Por Santiago Rosero.
Edición 431 – abril 2018.
El célebre chef francés, principal imagen de la alta cocina francesa, murió en enero pasado, a pocos días de cumplir 92 años, aquejado por la enfermedad de Parkinson.
Las pocas imágenes que lo muestran casi impúdico, despojado de su honorable chaqueta blanca y su alta toca con pliegues, son aquellas en las que aparece de lado, enseñando el borroso gallo galo que lleva tatuado en el hombro izquierdo. En 1944, cuando tenía dieciocho años, se enlistó voluntariamente en el Ejército francés de liberación para enfrentar a los nazis. Estuvo a punto de morir en un combate en Alsacia, al recibir un disparo a pocos centímetros del corazón. Los soldados estadounidenses que combatían junto a él lo cargaron en hombros, lo llevaron a un hospital de campaña y lo salvaron aplicándole varias transfusiones de sangre. Luego, le tatuaron ese gallo, emblema no oficial de Francia, que más tarde mostraría cada tanto con orgullo. Paul Bocuse, el joven aprendiz de cocinero, se salvó de una primera muerte para morir más tarde siendo el chef más importante del siglo XX.
Descendiente de un linaje de cocineros que se remonta al siglo XVIII, Paul Bocuse nació en 1926 en Collonges-au-Mont-d’Or, a diez kilómetros de Lyon. En 1936 sus padres se instalaron en l’Auberge du Pont, un establecimiento que pertenecía a los abuelos maternos y donde él se inició en el oficio, preparando mollejas de ternera con puré de papas, de la mano de su padre. Pero su verdadero entrenamiento empezó a los veinte años, cuando volvió de la guerra con una cicatriz en el pecho. Eugénie Brezier, conocida como la mère Brezier, famosa por haber sido la primera mujer cocinera en obtener dos veces tres estrellas Michelin (para cada uno de sus dos restaurantes), lo inició en la cocina más tradicional de la región de Lyon, la del tipo casera de los llamados bouchons, restaurantes populares de ambiente informal, con manteles cuadriculados en rojo y blanco y comida con mucho cerdo, mucha crema y mucho vino de Beaujolais.
Más adelante, luego de una breve temporada en París, Bocuse pasó ocho años bajo la tutela de Fernand Point en el restaurante La Pyramide, en Vienne, cerca de Lyon. Point, un chef que medía 1,92 metros y pesaba 165 kilos, responsable de que en el imaginario colectivo el cocinero profesional se haya delineado como un hombre gordo, con bigote abultado y un sombrero largo, sería para Bocuse su principal mentor, su “padre espiritual”. Mientras en esa época, a inicios de los años cincuenta, muchos restaurantes continuaban cocinando bajo el modelo acartonado de Auguste Escoffier (pilar de la gastronomía francesa que en la segunda mitad del siglo XIX inició la codificación de recetas e impuso el modelo jerárquico de la brigada de cocina), con salsas pesadas que escondían la frescura de los productos, Point —diría Bocuse— “era un perfeccionista que daba valor y credibilidad a los ingredientes más delicados”. De Point aprendió también a cuidar todos los detalles de la vajilla y la decoración, y a salir de la cocina para saludar a la clientela y hacer saber que, detrás de esos platos que se cocinaban en marmitas profundas, había hombres, mayoritariamente hombres, que sudaban doce horas al día. Bocuse explotaría ese recurso para darle promoción a su oficio y lograr que se elevara su consideración social.

En 1956 regresó a l’Auberge du Pont, el restaurante familiar, para comenzar a transformarlo del modesto bistró que era en uno de los más renombrados comedores del mundo. Dos años después obtuvo su primera estrella Michelin. La segunda la ganó en 1962, y en 1965 llegó a la cima cuando recibió la tercera. Por mantenerla hasta ahora, es decir, durante 54 años, detenta el récord mundial del restaurante que por más tiempo ha detentado la mayor presea. Más que un transgresor o un revolucionario, Bocuse fue quien mejor encarnó las ideas clásicas de excelencia, refinamiento y orgullo patrio, asociadas al rutilante universo de la alta cocina francesa. Experimentó las más importantes transformaciones técnicas, tecnológicas y conceptuales ligadas a su oficio, desde el final de las estufas a carbón a la instalación de la cocina molecular, pasando por la explosión de la comida rápida, y aunque en la década de los setenta se le reconoció como impulsor de la nouvelle cuisine (nueva cocina), un movimiento para entonces renovador que buscó aligerar la pesadez de la cocina precedente, él con frecuencia reivindicó su apego a la línea clásica. “En Francia la mantequilla, la crema y el vino constituirán siempre las bases”, decía. Con una mezcla de talento culinario, habilidad para los negocios y carisma mediático, Paul Bocuse llegó a encumbrarse como el cocinero más importante en la historia reciente de Francia, y acaso como la figura gastronómica más renombrada en el mundo occidental.
