujer, siempre la misma. Es verdad. Pero, también hizo de él un lugar increíblemente diferente al que conocemos y habitamos, riquísimo en insinuaciones y sugerencias de todo orden, que conmueve e inquieta porque, a la vez que ingenuo, frágil, sorprendente, parece esconder algo maligno y estar a punto de eclipsarse en cualquier momento, como los paisajes que visitamos en el sueño”.
André Breton
La exposición de la obra de Paul Delvaux que ha organizado el Museo Thyssen Bornemisza —y que estará abierta hasta junio en Madrid— se llama Paseo por el amor y la muerte. Pero, si vamos a ser francos, y aquí siempre somos francos, debería llamarse Paseo por las mujeres y ellas mismas.
Cuenta la leyenda que, de muy jovencito, Delvaux visitó uno de estos freak shows, de esos circos-ferias-museos-muestro todo lo que puedo, que existían en esa época previa a la hiperestimulación que tenemos ahora. De esa visita nació, por ejemplo, La Venus dormida (1932).
Esto, por supuesto, lo cuenta mejor Mario Vargas Llosa en su artículo Señoras desnudas en un jardín clásico: “Hacia 1929, en una feria popular junto a la Gare du Nidi, de Bruselas, encontró una barraca que, con el pomposo título de El Museo Spitzner, exhibía, entre deformidades humanas, a una Venus de cera, que, gracias a un ingenioso mecanismo, parecía respirar. No diré que se enamoró de ella, porque en un caballero tan formal aquellas barbaridades que hacen los personajes de las películas de Berlanga resultarían inconcebibles, pero lo cierto es que aquella imagen lo exaltó y torturó por el resto de sus días, pues la fantaseó una y otra vez, a lo largo de los años, en la misma pose entre truculenta y misteriosa con que aparece, a veces bañada por un sol cenital y lujurioso, a veces medio escondida por la azulina y discreta claridad de la luna, en sus cuadros más hermosos. El Museo Spitzner le enseñó (lo diría en su extrema vejez) ‘que había un drama que podía expresarse a través de la pintura, sin que esta dejara de ser plástica’”.
Esa Venus o la imposibilidad de amar —y la imaginación que seguro lo enfebrecía— a Tam durante tantos años o adivinar que, como también dice Vargas Llosa, “debajo de aquellas abrigadas ropas que las cubrían, las mujeres tenían unas caderas, unos muslos, unos pechos, un cuerpo que cifraba, mejor que ningún otro ser u objeto, aquello que los surrealistas andaban persiguiendo con esplendorosos sustantivos: lo mágico, lo maravilloso, lo poético, lo intrigante, lo turbador, lo fantástico. Ellos lo buscaban; él lo encontró. No hay pintor contemporáneo que haya homenajeado con más devoción, delicadeza y fantasía el cuerpo femenino”.
Mujeres y sus ropas. Mujeres y sus sombras. Mujeres y sus amigas. Mujeres y ellas mismas. Mujeres y sus sexos. Mujeres y sus asombros. Mujeres y sus pezones, sus aureolas. Mujeres y sus sombreros pomposos. Mujeres y sus sueños. Mujeres y sus ojos abiertísimos.
No hay manera humana de no sucumbir a ella, a ellas.
La risa de una joven celadora, sigilosa, susurrante, como jugando al escondite consigo misma, recorre la sala de las Venus, de las majas, de las diosas, de las ninfas, de las damas, de las reinas, de las cortesanas, de las khaleesis (¿no ve Juego de tronos? ¿No? Olvídelo) de Delvaux.
Esto podría inventarse, pero es real:
El gorjeo de la risa de la celadora que whatsappea —¿con una amiga?— acompaña la visión del cuadro Las amigas (1940). Las mujeres de la pintura se tocan —pero casi no, pero a punto— con la sensualidad que las mujeres se —casi— tocan, con la yema de los dedos, los pies y otra cosa, otra cosa que no está ahí, que quizá está en los ojos, en la respiración, en la ternura, en la complicidad. Y algo más: no hay urgencia. O sí: la urgencia es la falta de urgencia. El sexo entre mujeres. Delvaux como único testigo.
La risa de la celadora que se tapa la boca, que parece venir de detrás de una cortina. Y ya entra en juego la imaginación: parecen dos risas, parecen dos risas de mujeres haciendo cosas que no quieren que se sepan.
El voyeurismo del voyeurismo del voyeurismo. Miramos a Delvaux mirando a las mujeres mirándose. ¿Quién va a delatar a quién? Mujer ante el espejo (1936) es un ejemplo de esa especie de narciso indiferente del pintor belga. Sus mujeres no abandonan el rostro de estatua, los ojos grandísimos, los labios cerrados. Distancia. Sensación de estar en la “república de los sueños” de la que hablaban los surrealistas. ¿Quién es esa mujer desnuda mirándose al espejo dentro de una cueva? ¿Dónde está el mundo?
En este mundo no hay hombres. Avanzamos.
Aparecen otras obsesiones de Delvaux: la arquitectura, los motivos clásicos, las estaciones de trenes y los trenes mismos y, por fin, los esqueletos: Eros y Tánatos (como en Mujer y esqueleto, de 1949).
Se cierra el círculo, la muestra, la vida, que empezó con voluptuosas Venus de redondos pechos blancos y termina con huesos también blancos pero, oh, tan afilados como un colmillo, tan inaceptables como una pesadilla.
Pasar (en la exposición) de ver mujeres amándose a ver esqueletos.
Tiene lógica, Delvaux fue un gran obediente del circo de la vida: sus padres, el amor, el erotismo, el arte, el tiempo. Y, ya sabemos, la muerte viaja siempre en ese circo.