Expansión global
Bocuse fue el primero en reivindicar su derecho, como jefe de cocina, a salir de ella para ocuparse de sus negocios derivados y dejar que la brigada atendiera el restaurante. “¿Quién cocina cuando usted no está ahí?”, le preguntaron un día. “Las mismas personas que cuando estoy ahí”, respondió con su característica mezcla de humor y sarcasmo. Aunque su hábitat original fue el de la alta cocina, en cuestión de negocios tocó varios estratos, de los restaurantes gastronómicos a los de comida rápida. Fue de los primeros chefs en viajar por el mundo para expandir su marca, y en relacionarse estratégicamente con los medios para hacer crecer su figura. “Ahora los chefs son estrellas y eso es gracias a Paul Bocuse. Estamos en deuda con él”, dijo en 2011 Jaques Pépin, otro famoso cocinero francés que radica en Estados Unidos.
En Japón, Bocuse es un ícono. En 1979 se convirtió en el primer chef de alto nivel en abrir franquicias. Existen ocho braserías con su nombre (restaurantes de ambiente relajado con comida tradicional), y varios quioscos de especias finas y objetos de colección con su figura. En 1982 se asoció con Gaston Lenôtre (considerado el “pastelero del siglo”) y Roger Vergé (otro de los grandes cocineros franceses), para abrir un fino restaurante en el parque Disneyworld, en Florida, que actualmente es manejado por su hijo Jérôme, también chef. Fue una manera de demostrar su cariño por Estados Unidos, una relación fiel que empezó cuando aquellos soldados lo salvaron de morir. En 2013 el prestigioso Culinary Institut of America, en Nueva York, le cambió el nombre a su restaurante-escuela, que durante 38 años se había llamado Escoffier, y lo bautizó Restaurant Bocuse. Es esa institución la que en 2011 le otorgó el título de “cocinero del siglo”, el mismo reconocimiento que en 1989 le había entregado la guía culinaria francesa Gault & Millau. Por supuesto, su imperio también se asienta dentro de Francia, sobre todo en su región natal. En Lyon existen cuatro “braserías amigables” que llevan el nombre de los puntos cardinales, y otros tres restaurantes de diferentes estilos en zonas aledañas. Y está también su “cadena de comida rápida a la francesa” llamada Ouest Express, donde son famosas las hamburguesas made by Bocuse.
Ningún otro cocinero dejó como él una impronta tan significativa en el terreno de la formación académica. Una de las escuelas más prestigiosas del mundo es el Instituto Paul Bocuse, que tiene dos sedes principales en la región de Lyon y una en Shanghái, China, además de un programa internacional de alianzas con instituciones alrededor del mundo. La contraparte ecuatoriana es la Universidad San Francisco de Quito, donde todos los alumnos de Gastronomía llevan bordado en el hombro derecho de sus chaquetas el nombre del viejo cocinero. Y para lo espectacular está lo que con algo de fanfarria se asume como los Juegos Olímpicos del mundo culinario. En 1987 se creó el Bocuse d’Or, una competencia que cada dos años enfrenta en Lyon a veinticuatro chefs de igual número de países —que se clasifican tras rondas previas a nivel regional— en una final transmitida por televisión con los recursos y la enjundia de un duelo deportivo.
Recetas emblemáticas

Fuente: www.debate.com.mx
Bocuse creó tanto, adaptó tanto, se inspiró, copió, que quizá por eso a sus propios colegas les resultaba más sencillo, para dar una idea de su genio, asemejarlo a estrellas de otros firmamentos. El célebre chef catalán Ferran Adrià, por ejemplo, lo comparaba con Van Gogh o Picasso. Sin embargo, en su vastísimo recetario resaltan las preparaciones que lo propulsaron durante la época del estrellato Michelin y que en adelante se convirtieron en emblemáticas de su restaurante: pez lobo en costra de hojaldre (170 euros para dos personas); pargo con escamas de papa crujiente (66 euros); gallina de la región de Bresse —cerca de Lyon— cocida en vejiga de cerdo (250 euros); las costillas de cordero a la flor de tomillo que le aseguraron la segunda estrella Michelin (65 euros) y el mousse de langosta que lo ayudó con la tercera. Pero existe una que se destaca con algo más de alcurnia. El 25 de febrero de 1975 en el palacio del Elíseo, la sede del Gobierno francés, el presidente de entonces, Valéry Giscard d’Estaing, le atribuyó al chef el grado de caballero de la Legión de Honor, la más alta distinción honorífica otorgada a quienes han brindado “servicios eminentes a la Nación”. Antes de él, solamente August Escoffier la había recibido, por lo que en la historia de la gastronomía francesa figuran Escoffier y Bocuse como los cocineros más relevantes de sus respectivas épocas. Aquel día en el Elíseo, el propio Bocuse y su brigada prepararon la comida, y como muestra de agradecimiento al presidente, el chef ofreció una sopa de trufa negra con dados de foie gras, trozos de mejilla de res y una cobertura perfecta de masa de hojaldre. La sopa se llamó VGE en honor al mandatario, y así como en los días comunes suelen expandirse las informaciones de impacto sobre asuntos políticos o económicos, aquel día especial, desde la intimidad palaciega del Elíseo, trascendió la exquisitez de esa sopa y durante un tiempo fue motivo de comentarios y apetencias en la calle. La sopa VGE se ofrece hasta hoy en l’Auberge du Pont. Su precio es de 82 euros.
Nueva ola
La nouvelle cuisine fue una tendencia culinaria que marcó las últimas tres décadas del siglo pasado y que aparentemente surgió de una simple ensalada de vainitas.
Hacia finales de los años sesenta, los críticos franceses Henri Gault y Christian Millau, fundadores de la reconocida guía Gault & Millau, fueron a almorzar en el restaurante de Paul Bocuse y les gustó tanto que volvieron por la noche, pero con menos hambre. Bocuse les preparó una ensalada de vainitas cocidas al dente. “Las vainitas estaban crocantes y tenían un olor a jardín, un sabor excepcional, era algo grandioso en su extrema simplicidad”, contarían Gault y Millau. “Luego vinieron pequeños pargos de roca cocidos a la perfección, es decir, muy poco cocidos, firmes, con todo el perfume del mar. La nouvelle cuisine existía y nosotros acabábamos de conocerla”. Los críticos popularizaron el término y aunque ese tipo de cocina ya era practicado por otros grandes chefs de la época, Bocuse trascendió como su principal impulsor. En esencia, ese nuevo acercamiento ponía énfasis en el uso de productos frescos, sobre todo hierbas y especias; en la preparación de salsas más ligeras que las espesadas con harina y mucha crema como dictaban las recetas clásicas; en los tiempos acortados de cocción y en la sutil presentación de los platos. Sin embargo, la nueva ola luego derivó en sinónimo de cantidades escasas y cuentas inauditas, en una simplificación acaso exagerada que no a muchos dejaba satisfechos. Bocuse se distanció de la tendencia y de los críticos que la propulsaron, y retomó su defensa de la línea clásica. En una entrevista dada en 1989 a Le Figaro, sostuvo: “Esa pretendida nueva cocina nunca se destacó en mi restaurante. Mi estilo culinario, los platos que yo amo, mis raíces, nada de eso tiene que ver con los menús en pequeñas porciones y las cuentas exorbitantes. Yo soy y seré un cocinero de tradición. Clásico”.
Paul Bocuse era un incansable creador de productos alrededor de su marca: libros, premios, estudios, objetos de consumo, etc.
Regla de tres
El chef estrella tuvo tres mujeres durante casi 50 años y todos los involucrados parecieron siempre contentos. Se casó con Raymonde en 1946 y tuvieron una hija, Françoise. En 1969 nació Jérôme, fruto de la relación que mantenía con Raymone, la segunda mujer, distinta a la primera por apenas una letra, como se bromeaba. Jérôme está hoy al frente de la mayor parte del imperio que montó su padre.

En 1971 Patricia Zizza se convirtió en la tercera pareja del cocinero, y junto a ella desarrolló la empresa Productos Paul Bocuse, que tiene presencia alrededor del mundo. En 2006 el periódico Libération describía la practicidad con que el asunto se manejaba entre las partes: “Almuerzo en la casa de una, el té en la casa de la otra, cena con la tercera”.
Lo que fue tolerado en la intimidad no estuvo exento de críticas por fuera. Varias veces, además de ególatra, Bocuse fue considerado un falócrata resuelto. En 1976 le dijo a la revista People: “Las mujeres son buenas cocineras, pero no buenas chefs. Las mujeres que sistemáticamente quieren hacer lo que hacen los hombres terminan por perder su feminidad, y lo que yo más adoro es una mujer femenina”.
En 2005 a Paul Bocuse le realizaron un triple baipás coronario. Ese mismo año, la periodista Eve-Marie Zizza, hija de su tercera mujer, estaba terminando Le feu sacré, la biografía del chef. Apenas recuperado de la operación, consciente de su buena fortuna, le pidió a la biógrafa que añadiera esta frase: “Tengo tres estrellas, tuve tres baipases y todavía tengo tres mujeres”.